(ARGENTINA) Cuidado con subestimar a los «invisibles»
Parece que somos una amenaza mundial. Un funcionario imaginario del Ministerio de Agricultura de Francia nos alude de manera sombría; luego nos trata irónicamente como «el enemigo». Su interlocutor, un experto en la materia, sabe que nuestro campo podría alimentar a seiscientos millones de personas. «Y el nuevo gobierno, con su política de devaluación del peso, lo ha comprendido muy bien; esos cabrones van a inundar literalmente Europa con sus productos», piensa con amargura. La Argentina puede «perjudicar mucho» al Viejo Continente, no solo con su carne deliciosa, sino también con soja, fruta, azúcar, leche, maníes, cereales y girasoles.
Los negociadores de la UE hacen caso omiso del peligro argentino, pero los agricultores locales están decididos a pelear. Michel Houellebecq, el más exitoso y polémico novelista político de nuestra era, anticipa con esta ficción la revuelta de los «chalecos amarillos», cuyo núcleo duro estuvo formado por los amenazados chacareros de «la France». Este escritor nihilista e iconoclasta, especialista en profecías prontas a cumplirse, predijo en Serotonina el malestar que se amasaba secretamente en su república. La novela es un best seller en las dos orillas, y traza una irritante alegoría sobre el presunto hundimiento de Europa, que según Houellebecq se producirá a raíz del obsceno hastío pequeñoburgués (la prosperidad idiotiza) y merced al apego «irracional» a la globalización. De más está decir que el libre comercio internacional -atención antiglobalizadores del Tercer Mundo- es la gran oportunidad que se les presenta a modestas naciones como la nuestra, y es evidente, a su vez, que entraña un cierto riesgo económico para superpotencias como la suya, algo que los pedantes intelectuales «emancipadores» de la izquierda nunca nos habían advertido.
En París están acostumbrados a la clarividencia corrosiva de las fábulas de Houellebecq, pero los periodistas, los observadores y las elites se preguntan igualmente cómo puede ser que ellos, provistos de encuestas, de experiencia politológica y de redes sociales, no hayan sido capaces de anticipar el fenómeno, de detectar mucho antes a «los invisibles». Porque realmente no los vieron venir. Provenientes de poblaciones y segmentos sociales que no registra el radar y que de pronto sacuden las urnas (Estados Unidos, Brasil) o las calles (Francia), los «invisibles» son los novedosos protagonistas de estos tiempos de rebeliones sorpresivas y democracias instantáneas.
Una doble pregunta pertinente se cae de maduro (con perdón del apellido): ¿hay «invisibles» en la Argentina? ¿Y cómo actuarán en las próximas elecciones? La respuesta solo es conjetural, puesto que estamos muy lejos de la fecha decisiva, aunque prima facie nuestros «invisibles» podrían elegir cualquiera de las tres opciones que rompan la idea cristalizada del empate: un lapidario castigo que arrase con el oficialismo y entronice a su archienemiga (con Cristina estábamos mejor); un arrasador respaldo reeleccionista, formado de convicción republicana más pragmatismo y un toque fundamental de resignada opción por el mal menor (con Macri antes que con Venezuela). O el más invisible e inesperado de los caminos: una ola que rompa la polarización y erija una alternativa nueva e intermedia (Cristina y Mauricio fracasaron). Esta última versión resulta hoy altamente improbable según los especialistas en sondeos, pero ¿quién puede descartarla en esta nueva época de asombros fulminantes?
Cuando el excepcional ciclo alcista de las commodities acabó, en 2012, países como Chile, Perú y Colombia fueron responsables, pusieron el freno de mano y aplicaron vacunas. Las demagógicas administraciones de Brasil y la Argentina, en cambio, resolvieron seguir expandiendo el gasto como si nada hubiera ocurrido, y se fueron consumiendo cajas y recursos; crearon un déficit pavoroso, entraron en duras contorsiones y recesiones, y perdieron el poder. Cambiemos, para tomar solo un aspecto del problema heredado, se vio obligado a aumentar las tarifas eléctricas siguiendo esta secuencia terrorífica: un 350% el primer año, un 150% el segundo, un 70% el tercero y un 40% el cuarto. Las tarifas del gas se incrementaron en similar cadencia: un 200% el primer año, un 100% el segundo, un 50% el tercero y un 35% el cuarto. Hay muchos otros ejemplos estadísticos extremadamente dolorosos en esta inédita fase de indomable estanflación pospopulista. ¿Puede ser convalidada una coalición política que, obligada a pagar la monstruosa inconsistencia, solo se ha destacado por dar malas noticias económicas? ¿Se le puede perdonar la mala praxis al jefe de la Brigada de Explosivos, se lo puede igualar con quien dejó la relojería del trotyl bajo nuestra cama, o para el imaginario popular ya es y será inexorablemente el responsable de los estallidos? Y la Pasionaria del Calafate, ¿quedará libre de culpa y cargo de los desastres de Kicillof y Moreno? Es más o menos claro que la corrupción resultó crucial en la debacle de Lula y su troupe, y que extrañamente no desgasta por el momento la intención de voto de la reina del Instituto Patria. Pero una cosa es retener a los fieles e históricos, y otra muy distinta saltar el cordón ideológico y cautivar a la clase media independiente.
Con este cuadro general, cuesta entonces creer que pueda ganar el oficialismo, y también cuesta creer que pueda ganar la oposición. La encerrona deja servida, por pura lógica de descarte, la oportunidad del tercero excluido. De hecho, el asunto funciona como teoría consistente hasta que al juego de mesa se le colocan los nombres propios. Entonces, el castillo de naipes tiembla o incluso se derrumba. Porque Lavagna y Urtubey, dos figuras interesantes, reman desde muy atrás, y porque Sergio Massa es un conspirador con megáfono. El articulista Gustavo González reveló esta misma semana en Perfil el plan secreto del Camaleón de Tigre. Que consiste en criticar despiadadamente a la Casa Rosada, y hacerlo incluso más allá de sus convicciones íntimas: esa impostura calculada le permitiría posicionarse como el verdugo crucial de Cambiemos y eso supuestamente le restaría unos cinco puntos a la arquitecta egipcia, con quien se sentaría al final para demostrarle, cifras en mano, que ella perdería en un ballottage y que por el bien de su libertad ambulatoria y la de sus hijos sería mejor ceder el lugar y respaldarlo a su exjefe de Gabinete en esta cruzada. El plan de Massa implicaría hasta entregarle a ella, si fuera necesario, lugares destacados en un próximo gobierno y, aunque González no lo dice, canjear votos por impunidad. Se sabe que para ser perdonado y obtener la confianza de la doctora hay que rezar públicamente una sola cosa: «Cristina es una perseguida política», sapo que están tragándose muchos justicialistas penosos, sin rumbo ni límites. Otros interlocutores de Máximo Kirchner, sin embargo, conversan en el más estricto silencio. Y así logran, insólitamente, que el «progresismo» más ingenuo siga teniéndolos en cuenta para otra posible alianza blanca y virtuosa. Vaya paradoja: almas bellas que anhelan la ayuda de quienes imaginan en última instancia un pacto oscuro.
La llamada «ruta del dinero K», la causa Hotesur y la investigación de los cuadernos son tres Watergate juntos, y multiplicados por cien. Relativizar el mayor escándalo de venalidad de la historia vernácula es una verdadera traición a la patria, y confraternizar con quienes la perpetraron, y con quienes además siguen reivindicando el chavismo y la destrucción institucional de la democracia, un preocupante signo de descomposición del movimiento peronista y de sus aliados atolondrados. Aunque es cierto: tal vez ninguno de estos escandalosos enjuagues les importen a los «invisibles» argentinos. Serán ellos los que decidirán, en definitiva, la batalla. Hoy por hoy, todo suena inverosímil. Ni Michel Houellebecq sería capaz de adivinar un resultado comicial en ese país del fin del mundo que podría efectivamente darles de comer a seiscientos millones de personas y que, por su propio ombliguismo y estupidez, ha fabricado durante décadas hambre, miseria, vileza y fracaso.
Crédito: La Razón
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