Lavar platos te hace bueno en la cama
Hace un tiempo me topé con un estudio científico en donde se demuestra que a los hombres que lavan más platos, les va mejor en la cama. Y yo creí la investigación, con la esperanza de que esta ciencia le ganara a la otra ciencia que promueve el Viagra. Por tanto, estaba dispuesto a lavar todos los platos que fuesen necesarios en mi casa (y en un restaurante… ¡hasta de voluntario!).
Y yo pensando que una mejor vida sexual la traía un abdomen lleno de cuadritos o el comer mariscos hasta tener la líbido de una ballena en celos. Pero ahora me doy cuenta de que la solución siempre estuvo frente a mí… en el fregadero… en ese plato que reposaba ahí con una mezcla de panqueca ya endurecida que parecía concreto armado.
Fue así como arranqué esta misión de lavar platos para convertirme en un semental. Me propuse lavar todos los que pudiera hasta que mi apartamento irradiara tantas feromonas, que terminara con una horda de mujeres tocándome la puerta al punto de tener que salir a repartirles números, como en el banco.
Desafortunadamente, todos en la familia se burlaron de mí. Le hablé de este estudio a una tía y me creyó tan iluso como quien confía en los resorts que ofrecen en los centros comerciales. Incluso en el chat de la familia, un primo afirmó que lo mejor para la armonía de un matrimonio era un lavaplatos automático o dishwasher (con lo cual estoy convencido de que los gringos lo bautizaron así para que al sólo decir dishwasher, uno botara tanta saliva sobre los platos, que hubiese que meterlos inmediatamente al dishwasher).
Pero aún con mi familia en contra, estaba dispuesto a apoyar a esos científicos de la vajilla hasta el final. Entonces bajé al supermercado y compré la esponja más barata y el jabón más aguado para que me costara bastante sacarle el sucio a cada plato y que, además, mi esposa me viera sudándome la limpieza de cada cubierto (e incluso presenciara cómo vaciaba con mis propias manos esa rejilla protectora del desagüe que tiene una mezcla de residuos tan particular que, de ser enterrada en un jardín, acaba produciendo uranio enriquecido).
Entonces fui a la computadora, puse música de saxofón erótico a todo volumen, me quité la camisa y comencé a lavar los platos. Éramos la esponja, el jabón y yo… totalmente húmedos y sin usar protección (hablo de los guantes amarillos). Así arranqué una lujuriosa enjabonada en donde me excitaban los bowls con cereal viejo pegado. Me erizaban los vasos con jugo viejo y azúcar petrificada en el fondo. Salivaba con la olla de presión sucia de pedazos de granos. Y cuando llegué a ese sartén lleno de manteca fría, blanca y solidificada de chuletas… ¡el orgasmo!
Le di a eso duro y sin parar, como pistón de Ferrari. Y no fueron dos piches minuticos… Mucho menos diez… Estuve más de una hora ahí, dándole y cambiando de posiciones. Boca arriba con el vaso de la licuadora, boca abajo con el sartén, de ladito con un vaso y al final… ¡el gran 69! (del número de piezas que lavé). Luego suspiré y acabé salpicando todo de blanco (cuando exprimí la esponja).
Acto seguido, me sequé las manos, vi a mi esposa con una mirada penetrante y de inmediato le dije: “¿Lista, nena?”. Entonces la cargué cual recién casados, la llevé a nuestro lecho matrimonial, me acosté a su lado y encontré al placer… ¡me quedé dormido!
Definitivamente, mi familia tenía razón. Los científicos también. La cosa es que yo no lo entendía. Y es que lavar muchos platos te hace buenísimo en la cama… pero para dormir casi tan bien como un adolescente borracho.
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