Alumno-profesor: La enseñanza se vuelve romance
Adriana esquiva el contacto visual, es tímida y su sonrisa, nerviosa. Confesó estar enamorada de uno de sus profesores. Lleva la cuenta: Dos años de amor idealizado. Las mejillas morenas se le ruborizan al pensar en ello. “Es una atracción resultado del conocimiento. Cuando la veo me pongo nerviosa, siento que no puedo articular oración coherente”, explicó ella. Las clases con aquella profesora son sus favoritas. “La ética se hizo para romperse”, admitió entre risas.
No hay mayor secreto en el decir que las relaciones sentimentales (y sexuales) entre alumnos y maestros son tabú. La importancia del docente dentro de la sociedad y la ética profesional no lo permiten. Los prejuicios no son laxos. En la cultura occidental la figura del docente está fuertemente asociada con el rol que desempeñan los padres en casa. El profesor representa autoridad, guía y conocimiento; una imagen jerárquica de sabiduría que se impone desde el entarimado hacia la escucha atenta de los estudiantes en el aula. El profesor es entonces, un cuidador que no tiene permitido desnudar o ser desnudado por su pupilo.
“La ética se hizo para romperse”, admitió Adriana entre risas
Damián habla sin pudor sobre sus aventuras con el profesor de música. Tenía 17 años y estaba por iniciar sus estudios universitarios. En sus clases de guitarra conoció a Paul. Los mensajes de texto eran recurrentes, hablaban de música, la pasión de ambos; y con los días, la atracción surgió inevitable. “Al principio le decía que no, pero decidí intentarlo. Nos hicimos novios”, recordó tranquilo. Damián y Paul se quedaban solos en el salón, y a escondidas, lo convertían en su espacio para la intimidad.
El romance no tardó en salir del aula. Damián esperaba a que su madre dejara la casa por las mañanas para llamar al profesor y continuaban el encuentro en su cuarto. Su relación ya era una sospecha. “Un día estábamos en la cama y mi abuela llegó; tuve que meterlo en el closet. Así pasamos el primer trimestre de la relación”, reveló el estudiante de Biología. Hoy Damián tiene 27 años.
La escuela y la familia de Damián no tardaron en conocer la historia con el profesor de guitarra. Su madre lo entendió, pero al año de relación, la academia le pidió al alumno cambio de sede o el abandono de sus estudios. “No tengo problemas con que publiques mi nombre. No me dio miedo, toda la ética me parecía una estupidez”, dijo. Menciona a Paul como un profesor que a pesar de su romance, nunca dejó su papel como educador. “No había preferencia, en eso sí fue profesional”, continuó Damián. La relación duró dos años y tres meses.
Adriana, a diferencia de Damián, vive su admiración desde las sombras, en el silencio. Ella dice que su romance es un imposible (o por lo menos lo parece). “Fantaseo que ella me corresponde; pero no es algo sexual, no me lo permito”, explicó cohibida.
La moral y los valores éticos se presentan en nuestras sociedades como piedras antiguas e irrevocables; mandamientos naturales, poseedores de una verdad absoluta sobre la conducta de los individuos. Reglas que no se cuestionan porque explican el qué somos y cómo debemos serlo. Cuestionarlo resultaría tedioso.
Los individuos que desempeñan tareas pilares (como la docencia, la medicina, el servicio militar) importan entonces en función de lo que hacen, no de quiénes son. La persona detrás del profesor se arrincona, desaparece. Está prohibida. Estos seres no pecan, no se resbalan, más bien, no deben hacerlo. El romance, el dolor y el deseo nos parecen lugares demasiado humanos para ellos. Es por eso que Damián fue obligado a dejar sus estudios de música y la historia de Adriana tiene un desenlace incierto, cítrico,vergonzoso. Ella describe a su profesora como un espectro superior, inalcanzable. Una fantasía pecaminosa, más bien irreal.
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