(ARGENTINA) El peronismo de Dios, el de Trump y el del miedo

El profesor Rouquié, a quien Perón le confesó alguna vez en Madrid su porfiada y tardía admiración por Mussolini, aceptó hace unos meses un simpático juego de mesa: «¿Qué le preguntaría si lo tuviera acá?», le propuso Carlos Pagni. «A Perón hoy le preguntaría si sigue siendo peronista», improvisó el historiador francés, y a él mismo le pareció una respuesta enigmática. Es uno de los grandes estudiosos del justicialismo y no ha podido sustraerse incluso a ciertas páginas de admiración. Su réplica fue automática pero certera, no solo porque las mutaciones del General resultaron múltiples y laberínticas, y porque sus continuadores desdibujaron aún más, con sus sucesivos disfraces, el concepto original del «ser peronista», sino porque también desnuda el profundo caos identitario que ahora aqueja al poskirchnerismo. Esta confusión beneficia siempre al proyecto definido y radicalizado de la Pasionaria del Calafate, y convierte al no cristinismo en una antología de la ambigüedad y en una cáscara vacía. El asunto cobra especial relevancia puesto que algunos inversores no solo le exigen a la coalición un ajuste colosal y piantavotos y, a su vez, garantías concretas de gobernabilidad; también le piden un plan B que les cure el insomnio: presumen que Macri quiere ir a los penales con Cristina, y que esa nueva polarización resultaría riesgosa e infartante; requieren en consecuencia que el oficialismo tenga un rasgo de supremo patriotismo y propicie la consolidación de un «peronismo racional». Una versión que ofrezca continuidad con cambio, y no ruptura con vendetta. ¿No será mucho? En principio, ese peronismo competitivo podría eventualmente ganarle a la arquitecta egipcia en la primera vuelta y propinarle a continuación una paliza electoral a Cambiemos. Y en segundo lugar, ¿tiene poder el Gobierno para crear a su propia oposición? Parece bastante improbable. Aquí, por lo pronto, están fallando todos: la mayoría de la población cree que Cristina es la responsable de esta crisis y que Macri es incapaz de solucionarla, con lo que la contienda del año próximo se dará probablemente entre dos culpables. Pero un 30% de la sociedad despliega un discurso antipolítico: que se vayan todos. ¿Podría un nuevo peronismo meter cuña en ese redil?

No se puede analizar el asunto sin antes contar «lo no dicho» de la política argentina. Una larga y silenciosa multitud de dirigentes, empresarios, comunicadores, artistas, jueces, fiscales y ciudadanos de diversos oficios y ocupaciones temen el regreso del autoritarismo. No se trata solo de una aversión ética e ideológica, sino de una prevención personal: aquí una fuerza tiene un proyecto antisistema y jacobino, que promete en su regeneración no repetir el «error» de haber sido demasiado blando, lo que anticipa una fulminante acción de escarmiento simbólica pero recargada. La venganza será terrible, y los primeros que la sufrirán serán los «traidores», muchos de los cuales coquetean dentro del peronismo con sus futuros verdugos; las otras víctimas inmediatas serán por supuesto los periodistas, a los que responsabilizan por las derrotas de 2015 y 2017: también en esto algunos camaradas ingenuos hacen favores involuntarios creyendo que se salvarán de la guadaña, o que en realidad esta ni siquiera los rozará, y practican así la alegre doctrina de entrevistar en pie de igualdad a Eliot Ness y a Al Capone. Lo cierto es que la amenaza implícita de una facción inspirada en el desgraciado espíritu intolerante de los 40 y los 70 introduce un matiz dramático en toda la discusión democrática. El cristinismo apuesta a un 2001 para garantizar su triunfo (algunos de sus muchachos trabajan en el conurbano para alentar saqueos) y cuenta con la ayuda de ciertos conversos del PJ bonaerense (aparato que generó el mayor tobogán social de las últimas tres décadas) para instalar la idea de un inminente Apocalipsis. Se trata del peronismo del miedo.

En la vereda de enfrente, otro peronismo busca su identidad, mientras los barones hablan de la única convicción que poseen: «cuidar las sillas». Un cuadro serio como Omar Perotti se acerca al meollo, pero resbala al decir: «Si hay alguna desconfianza en el mundo es hacia el Gobierno, no hacia el peronismo». Esto es parcialmente cierto; las naciones desarrolladas dudan de que Cambiemos pueda encauzar el barco. De lo que no dudan es de que el peronismo ha producido estropicios de toda clase, y de que aparece como el principal propulsor de la insólita decadencia argentina.

Rouquié sostiene, al respecto, que el peronismo sobrevivió precisamente porque supo adaptarse al «paisaje geopolítico». Cabalgar la ola en cada fase histórica. Conectó con el nacionalismo social de Italia y Alemania, con el desarrollismo de la posguerra mundial, con el efervescente guevarismo sesentista, con la consolidación democrática de la nueva Europa, con el neoliberalismo del Consenso de Washington y con el neopopulismo latinoamericano de Lula y Chávez. Hoy, este último formato parece haber pasado de moda, y asoman otros híbridos en un planeta donde, como indica Malamud, no acontece una tormenta política, sino directamente todo un cambio climático, con poderosos que se empiezan a cerrar a la globalización, y centristas que resisten el vendaval. Rouquié avanza un poco más y le pone palabras a un presentimiento: «Trump es la prueba de que el peronismo puede resurgir». La ocurrencia de que el mundo se está «peronizando» y la admiración secreta por la táctica económica del presidente de los Estados Unidos sobrevuelan las mentes de quienes hablan de un «centro nacional», pero no descartan posicionarse en un populismo de derecha. Esa jugada no reduciría los insomnios, dado que al contrario de equilibrar el sistema le generaría una nueva tensión, cuando de lo que se trata es de que el «peronismo republicano» (para algunos un oxímoron, para otros una utopía refundacional) sea un socio bipartidista de Cambiemos. El kirchnerismo, por otra parte, transformó el país en uno de los más aislados de Occidente, y Cambiemos no logró todavía abrirlo en serio, pero aun así suena verosímil que ocupados la izquierda y el centro, algunos se tienten con el único andarivel vacante. La mano dura de Massa y la política de inmigración de Pichetto no desentonan con esa melodía.

Otros justicialistas creen ver en el Papa la añorada solución geopolítica. Bergoglio, que llenó de justicialistas los obispados, quiso pero no logró convertir Santa Marta en Puerta de Hierro, ni liderar verdaderamente al peronismo: Cristina y Pichetto votarán a favor de la legalización del aborto, y el Frente Renovador permanece indiferente a sus directivas. Francisco carece de un operador político de envergadura en la patria, y su voz ha ido perdiendo potencia en Europa. Bajo sus narices, en Italia, una alianza entre dos populismos antagónicos se ha librado de su tutelaje y va en contra de su prédica crucial a favor de los refugiados. Los intelectuales españoles y franceses ya no lo toman en cuenta, y su diplomacia no permitió superar ninguno de los graves conflictos que azotan a América Latina. Ha consentido que se hostigue al Gobierno desde los púlpitos, pero no ha logrado ningún éxito en la articulación opositora, ni ha demostrado astucia de alto vuelo. Pecados mortales para cualquier discípulo de Perón. Escéptico de las divinidades, Borges compuso alguna vez una humorada corrosiva: «La gente decía que Dios era peronista. Qué gusto el de Dios; no me extraña».

Crédito: La Nación 

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