Algo mucho más grande de lo que pensamos
En esta hora de arrepentimientos escabrosos, sobre el filo de la navaja de la sanación y el incendio total, los argentinos no pueden permitirse el lujo de engañarse a sí mismos: sería un grueso error de apreciación y candidez presumir que la voraz recaudación ilegal del kirchnerismo conectaba únicamente con la codicia de sus caciques y con el financiamiento de sus campañas. El enriquecimiento personal y los fondos para el proselitismo resultaban apenas una porción de la gran torta. Que tuvo, como ahora se constata, dimensiones oceánicas y que todavía resulta inmensurable. El primer fenómeno reviste rasgos individuales y fue en los hechos el «efecto derrame» del sistema corrupto, la «indemnización» por el peligro que corrían y por la fidelidad y silencio que manifestaban sus jerarcas y ejecutores en los distintos niveles: exfuncionarios del «socialismo nacional» cobraron esos servicios en mansiones, hoteles, empresas, aviones, barcos, estancias y abultadas cuentas en el exterior. El segundo fenómeno constituía, en paralelo, la masa crítica necesaria para mover el colosal aparato cada vez que tocaba validar el «proyecto» en las urnas. Pero hasta allí el asunto no difería conceptualmente demasiado de anteriores experiencias históricas; hace rato que políticos afanaban para la Corona (y engrosaban de paso sus laxas billeteras) y que muchos empresarios locales y multinacionales se habían acomodado a la realidad constante del aporte trucho y de la coima. Es el carácter aluvional de la corrupción durante la «década ganada» lo que precisamente modificó todo el escenario: Néstor Kirchner pretendía, bajo diversas formas (como el «capitalismo de amigos» y los infinitos bolsos bajo la mesa), instalarse como el «poder permanente» y lograr una riqueza tan portentosa que le permitiera colonizar el pensamiento y hegemonizar para siempre la política y el manejo del Estado. Ese programa totalitario encanta a algunos intelectuales y militantes, pero representa algo muchísimo más grave que la emblemática y folclórica avaricia de su líder abrazando una caja fuerte, la adicción por la cultura Louis Vouitton de su señora viuda o la explosiva prosperidad de esa familia tan normal y de todos sus adláteres. El kirchnerismo quiso (y quiere) romper la democracia plural e instalar un régimen de circuito cerrado, un feudo a gran escala. Sus adherentes más fanáticos presienten, por lo tanto, que robar para la causa es patriótico, algo parecido a lo que las «formaciones especiales» hacían en los años 70 con el «impuesto revolucionario». Lástima que esta vez la plata «expropiada» no salía del capital privado, sino del ciudadano raso, puesto que los sobreprecios y los retornos se hacían a costa del erario y del consecuente empobrecimiento general y la triste decadencia de la población de a pie. Es así como el kirchnerismo robaba al pueblo para «salvar» al pueblo, cruel y escandalosa paradoja de esta «izquierda» reaccionaria.
Muchos hombres de negocios acompañaron esta intentona, siempre autoeximidos de su compromiso social y republicano, y encubriendo su miserable cobardía estructural bajo la coartada de que «muchas familias» dependían de ellos. Qué conmovedor. Por la mañana entregaban bolsos llenos de fajos en los estacionamientos subterráneos y por la tarde peroraban en cafés de periodistas sobre la seguridad jurídica. Apostaron acertadamente por el Frente para la Victoria, no solo porque ya conocían las reglas, sino porque se garantizaban así el ocultamiento de sus pecados y la prescripción de sus delitos. Macri ahora es un traidor al establishment, a su clase y a su propia genealogía: se creyó de verdad esa gilada de la independencia de poderes, levantó el cepo judicial y deja que las llamas los calcinen. Le envían mensajes, algunos directamente mafiosos; buscan que intervenga para limitar los daños y encapsular las causas. Y ponen el énfasis en algo terriblemente cierto: la demanda de decencia choca hoy con la demanda de reactivación. En el mediano y largo plazo, este proceso de purificación le otorga a la Argentina una credibilidad inédita frente al mundo. Pero en el corto, se derrumban las acciones de compañías que cotizan en la bolsa de Nueva York, caen en picada los bonos, se frenan contratos, se ingresa en períodos de incertidumbre y los muchachos de Wall Street conjeturan, con brocha gorda, que esta secuencia resultará calcada del Lava Jato, por lo que elevan el riesgo país y pronostican una recesión que en Brasil duró hasta veinticuatro meses. Ya ven: el capitalismo financiero, en los hechos, también corre en auxilio de los corruptos. Y varios analistas locales les confirman en privado esos malentendidos y sospechas; les anticipan que varios bancos estarán en breve también bajo la lupa (es verdad que con tanto movimiento de billetes resulta asombroso lo bajo que sonaban sus alarmas), les recuerdan que a todo esto se suman los acuerdos entre fiscalías por el caso Odebrecht y les cuentan incluso que aún no se ha probado en este ecosistema enfermo que la gobernabilidad sea factible sin corrupción.
Es cierto que desde lejos los espectaculares acontecimientos pueden llamar a estupor y a engaño. Un exvicepresidente de la Nación es condenado por primera vez en la historia y va preso. Un juez federal retirado confiesa presiones para cerrar causas de enriquecimiento y sobornos, que hoy amenazan con ser reabiertas. Un exjefe de Gabinete admite haber recibido fondos ilegales. Una serie de empresarios y gerentes se autoincrimina para salvarse, y deja al desnudo un vasto y turbio mecanismo de cartelización. Un primo de Macri admite haber aportado sumas de dinero negro al gobierno de Cristina. El chofer de los cuadernos le consiguió a su pareja una casa en el complejo de Madres de Plaza Mayo. Y en Ecuador, retiran la estatua de Néstor de la sede de Unasur por ser «una apología del delito y de la corrupción rampante». Venalidad, mafia, grotesco y surrealismo.
Aunque este no sea exactamente el Lava Jato, se ha desatado en la Argentina una dinámica que puede cambiarlo todo. Un vendaval revulsivo y transformador que en el fondo nadie maneja y que destruye supuestos y relativiza profecías. Y que trae tanto satisfacción como miedo, puesto que junto con el fin de la impunidad navega el riesgo de la generalización, en un contexto económico decididamente malo; factores que pueden llevar a pensar a una buena parte del electorado que aquí quienes no son chorros, son ineptos. El gran desafío de Cambiemos consiste en enderezar el barco a tiempo, puesto que los inversores no vienen si gana Cristina, no vienen si pierde, no vienen si hay corrupción y no vienen si se la castiga. No vienen. Y a esto se suman convulsiones externas, errores propios y vulnerabilidades domésticas, y un hecho trascendental que también ocurrió esta semana: miles y miles de jóvenes de una y otra vereda que despertaron a la política con la polémica del aborto, han tenido una experiencia religiosa y traumática con la sesión del Senado. Verdes y celestes, cada uno con sus estilo y convicción, se han asomado allí por primera vez a la mediocridad, la vetustez, al oportunismo y en muchos casos a la ignorancia profunda de una dirigencia que los espanta. Todo Mani Pulite es una oportunidad regeneradora, siempre y cuando no derive en un sentimiento antipolítico y antisistema, y en el requerimiento de un nuevo «hombre providencial» que venga a salvarnos. Dios nos salve, una vez más, de esos salvadores.
Crédito: La Nación
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