El síndrome del guasón
La mayoría de los latinoamericanos estamos irritados, angustiados. La angustia es un estado de ansiedad generalizada, de desesperanza, ante una realidad que cada vez parece más insoportable. No es miedo a algo específico, sino un estado de ánimo producido por la acumulación de temores que pudre nuestra relación con la realidad. Parecería que la vida pierde sentido, que no vamos a ningún lado.
Especialmente los jóvenes sienten que en Argentina no tienen futuro. El 70% de quienes tienen entre 18 y 35 años quieren irse, están sumidos en el escepticismo.
Pasado. Hasta el siglo XIX convivíamos naturalmente con la muerte y el dolor. La mortalidad infantil era muy alta, las expectativas de vida mucho más baja. Los peluqueros extraían las piezas dentales dañadas con un golpe, existía la cirugía, pero no la anestesia. Estremece imaginar esas operaciones en las que los pacientes daban alaridos, en locales con puertas sucesivas para mitigar sus gritos.
Operarse era llegar al borde de la muerte. Relatos de principio del siglo XX dicen que, por miedo al dolor, algunos pacientes preferían dejarse morir o suicidarse. La mayoría de las personas estaba condenada a sufrir mucho dolor antes de que aparezcan la penicilina, los desinfectantes y se implante en los hospitales una higiene que hoy parece elemental.
Los que padecían infortunios de cualquier orden, agradecían a Dios por la prueba que les había enviado. Si alguien quedaba mutilado, se consolaba porque había sufrido una “desgracia con felicidad”. No se sabe de alguien que haya presentado una demanda por mala práctica profesional a algún dios por haber permitido un desastre.
Los odontólogos reemplazaron a los peluqueros, aparecieron médicos especializados en pulmones, fracturas de huesos, o enfermedades de la vista. Nos hacemos exámenes y radiografías con frecuencia, estamos acostumbrados a los beneficios de la ciencia. La gente no quiere sufrir, tiene sueños, ambiciones, busca placer. Hemos vivido con el inocente optimismo de que el avance tecnológico traería la felicidad.
Otra cara. De pronto esa confianza se derrumbó. Con la primera pandemia de la sociedad globalizada conocimos la otra cara del progreso. Así como la inteligencia artificial y la internet de las cosas habitan con la gente común, sin que muchos líderes entiendan sus consecuencias políticas, la epidemia del covid-19 ha sido la primera de la nueva era, que descontroló a muchos líderes occidentales. Tal vez el fin de la especie llegue con otros virus que viajen por toda la Tierra, desde cualquier sitio, o lleguen en alguna de las naves que mandamos al espacio.
La pesadilla del Covid-19 se extendió por todo el mundo, y con el desarrollo de los medios de comunicación vimos lo que ocurría, en una sociedad global que mezcla los tiempos y los espacios. Las pantallas, de la televisión, de las redes, se inundaron con escenas estremecedoras. Como dice la canción de los Rolling Stones, pasamos a ser fantasmas que habitan ciudades fantasmagóricas.
Murieron personas a las que conocíamos, otras enfermaron, nos agobió el temor de que otras se enfermen. Nos encerraron. Nos encerramos. Viajar se volvió una aventura peligrosa, mitigada por el desarrollo de plataformas de la red que nos permitieron reunirnos y trabajar de manera virtual.
Siempre aconsejamos a los políticos que hablen de temas que quitan el sueño a la gente. Después de la pandemia quedaron claras las causas del insomnio de millones de personas. Hay demasiados motivos para no poder dormir, intensos, emotivos.
Brecha. En ese contexto se agigantó la brecha entre los políticos y la vida de la gente. Casi todos los resultados electorales son totalmente imprevistos. Los ciudadanos comunes sienten que están demasiado lejos de las discusiones de los líderes.
En todos nuestros países, muchos políticos están fuera de la realidad. Es interesante medir el tiempo que dedican a repartirse cargos, o crear leyes que no importan a la gente.
Los partidos, que con frecuencia son membretes vacíos, se dividen porque sus burócratas pelean por empleos. La gente normal, angustiada por su cotidianeidad, ni siquiera conoce a muchos de estos personajes, y no le interesan sus temas.
Colapsaron las ideologías, que en el pasado pintaban con un barniz trascendente a las divisiones. No hay discrepancias por ideas. Queda la sensación de que lo que manda son las ambiciones personales, “la política” como venta de conciencias.
En estos dos años se aceleraron cambios que venían produciéndose en la mente de los ciudadanos comunes, como consecuencia de la tercera revolución industrial.
Mientras nuestras élites se mantienen empantanadas en la nostalgia de una prosperidad no vivida, en la realidad ocurren cosas inexplicables.
Algunos creen que Cuba es responsable de lo que ocurre en sus países. Quisieran que no se vuelva a reunir la OLAS para organizar guerrillas y que las tropas cubanas se retiren de Angola y Eritrea. Se enfrentan a fantasmas. La OLAS desapareció, las guerrillas también, no hay tropas latinoamericanas en África desde hace décadas.
Otros creen que el imperialismo se dedica a combatirlos. Dijeron que Pfizer quería quedarse con nuestros glaciares para poner cafeterías y vacunaron a la población con un medicamento que todavía no avalan los países europeos y norteamericanos. Las grandes empresas del mundo no sueñan con poner cadenas de hoteles en la Patagonia. Las ganancias de esa farmacéutica, en este año, fueron equivalentes a la mitad del producto interno bruto de Argentina, sin necesidad de vender café.
Disparates. En un discurso digno de la antología del disparate, como otros pronunciados en Angola o la ONU, una dirigente política exigió al Fondo Monetario Internacional que invada países y saquee sus bancos, para traer los depósitos pertenecientes a argentinos. Si la salud mental de los funcionarios del Fondo está igual de alterada, pronto este banco comprará aviones de guerra y submarinos para cumplir con la cómica demanda.
Es disparatado suponer que los dirigentes norteamericanos viven planeando cómo atacar a un país, cuya deuda externa es menor que las pérdidas de Facebook en un día de crisis.
Los problemas de Argentina tienen su origen en un millonario modelo pobrista, que se mantiene desde hace décadas, y que está por estallar porque la gente ha cambiado, quiere progresar.
En los países cuya economía colapsó, los pobres huyen a otros sitios para mejorar sus condiciones de vida. En Venezuela, los pobres, literalmente, no tienen qué comer y por eso cuatro millones de ellos han huido a países que están menos mal. La gente va siempre de países con menos bienestar a países más prósperos. Es poco probable que en los próximos años millones de franceses se lancen a las aguas del Mediterráneo para tratar de establecerse en Libia.
A pesar de que algunos dicen que Argentina es el país más pobre de América, en todos los semáforos de ciudades como Quito se ve a familias venezolanas que piden una moneda, nunca a un argentino.
Muchos pobres, especialmente sudamericanos, y africanos, vienen a establecerse en Argentina atraídos por la maquinaria pobrista. Quienes quieren irse son en cambio, argentinos, en general jóvenes, profesionales de clase media, que a través de la red se ponen en contacto con sociedades más desarrolladas. Pero la gente quiere vivir mejor, eso no tiene límites y la tercera revolución industrial disparó las utopías de todos. Esta semana leí un mensaje de alguien que decía “cómo es posible que Elon Musk quiera llegar a Marte y yo no pueda cambiar el modelo de mi coche”.
Bastante gente se conformó con vivir mal, pero recibiendo alguna dádiva del Estado. Más de la mitad de la población de nuestro país recibe algún tipo de plan que agradece al Gobierno. En muchos casos prestan su nombre para que algún tramitador político reciba treinta o cuarenta mil pesos en su nombre, y le entregue la cuarta parte a condición de que participe en movilizaciones algún día de la semana.
Con la crisis, esa suma de dinero se ha vuelto insignificante, se evaporará con las fiestas de fin de año. La obediencia a líderes mesiánicos se debilita con la sociedad de la red. Muchos de los beneficiarios de los planes pueden terminar explotando. No será necesaria la movilización “espontánea” de organizaciones políticas que derribaron a De la Rúa hace veinte años.
Anomia. Mientras algunos políticos se miran el ombligo y se reparten los cargos de lo que creen que será un seguro triunfo el 2023, cunde la anomia. Hay cada vez más violencia en todos los órdenes de la vida.
Hace pocas semanas se proyectó la película El Guasón, que trata de la relación entre la enfermedad mental, la política, y especialmente la violencia. El protagonista es Arthur, un payaso con una enfermedad que le hace reír constantemente, vive con su madre en Gotham City, una ciudad hundida en la violencia, el desempleo y la delincuencia tras la crisis económica de los 70. Amplios segmentos de la población están empobrecidos, privados de sus derechos, con la sensación de que no existe un futuro.
Con la crisis, Arthur pierde la medicación que le proporcionaba el gobierno. Atacado por un grupo de adolescentes, consigue un arma, es perseguido por dos detectives en un tren lleno de manifestantes disfrazados de payasos, en el que mata a tres ejecutivos que acosan a una joven. En un programa de televisión confiesa su crimen y mata al presentador pronunciando un discurso que mezcla la protesta social, el abandono de los oprimidos y de los enfermos mentales. Sus palabras provocan manifestaciones en contra de los ricos, protagonizadas por manifestantes que visten máscaras de payaso.
Arrestado, mira desde la ventana de la patrulla en que le conducen, una sublevación general protagonizadas por payasos.
El síndrome del Guasón se extiende por el continente. Cada vez hay más movilizaciones sin líderes, ni ideologías, que solamente expresan rechazo de la gente común al liderazgo tradicional.
Fuente: Perfil
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