La sangrada familia
La Sagrada Familia es la de Jesús, María y José. Tres seres bíblicos, idolatrados y con un vínculo sanguíneo no apto para una prueba de paternidad. La Sangrada Familia, en cambio, es la mía. La que tuve el placer de ver esta Navidad tras más de siete años sin verlos. No seremos bíblicos, idolatrados, pero sí fue una bendición y, además, tenemos vínculos sanguíneos a prueba de cualquier prueba de paternidad. Así lo demuestra el hecho de que la mayoría somos calvos, flacos, usamos lentes y tenemos una extraña adicción al béisbol.
Fue con esta familia que recibí el año nuevo. Dieciocho personas metidas en una posada donde confirmé que el ser humano es masoquista. Nadie te deja descansar ni desconectarte del mundo e incluso así, lo disfrutas. Hasta desarrollas Síndrome de Estocolmo, pues terminas sintiendo afecto por unos captores que te hacen cosas horribles que extrañamente terminan causándote placer.
En nuestro caso, estos captores fueron un grupo de sobrinos e hijos, menores de edad, quienes se agruparon en el SINDECA (Sindicato de Carajitos). Una organización hecha para exigir cosas que ningún patrono de trasnacional aguantaría. Correr por toda la posada haciendo ruido frente a las habitaciones de otros huéspedes, pedir a gritos una pelota, eructar en la mesa, jugar pelota, comer haciendo desastres, golpear la pelota contra los vidrios de la posada, dejar los baños encharcados, rebotar la pelota contra las paredes, traficar dulces y chocolates, pelear por la pelota, tirarse peos, esconder la pelota, botar jugo en la mesa, pedir que les compren otra pelota, saltar en las camas con los pies sucios, pegarse con la pelota, pelear por el Nintendo y enseñarnos que en el siglo XXI el mejor juguete sigue siendo… una pelota.
Y entre nosotros, los padres y madres secuestradas, la relación tampoco prosperaba. El hacinamiento llevaba a que nos aplicáramos torturas que ya no eran físicas, sino psicológicas. La más recurrente: dejarle nuestro niño al otro. Fue así como formamos un círculo vicioso de reciclaje de hijos en donde los de mi primo pasaron a nuestra custodia, el nuestro a la de mi hermano, los de mi hermano a la de mi otro primo y, al final, siempre había un niño que desaparecía y entrábamos en pánico.
La otra tortura venía cuando tocaba regañar a un niño ajeno. Porque en ese momento uno quiere (no debe) y por ello comienza a mandar señales telepáticas a los padres responsables. Entonces, cuando en efecto vienen a regañarlo, uno aplica la de hacerse el loco y fingir que tiene que ir al baño para no presenciar el regaño. Y si no funcionaba la telepatía, admito que muchas veces me vi tentado a pagarle a otro sobrino con chocolates para que “impartiera justicia”.
Sin embargo, fue en el baño donde estuvo la otra fase de esta tortura psicológica. Éramos tantos, que había que agendar y respetar los turnos. Además de que era indispensable un buen ojo, porque eran tantas toallas, cepillos y jabones que terminabas cepillándote con el cepillo de tu sobrino, bañándote con el jabón de tu primo y secándote con la toalla de tu cuñada. Esto hizo que saliéramos del encuentro familiar repotenciando no solo de alma, sino los anticuerpos gracias al poco de gérmenes ajenos que agarramos en cada ida al baño. Y eso, sin contar el interior de un primo que terminó en nuestra maleta tras la lavada de ropa comunal.
Pero nunca deja de haber otra tortura en estos encuentros familiares. El momento “Es hora de decir unas palabras”. Momento en el que el cerebro se te bloquea, entra en pánico y terminas hablando como Tarzán: “Yo… feliz… reunión… los quiero… ¿sí?… ¿no?… ¡salud!”.
Por eso, confieso que preferí esperar para escribir estas palabras de una forma más asentada y contemplativa. Ya concientizando que la familia es algo tan extraño y paradójico, que hoy me hace añorar cada una de esas torturas; queriendo que se repitan mil veces más en un futuro. Pues, tras esta reunión, llegué convencido de que mi familia tiene cualidades bíblicas, es idolatrada y, más que una sangrada familia, es mi Sagrada Familia.
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