El mecanismo perverso que todo lo devora
«A veces al anochecer tengo escalofríos, como si algo siniestro me estuviera vigilando», murmura el expolicía, y sale a fumar a la calle silenciosa. Fue un gran detective de crímenes financieros, molestó al poder y debió resignarse al retiro. Ahora su vida se reduce a un taller lleno de fotos y expedientes y a un matrimonio resquebrajado; mientras cuida a su hija autista no puede evitar investigar desde las sombras la operación Lava Jato y aportarles a sus viejos camaradas de la Policía Federal los datos y las intuiciones que tiene. De repente, observa que brotan aguas servidas de su propia vereda. Parece una simple metáfora de la maloliente descomposición política, pero al día siguiente se lo ve con un empleado de la compañía; se llama Alfredo y le da una mala nueva: reparar la cloaca le llevará tres semanas, según el procedimiento normal. ¿Hay alguna alternativa? «Sí, gente que lo hace sin pasar por el sistema, como el señor Joao -le responde, y le extiende una tarjeta-. Dígale que Alfredo lo recomendó». Joao llega en un auto destartalado, junto con su nieto, que revisa la tubería y formula un diagnóstico rápido. Tardarán un día entero en reparar la rotura y costará 600 reales. Por un caño parece mucho. «Los gastos son altos -le explica el viejo plomero informal-. El tubo sale 80, 50 para mi nieto, 150 para mí y 320 para Alfredo, el empleado de la compañía de aguas que me recomendó». El expolicía, un poco mosqueado, quiere saber por qué Alfredo cobra tanto. La respuesta es muy simple: porque él también tiene que repartir las ganancias entre sus jefes.
A continuación, el expolicía entra en su taller y mira una vez más cómo su hija autista sigue hipnotizada con la pantalla de su tablet, donde aparecen imágenes repetitivas de círculos concéntricos, una espiral de colores que nunca se detiene. El expolicía ha visto esos fractales en infinidad de ocasiones, pero de pronto parece como si los viera por primera vez. Va hacia un pizarrón donde ha pegado en redondo carteles de Petrobras, las empresas constructoras, los lavadores de dinero y los operadores y funcionarios políticos, y dentro de ese círculo de conexiones clava ahora la orden de visita de Alfredo y la tarjeta de Joao. Se aleja un poco para ver en perspectiva el dibujo completo, y después llama a su mustia mujer. Entre susurros, como si temiera ser oído, pero a la vez extasiado por una idea fulminante, pronuncia entonces su conclusión: «Es algo infinito. Infinito. Una manera de operar que se alimenta de sí misma. El mecanismo está en todo. En todo. Desde el gobierno federal hasta el señor Joao. En lo macro y en lo micro. Es un patrón. El poder económico y los funcionarios públicos actúan juntos. Los políticos nombran a los directores de las empresas estatales, quienes asignan las obras: siempre los mismos contratados. Estos cobran de más por el proyecto y devuelven parte del presupuesto a los políticos y directores en forma de soborno. El sistema se perpetúa a sí mismo. ¿Entiendes? Desde Petrobras hasta la compañía de aguas. Desde Odebrecht hasta Joao y su nieto. El mecanismo está en todo. Desde el fraude en el parquímetro a la identidad falsa para algunos descuentos, el soborno para que el oficial no te multe. Y así, los ricos cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. No existen partidos. No existe ideología. No existe la izquierda o la derecha. Quien gobierna tiene que mantener las cosas funcionando. Es el patrón. Y fue lo que eligió a todos los presidentes hasta hoy. A todos. Quien se niega a ser parte de eso, no tiene futuro». El expolicía acaba con lágrimas en los ojos.
Estas escenas, estos monólogos luminosos y a la vez sombríos, son parte de O mecanismo, la serie de Netflix que indignó a Lula y a Dilma, y que está levantando una fuerte polémica en la convulsionada patria del Lava Jato. La tira cambia algunos nombres (apenas disimulados, aquí restituidos) y se toma licencias literarias, pero está basada en el libro Lavado de autos, el juez Sergio Moro y el detrás de escena de la operación que sacudió a Brasil. Esa crónica pertenece a Vladimir Netto, multipremiado reportero de O Globo y vicepresidente de la Asociación Brasileña de Periodismo Investigativo. Y el corolario de estas anécdotas que el expolicía vive y sufre en carne propia ratifica algunas sospechas y refuta trivialidades e idiotismos. Para empezar, confirma que la corrupción constituye en nuestras naciones un fenómeno arraigado y transversal, y que cuando el mal ejemplo cunde en lo alto de la pirámide, produce contagio e imitaciones en su base. También desarma el argumento progre según el cual los escándalos repetidos son monocromáticos y unidireccionales, y responden a conjuras imperialistas y mediáticas. Solo en Brasil, hay detenidas figuras de 14 partidos; en el resto de América Latina caen como moscas progresistas, populistas, liberales y conservadores sin distingo. Y la novedad es que no se derrumban solos, sino muy bien acompañados: gerentes y accionistas de corporaciones privadas son arrastrados por el remolino y terminan procesados o directamente entre rejas.
El caso de Lula resulta triste y paradójico. Mucho más cerca de Bachelet que de las chapucerías antirrepublicanas de Chávez o Cristina, el líder del PT se consideraba un «socialista de extrema democracia»: sus gobiernos robustecieron las instituciones. Sin ir más lejos, fueron las gestiones de Lula y de Dilma las que impulsaron leyes fundamentales, fortalecieron el presupuesto y la autonomía del aparato judicial, y empoderaron a la Policía Federal para perseguir a ladrones de guante blanco. Encendieron una trituradora que terminó triturándolos a ellos mismos, puesto que el juez Moro es producto de esa agresiva política de transparencia. Investigadores que lo conocen en persona, aseguran que se trata de un magistrado parco y riguroso, que instruye un expediente sólido y que en su momento estudió el Mani Pulite: sufre toda clase de presiones corporativas y partidarias, pero su única prevención radica en que todo este proceso no acabe en la antipolítica; las pesquisas de su colega el fiscal Di Pietro demolieron la credibilidad de la dirigencia y alumbraron a Berlusconi.
En la serie de Netflix se puede apreciar cómo el juez Moro confina por un tiempo a notorios empresarios en temibles prisiones de máxima seguridad con el único objeto de ablandarlos, y también cómo funciona la delación premiada, única herramienta para quebrar la omertá de poderosos que cuentan con múltiples resortes para seguir libres. En nuestro país, integrantes del oficialismo y de la oposición, junto con desesperados caciques del empresariado local, han logrado por acción o por omisión que esa praxis no se pueda aplicar, con lo cual está en plena vigencia el garantismo para corruptos. La ley del arrepentido es defectuosa porque ofrece escasos incentivos; la delación premiada brilla por su ausencia, y el caso Odebrecht no avanza en la Argentina por «incompatibilidades judiciales», y nadie se agita. Aquí el sistema está formateado para la impunidad, y Cambiemos no sabe, no puede o no quiere ir a fondo. A pesar de que tiene el mandato electoral de hacerlo, a la hora de los bifes retrocede, huye hacia adelante o se resigna perezosamente a las ocurrencias de operadores de la vieja y turbia escuela. Se encuentra, sin embargo, en una encrucijada histórica: abrir la caja de Pandora o dejarse devorar definitivamente por el mecanismo.
Crédito: La Nación
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