Olvidanza
Hay acontecimientos colectivos que tendemos a olvidar pronto, por muy impactantes y profundos, continuos y conmovedores que fueren. Presumimos que, por tales características, algo perduran en la sensibilidad y el conocimiento públicos, pero solemos esconder el enorme dolor que produjeron y, lentamente borrados, se nos ofrecen cada vez más inexactos y abiertamente distantes.
Por supuesto, obra una intensa propaganda gubernamental que distorsiona, incluso, generando culpas. Los antiguos tiradores de piedras que demandaban el anticipo vacacional en las adyacencias de la universidad, por decir lo menos en tiempo de carnavales, todavía al finalizar el siglo anterior, exhiben, ahora que son gobierno, una extraordinaria vocación represiva y persecutora.
En los días del nefasto aniversario de los consabidos hechos de abril de 2002, quizá haya una suerte de pacto implícito de silencio de la sociedad venezolana que no, olvido y olvidanza.
Sabemos muy bien que el trauma está vigente, no hay aún ocasión para repararlo, siguen en el poder los que provocaron tamaño drama, y, entonces, el asunto quda reducido a la movilización de la secta oficialista, muy circunscrita a las adyacencias palaciegas.
Todo lo que ha acaecido cala y sigue calando muy hondo en el inconsciente colectivo, asimilada una experiencia personal que la sostiene una cierta tradición oral en el seno de cada familia, por aquello del “yo estuve ahí”. Tradición que flaquea y, lo que es peor, deriva en la duda y hasta declara inexistentes los hechos que tanto no golpearon emocionalmente; apenas, una mera e ineficaz declaración.
Frágil memoria, sólo frágil y que posiblemente desparece a la tercera o cuarta generación posterior sobre todo en las propuestas totalitarias. Éstas apuestan a una larguísima supervivencia, cundidas de mil represiones.
A modo de ilustración, todo el mundo vio, atestiguó, coexistió, compartió y también se espantó con el rancho vertical más alto del mundo, en Caracas.
La antigua torre de Confinanzas, denso tejido de marginalidad, desesperación y obscuro mercantilismo, estuvo a la vista de todos por varios años; además, aunque no fuese concurrido el centro histórico de la ciudad capital, nadie fue ajeno a una angustia lacerante, aunque finalmente no ocurrió la desgracia que tanto se temía, por el favor de Dios.
Hoy, pocos recuerdan la enorme torre que sirvió de vergonzoso atril a la promoción oficialista, pareciendo que nunca hubo algo semejante.
Sin embargo, por estos días, reaparecieron en nuestro disco duro algunas de las imágenes que tomamos desde el edificio José Vargas de Bellas Artes, años atrás, aleccionándonos otra vez sobre la naturaleza de este régimen que padecemos.
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