La vitrina ajena
Inadvertidamente, nos hemos desacostumbrado a las vitrinas comerciales. Cada vez más escasas, perdemos la noción de la libre oferta de bienes y servicios que, por ahora, relegamos a la mirada digital, cuyo ámbito – paradójicamente – es impersonal.
Cierto, la consulta de las redes permite ciertas exactitudes sobre la calidad y el precio que ayudan a economizar el tiempo de la persona interesada, automatizándose el pago y la posesión del producto. Sin embargo, no permite tocarlo, palparlo y negociarlo con la prontitud deseada.
Huelga comentar la quiebra galopante de los locales comerciales en una ciudad que también le dispensaron prestancia, por las razones ya consabidas. Nos importa más destacar la familiaridad que sostuvimos con vidrieras muy diversas, algunas impresionantes, en distintos ramos (ropa, discografía, electrodomésticos, zapatos, etc.), por cierto, convertidas en promesa al obligarnos a ahorrar para adquirir aquello que inmediatamente el bolsillo no permitía.
Recordamos muchas librerías por la deslumbrante escena de una oferta que requería de la destreza arquitectónica del acomodador de vitrina, desplegando las portadas que jerarquizaban la importancia de varios autores. Es más, todo escribidor de oficio aspiraba un cupo, por modesto que fuese, en esta suerte de escenario teatral de las novedades que importaban al mundo editorial, aunque muchas veces, conocidos y desconocidos, resultaban un fiasco.
La ágrafa dictadura socialista ha logrado distanciarnos de la mirada de la libre elección que sugiere toda vidriera, porque la sustituye por una reja o santamaría grisácea al acabar con toda actividad comercial que se precie. Por curiosidad, preguntamos a algunos niños promediando los diez años de edad, y ninguno se ha asomado antes al ventanal multicolor de una librería, ni siquiera para jugar con el reflejo de una cristalería tan exquisita, como la de los impresos.
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