Perú, entre el furor y el delirio
En 1989, tras el fusilamiento de su suegro, el coronel Tony de la Guardia, acusado de narcotráfico, el argentino Jorge Masetti salió de Cuba para refugiarse en Francia.
Pocos años después, en 1993, el que fuera hijo del periodista reconvertido en guerrillero castrista como “Comandante Segundo” y desaparecido en 1964 sin dejar rastro en la salteña selva de Orán, publicó sus memorias.
En El furor y el delirio. Itinerario de un hijo de la Revolución Cubana, daba testimonio de sus peripecias, tanto en el continente como en Europa, vinculado a la lucha guerrillera y a la inteligencia cubana, a fin de exportar la revolución socialista.
Salvando todas las distancias, el furor y el delirio, o el horror y el espanto, son palabras que describen perfectamente los sentimientos de Masetti al volver su vista atrás y el de una gran parte del electorado peruano ante la próxima elección.
El 6 de junio, Perú deberá elegir al nuevo presidente entre Pedro Castillo y Keiko Fujimori. Mientras el primero se asocia a un apocalipsis desconocido, pero evocador del chavismo y de viejos fantasmas vinculados al terrorismo senderista, la segunda es el recuerdo indeleble de un sufrimiento ya vivido: recorte de libertades y vulneración sistemática de los derechos humanos.
A priori, la lucha se plantea como un combate entre dos populismos, de izquierda y de derecha, pero hoy la mayoría del voto anti establishment, que representa a quienes se consideran “perdedores”, cualquiera sea su significado, apoya a Castillo y puede facilitar su triunfo.
El Perú deberá decidir entre dos modelos antagónicos de sociedad, con la perspectiva de la disolución del Congreso, la convocatoria de una Asamblea Constituyente y un fuerte protagonismo del Estado en la economía en caso de ganar Castillo.
En un sistema político tan volátil y fragmentado, pese a las grandes diferencias que marcan las encuestas, cualquier cosa es posible. Muchos peruanos enfrentan el dilema moral de elegir el “mal menor”.
Por eso hay un porcentaje que fluctúa entre el 30 y el 35% de indecisos y nulos, aunque muchos otros dicen tener claro su voto. De ahí que las alianzas que puedan tejer, y los apoyos internos y externos que sumen hacia la segunda vuelta sean capitales.
De hecho, estas elecciones no solo son importantes para Perú, también lo son para América Latina, como muestra el apoyo de Evo Morales y José Mujica a Castillo y el de Álvaro Uribe a Fujimori. Todos o casi todos parecen estar tomando posición antes del combate.
Previamente, habían esperado expectantes los resultados del 11 de abril, el “súper domingo electoral”, cuando estaban en juego la presidencia de Ecuador, las presidenciales y parlamentarias peruanas y la segunda vuelta de las departamentales bolivianas.
Entre los autodenominados “progresistas”, hasta ayer bolivarianos, dominaba la esperanza de comenzar a recuperar parte del espacio perdido y reestablecer su proyecto hegemónico. Algunos políticos y periodistas próximos al Grupo de Puebla comenzaron a hablar de un nuevo “giro a la izquierda”,
similar al de comienzos del siglo XXI tras el triunfo de Hugo Chávez. Incluso Evo Morales soñaba con un nuevo impulso de Chávez, Correa, Lula y Néstor Kirchner para relanzar la integración regional y resucitar Unasur.
Si bien las elecciones de Ecuador y Bolivia fueron una decepción para el “progresismo” regional, solo compensado por el éxito de Castillo como el candidato más votado en Perú, todos estos resultados vuelven a confirmar cuán fragmentada y heterogénea sigue siendo América Latina. Obviamente, las elecciones chilenas de mayo y el balotaje peruano aclararán algo más las cosas, pero las líneas maestras seguirán allí.
El cansancio con la pandemia se ha sumado a la desafección con la democracia y sus instituciones y al sentimiento anti elitista y anti establishment dominante, denominado por algunos como la venganza de los pobres.
Esto extendió por doquier la importancia del voto bronca, marcando con su pesada impronta la política regional.
Ahora bien, más allá de lo que algunos bien pensantes creen sobre la deriva anti neoliberal y anti oligárquica de estos movimientos, sería importante que no haya confusiones, ya que las elites expuestas a la ira popular son todas, sin excepción, y tanto da que sean nuevas o tradicionales, o el lugar del espectro político que ocupan. De hecho, todas ellas, o casi todas, son o han sido “establishment”.
Si en Perú el hartazgo golpea sobre todo a los partidos o candidatos de derecha, en Ecuador ocurrió todo lo contrario. Solo el fuerte sentimiento anti correísta explica la victoria de Lasso, un sentimiento bastante similar en el fondo al “anti petismo” que permitió el triunfo de Bolsonaro. Cada país es un caso aparte y no todos valoran del mismo modo a sus gobiernos.
Ahí están, por ejemplo, las próximas elecciones parlamentarias de medio término en México y Argentina.
Si bien los dos presidentes se reclaman progresistas, sus índices de aprobación/rechazo marchan por derroteros y expresan problemas diferentes. Mientras AMLO, en la mitad de su primer mandato, puede seguir, de momento, ofreciendo esperanzas de que llevará a buen puerto su 4T (Cuarta transformación), las contradicciones del peronismo, y del kirchnerismo en particular, son mucho más conocidas y pueden pasar factura.
La gran diferencia entre el furor y el delirio de los 60 y 70 y el momento actual es que entonces prácticamente ningún latinoamericano creía en las virtudes de la democracia, un sistema que pese a casi todos sus problemas hoy sigue siendo valorado como el mejor y más viable.
Pero que nadie se llame a engaño. Los aires de descontento predominantes, incrementados por la pandemia, pueden convertirse en tormenta y llevarse por delante a unos y otros, sin excepción. Más allá de ciertas ensoñaciones, los sueños revolucionarios se han evaporado en buena parte del continente.
Fuente: Clarin
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