Una mujer con una historia incómoda
Su abuela materna, que también portaba un ilustre apellido de avenida, la visitó en la cárcel de Devoto y le regaló una pelota para que jugara al vóley con las otras presas políticas. “¿Por qué mierda no te hiciste radical el día que te llevé al comité? –le soltó–. Hoy no estarías acá. Pero no, te hiciste peronista”. La abuela de Patricia Bullrich era radical de corazón y en 1973 le había presentado a Balbín con la intención de afiliarla. Pero a la nieta rebelde le pareció que don Ricardo era un anciano, y que las aventuras de la juventud discurrían mejor por la seductora y naciente Patria Socialista. Dos años más tarde era una joven militante montonera de superficie y disgustaba profundamente a su padre, un médico muy correcto y severo; cuando lo llamaron de una seccional del Abasto para comunicarle que su hija había sido detenida, le ordenó al comisario: “Déjela encerrada acá, que se pudra en el calabozo por impertinente. Así aprende”. Patricia estrenaba los 17 años, usaba el pelo enrulado, pesaba 50 kilos y ya tenía entrenamiento en lucha cuerpo a cuerpo, tiro con pistola y bombas molotov. Los Bullrich Luro Pueyrredón sufrirían largo tiempo las peligrosas peripecias de la ilegalidad que esa chica les depararía; también las de su hermana, que luego se casó con Rodolfo Galimberti, uno de los jefes máximos de la Orga. Las dos Bullrich no creían, por supuesto, en la democracia, sino en una “dictadura popular”; eran dueñas de la verdad y fundamentalistas del “hombre nuevo”. Durante el infausto gobierno de Isabel Perón, Patricia fue detenida y conducida al lóbrego Comando Federal Unificado; en su alcaidía había celdas diminutas y hacinamiento, olores nauseabundos, gritos y torturas. Pasó días y noches sin comer ni dormir, y cuando sus padres la vieron en un locutorio, comenzó a temblar y se desvaneció. Una noche de terror, a ella y a otras diez mujeres las trasladaron en la oscuridad; pensaban seriamente que serían ejecutadas. Desembocaron en la prisión de Devoto, donde sufrió ocho meses de encierro, hasta que un decreto ordenó excarcelar a todos los menores de edad y ella pudo volver a la calle. Tras el 24 de marzo de 1976, siguió tozudamente militando en la clandestinidad: era considerada “una flor de montonera” (sic); sobrevivió de milagro a varias reyertas –en una ocasión cuatro de sus compañeros resultaron muertos–, y tuvo que escapar del país. Su largo y accidentado exilio por París, Madrid, México y Río de Janeiro, donde trabajó para el politólogo Guillermo O’Donnell, parece una trepidante novela de intrigas. La cuñada de Galimberti (su hermana murió en un accidente automovilístico) regresó después de la Guerra de Malvinas, y la volvieron a detener: tenía para entonces 641 pedidos de captura. Finalmente, logró aterrizar en plena democracia y trabajar en una nueva JP, que buscaba reinsertarse en el Movimiento haciendo una profunda autocrítica acerca de su actuación durante los años de plomo. Los detalles de estas andanzas se encuentran en el apasionante libro Prisioneros, de Salinas y Marchese, y es el primer capítulo de una serie que trata sobre presos conocidos; entre otros, Boudou, De Vido, Báez y Schoklender. La crónica no cuenta qué sucedió a partir de entonces con Patricia, que se asimiló al peronismo renovador de la Capital y huyó de su mesa chica cuando advirtió que imperaba la idea fija de recaudar para el “proyecto”. Abrió en solitario una unidad básica en zona de conventillos y casas tomadas, en el barrio de Monserrat, y allí la fueron a buscar para recomponer el justicialismo porteño cuando Carlos Grosso cayó en desgracia. Su ingreso en el Congreso no fue menos conflictivo, y por idénticas razones. Se fue apartando, por entender que en política los disvalores afectan al final la praxis; aquel era el peronismo real, y no el ficticio que había creado la “juventud maravillosa”: todo tenía precio. Algo que verificó también en el área gremial, donde batalló contra los multimillonarios burócratas sindicales cuando Enrique Olivera le abrió la Alianza y al cabo le dieron el Ministerio de Trabajo: desde allí se enfrentó cara a cara con Hugo Moyano. Antes de eso había renunciado al justicialismo, y lo había hecho con gran culpa existencial; fue en los tiempos en que Gustavo Beliz –harto también de mafias– hizo lo mismo: Néstor Kirchner les prometió que los imitaría, pero nunca cumplió su palabra. Y luego Bullrich y Zaffaroni viajaron juntos a Santa Cruz para denunciar su reforma de la Constitución, que consagraba la muy feudal reelección eterna. Que esta misma persona sea hoy un referente político de las distintas tropas de seguridad, un paradigma del orden, una defensora de la institucionalidad, la reina de los “halcones”, la acompañante terapéutica de los banderazos, la ascendente figura de Cambiemos y, parafraseando a Cooke, el hecho maldito del país republicano, resulta toda una ironía del destino.
Algunos dirigentes articulan un solo idioma de la política; pocos son políglotas y pueden hablar con conocimiento de causa de izquierda, peronismo, radicalismo y democracia liberal. Tuvo la Bullrich dos quiebres violentos en su agitada existencia ideológica: rompió con la revolución y, más adelante, con el movimiento hegemónico, y se siente hoy más contenida por los principios del radicalismo, algo que hubiera regocijado por fin a su abuela materna. Su crecimiento en las encuestas es analizado con incomodidad y escepticismo por propios y extraños. “Solo puede retener al núcleo duro, no pesca en la ancha avenida del medio”, aseguran sus camaradas. Es posible que tengan razón. Pero Bullrich llegó tan lejos y en tan corto tiempo (un año y medio) no solo por el recuerdo de su última gestión y porque la lucha contra la inseguridad es un clamor del pueblo, sino porque ocupó de hecho la jefatura vacante de la oposición ante la deserción pública de muchos peces gordos, que por uno u otro motivo practicaron un enmudecimiento táctico. Bullrich se llevó con ella la marca y los odios, y en lugar de desgastarse –como estaba previsto–, fue premiada por un importante sector de la sociedad que se sintió huérfano cuando venían degollando. El asunto conecta con la nueva teoría de los dos demonios. Se ha extendido en territorios ajenos al kirchnerismo esta zoncera: los moderados de diferente signo intentan un acercamiento superador y dos ogros siembran en los extremos la discordia. Con esta lógica, nadie debió plantarse con fuerza cuando el cuarto gobierno kirchnerista avanzó como marabunta sobre las instituciones, ni debió denunciar la autoamnistía de los corruptos, ni las escandalosas negligencias, ni los múltiples atropellos a la libertad. No molestemos al Gobierno mientras trabaja, no cavemos la grieta. Vaya triunfo cultural del oficialismo, que ataca despiadadamente en patota y cuando alguien se defiende, no solo lo denuncia por agresión; también logra que lo acompañe en el sentimiento una parte de los atacados. En la Argentina hay una sola facción que crea enemigos y que quiere construir una autocracia. No existen, en la vereda de enfrente, posiciones equivalentes; solo voces que denuncian atropellos y que buscan, desde distintos partidos y desde la ciudadanía independiente, una democracia de alternancias, división de poderes y acuerdos verdaderos. Este artículo ha cedido a la tentación biográfica solo por afán narrativo, y al final para advertir a puristas y cándidos: la vida te da sorpresas y el kirchnerismo se regocija con tu infinita ingenuidad.
Fuente: La Nacion
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