Queremos tanto a Mario

Por: Juan Cruz

Jamás olvidaré a Mario Vargas Llosa, ni a su familia, ni a los que fueron sus amigos, también a los que fueron sus editores, y a su agente literaria, cómo se podrá nadie olvidar de Carmen Balcells, todos ellos testigos de la grandeza de este hombre que ahora, en Arequipa, su tierra natal, recibe los parabienes de quienes hablan esta lengua y la celebran. 

En este momento lo estoy celebrando en una plaza que tiene el nombre de Miguel de Unamuno, en Santa Cruz de Tenerife, por donde pasó fugazmente Colón con el objeto de llegar a La Gomera, centro neurálgico de los viajes, sentimentales y marineros, de aquel hombre formidable.

Aquí, en Tenerife, además, conocí a Mario Vargas Llosa, con Patricia, su mujer, con sus hijos Álvaro y Gonzalo, y con la más chica de todos, Morgana, que al paso de los tiempos terminó siendo compañera mía en el diario El País. Mario pasó por la isla con Patricia y con los chicos para seguir camino a la tierra natal de todos ellos, Perú.

Yo era un periodista que también quería hacer de escritor. De hecho, imitaba el estilo, y las palabras, del propio Mario (y de Carlos Fuentes, y de Cabrera Infante, y de Gabriel García Márquez) en el diario El Día, donde entonces fungía de reportero, como el legendario Zabalita de Conversación en La Catedral, en la que Mario depositó la mejor esencia de su leyenda como narrador joven.

Yo acababa de regresar de Inglaterra, donde me hice un poco periodista anglosajón. Sobre todo, aprendí a repreguntar, que es una manera de los anglosajones de sonsacar a los que se resisten a contar de sus vidas. 

En esa ocasión Mario Vargas Llosa no tenía tantas ganas de hablar, pero yo me sentí tan inglés como los periodistas a los que ya admiraba, de modo que le pregunté más de la cuenta hasta que me miró a la cara como si no me viera y yo me quedé helado.

Desde entonces ya hablamos de cualquier cosa, el periodista se guardó la navaja y de allí surgió, también, una conversación en la que Mario y su familia fueron desgranando el porvenir del viaje. 

Les contamos que por allí había pasado unos años antes su amigo Pablo Neruda, le señalamos algunos hechos que hacían singular a Tenerife, donde ancló el surrealismo de Andrè Breton, que también había pisado nuestra tierra antes de la guerra civil. Vargas Llosa seguía la conversación y la estimulaba.

El tiempo nos atrajo, a él como autor y a mi como editor a tiempo completo. Durante mucho tiempo, cuando venía por España, yo le hacía entrevistas, ya sin el método anglosajón. 

En ese territorio, el de las entrevistas, siempre entiendes mejor a los escritores y, en general, a las personas, pues es imposible que en una conversación así el otro te niegue una respuesta.

Al menos, la expresa con los ojos, y los ojos de Mario Vargas Llosa decían en seguida todo lo que estuviera en su corazón o en sus tinieblas. En ese modo de preguntar y repreguntar jamás defraudaba, porque él también había sido periodista, y yo mismo lo vi ejercer de tal en un viaje a Palestina en el que fue, además, un ciudadano espléndido.

La primera vez que lo entrevisté a fondo fue en junio de 1989, cuando viajó a recoger un premio que le dieron en Scanno, Italia, en medio de un interregno dramático, el que mantuvo cuando decidió dejar su aspiración a la presidencia peruana. Luego regresó a aquel torbellino, que años después consideraría un martirio del pasado para un muchacho que tan solo tendría que haber sido para siempre el escritor que era.

En Scanno le pregunté lo que se decía en Europa, “que usted se ha pasado de la izquierda a la derecha”. Jamás (miento: una vez pasó) he visto a Mario Vargas Llosa esquivar una pregunta, literaria, política o radicalmente humana… 

En aquella ocasión, cuando todavía se le hacían esas preguntas que luego se convirtieron en tópicas, me dijo el autor de El pez en el agua: “Yo estoy por el cambio, por las reformas radicales. No creo que hoy las reformas radicales se fundamenten en el crecimiento del Estado. En los años ‘60 yo creía que eso era posible, y en ese sentido he cambiado. ¿Pero qué es la derecha hoy en Europa?, ¿el fascismo? Yo estoy a favor de las soluciones liberales y en América Latina ser liberal es ser revolucionario. El Estado es un monstruo corrupto, y hacerlo más eficiente y más moral, dándole la soberanía al ciudadano común, es un hecho revolucionario”.

Siguió Mario, naturalmente, me habló del papel político que entonces estaba en suspenso, de su cambio de ideas con respecto a su primer maestro, Jean Paul Sartre, de América Latina (“yo soy muy crítico de los intelectuales europeos que no quieren aceptar que América Latina forma parte de una cultura europea, con sus diferencias obvias”), de China y de la URSS… 

Y le pregunté qué queda del marxista que fue cuando tenía dieciocho años: “Del marxista, poco”, me dijo, y añadió: “Del socialismo queda, sin embargo, su aspecto ético. La idea básica de socialismo, la de que socializando los medios de producción se reparte mejor la riqueza, es falsa porque no lleva al progreso económico”. Ahí invocó Mario al que luego sería su país también: “España es un ejemplo de ello, y yo le admiro mucho porque hoy el socialismo es un capitalismo disimulado con una retórica socialdemócrata”.

Lo perseguí en Italia, pues, y luego lo busqué en París en junio de 1990, cuando ya había perdido aquella elección cuyo tiempo alivió leyendo a Góngora… En París, me dijo Carmen Balcells, aparecerá en algún momento, y si aparece en algún sitio será porque va a buscar libros en su editorial, Gallimard. Mientras hacía esa vigilia en espera de Mario Vargas Llosa entré en la Librería Maeght, que estaba al lado, y di con un libro en el que el propio Mario prologaba reproducciones de la obra (sobre gordos) de su amigo el colombiano Fernando Botero.

Ahí decía el autor de Conversación en La Catedral que era normal que cuando uno ve enflaquecer a alguien lo primero que encuentra en su físico es la debilidad de sus brazos…

Al cabo de unas horas aquel hombre que venía de la derrota apareció, en efecto, por donde me dijo Carmen Balcells que vendría. Yo me acerqué a él mientras llegaba con la tentación de agarrarle los numerosos libros que, en efecto, traía en sus brazos… Era imposible agarrarle las manos, así que me conformé con su antebrazo, y ahí descubrí que, en efecto, Mario Vargas Llosa estaba tan flaco como aquel muchacho que aparece en sus antiguas fotografías de reportero ante las máquinas de escribir de su adolescencia… 

Él reanudaba la vida de escritor, que lo llevó a hacer uno de sus libros más hermosos, y más autobiográficos: El pez en el agua. Ahí no están las lágrimas, sólo una vez vi que Mario sollozara, y fue en Estocolmo, cuando se refirió a Patricia, su prima, su mujer, en el momento en que a ella Mario le apreció su gratitud en su discurso de Nobel…

Después de ese libro, que Mario presentó en Argentina en 1993, Vargas Llosa me llamó para quedar conmigo, que ya era editor, por si a Alfaguara le interesara publicar el resto de su obra… El trabajo que han hecho los que vinieron después de mi, Amaya Elezcano, Fernando Estéves, Pilar Reyes (desde hace años al frente) hizo que Mario no fuera tan solo un autor de esa casa sino un ejemplo mayor de lo que es (de lo que ha sido) por dentro y por fuera.

Por eso, porque era más que lo que se puede decir de un escritor, quisimos tanto a Mario. Y tanto le seguimos queriendo. Ahora que me viene la noticia de que se conserva en Madrid la mesa en la que escribió La ciudad y los perros siento que su espíritu seguirá también presente en aquel bar, el Jute, que ahora no existe, pero del que él hablaba como si fuera el amigo que lo vio escribir.

Fuente: Clarín

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