La peor catástrofe: visitas que llegan sin avisar
Hay días en donde su hogar llega a niveles de caos de un mercado de las pulgas en La India. Su lavaplatos está convertido en una escultura de arte abstracto. Nadie se explica cómo un vaso de vidrio puede mantenerse de pie, mientras dentro tiene un menjurje de agua con siete tenedores, seis cuchillos, tres cucharas y un palito de pinchos. O cómo una tacita de café sostiene sobre sí una olla mondonguera en remojo.
Su piso pareciera tener alfombra, pues está cubierto por una tenue capa de pelos que ha soltado su mascota. Y su sofá cuenta con un nuevo juego de cojines, hechos de las pelotas de ropa limpia que se acaban de secar y aún faltan por doblar.
Por su parte, la sala está decorada con todas las toallas de baño mojadas que usted decidió secar colocando sobre los espaldares de las sillas del comedor. Además, sobre dicha mesa, reúne tantas facturas, recibos de servicios, récipes médicos y volantes de publicidad, que equivalen al pino de Navidad natural que usted nunca se puede comprar.
A todo esto agréguele que, si comienza a temblar y hubiese que desalojar la vivienda de inmediato, sería imposible. En la puerta de su casa hay una barricada compuesta por todos los zapatos que su familia comenzó a dejar allí desde el inicio de la pandemia.
Con todo este escenario montado, de repente le escribe al teléfono ese posible cliente que usted ha estado persiguiendo desde hace tiempo. El mensaje dice: “Voy llegando a tu casa”.
Y usted responde:
- ¿Pero no nos íbamos a ver por videollamada?
- Ay, es que se me pasó avisarte que iba a estar por acá y ya me agendé para llegarte.
Es entonces cuando usted le demuestra al mundo que una casa puede ser ordenada más rápido que el pestañeo del superhéroe Flash. Comienza a lavar los platos moviendo las manos como DJ de fiesta electrónica. Luego, agarra todas las toallas del comedor, las mete dentro de la nevera y las pelotas de ropa que están sobre el sofá, pasa a guardarlas en el mejor clóset que tiene la casa: la secadora.
El posible cliente le escribe que ya está abajo. Que cuál es el número del apartamento.
Acto seguido, usted agarra un trapo seco de la cocina y comienza a darle golpes al sofá. Supuestamente, es para sacudirle todos los pelos del perro, aunque usted en verdad lo usa de terapia para drenar esa rabia que le provoca el imprevisto.
Ahora usted agarra el celular y le responde que se anuncie al apartamento 407.
Como el clóset donde antes iban los zapatos ahora está ocupado por maletas, no le queda otra que agarrar toda esa vidriera de zapatería en la que se convirtió la entrada de su casa, lanzarla enterita dentro de una bañera y cerrar la cortina.
En este momento suena el intercomunicador de su apartamento. Usted atiende y le avisan que la persona ya llegó. Le pide que suba.
Ahí entra en juego su movida de Feng Shui laboral que convierte cualquier espacio en una oficina de transnacional: recoge todos los papeles de la mesa del comedor y los embute en una carpeta.
Suena el timbre y usted respira, se calma y dice con voz civilizada: “Voy”. La persona cree que le vienen a abrir, aunque no sabe que usted está en ropa interior, pues se acaba de quitar el pijama y está poniéndose una ropa de calle a la velocidad de modelo de pasarela que se ha tomado un café negro con Red Bull.
Finalmente, abre la puerta y encuentra que el posible cliente le aborda con una cara de sorpresa:
- ¡Ay, qué pena! ¡Me están escribiendo del colegio de mi hijo que se siente mal y tengo que salir corriendo a buscarlo! ¡Discúlpame! ¿Será que nos vemos otro día?
- Dale, no hay problema. Yo te aviso -dice usted.
¡Perfecto! Ahora la pelota está de su lado. Y como buen proveedor de servicios, no hay duda de que usted le avisará para volverse a reunir. Solo que lo hará justamente… cuando esté abajo de su edificio.
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