(ARGENTINA) Un nuevo Scioli para Cristina
Los mitos tienen más poder que la realidad, decía Camus. Y nada se parece más al pensamiento mítico que la ideología política, sostenía Lévi-Strauss. El evitismo se ha consagrado siempre a la trémula leyenda invulnerable de Eva Perón, y su aspirante a discípula pretende inscribirse en esa corriente de la literatura de los inquebrantables santos pobristas. La Pasionaria del Calafate sabe o intuye que la construcción de su propia mitología, con su contabilidad creativa y su relato vindicador, es más relevante que cualquier otra cuestión terrenal. Y una vez cristalizado, el mito no se mancha. No debe mancharse bajo ninguna circunstancia, porque es el insumo principal de todo líder populista. Ahora bien, ¿cómo se practica un populismo sin plata y se esquiva, al mismo tiempo, el daño a ese activo primordial? Para gobernar sobre la mishiadura, con una soja de precios bajos y vientos huracanados de frente, con una deuda financiera a reprogramarse y algunos sacrificios que deben seguir llevándose a cabo si no se quiere volar en mil pedazos, hay que abandonar la intransigencia, hacer concesiones y sacarse fotos poco heroicas. Néstor tuvo que hacerlo en los inicios, pero Cristina se ahorró todos esos disgustos. Quedó intocada. Y cuando le llegó la hora de la «sintonía fina» aguantó apenas dos semanas: el ajuste necesario corroía el mito y eso era intolerable. Así que ordenó avanzar quemando reservas y cajas y naves, y tratando por todos los medios de no pagar la fiesta. El exceso de mitología extrema y mitomanía manifiesta, en aquellos años lastimosos, le puso un techo al kirchnerismo. La unción de su aborrecido Daniel Scioli como candidato presidencial resultó una tácita admisión de derrota: el sectarismo no rendía; la obligaba a buscar un peronista amplio para ganarle a Macri. Con la religión pura no se le ganaba, y aun así se perdió. Por supuesto, la Gran Scioli consistía en que el obediente levantara el cepo, negociara con los holdouts, bajara el déficit fiscal y montara el ajuste tarifario. Para custodiarlo de cerca, pero a prudente distancia, se le colocaba en la línea sucesoria a un incondicional: Carlos Zannini. Mientras Scioli se fuera incinerando, el cristinismo se distanciaría; tal vez incluso terminaría destituyéndolo si «traicionaba» los principios, eso sí: después de haber hecho todo el trabajo sucio. Tres años y medio más tarde, las condiciones parecen más o menos las mismas, aunque con un agravante: la sombra de la cárcel. El mito peronista no se mancha con la corrupción; para ellos siempre es una «persecución» creada por la rediviva Unión Democrática, y a lo sumo el castigo del Imperio y de los poderosos por haberse atrevido a la «emancipación» y por haber hecho caja para la «revolución en paz». Por robar para la Corona. El mito evitista solo se mancha cuando los votos confirman el fin de la invencibilidad (el populismo se queda sin pueblo) o cuando se renuncia a los mandamientos sacrosantos de la radicalización (se dobla y además se quiebra). La jefa ahora decide un «renunciamiento» de mentirita que la colocaría eventualmente en el antiguo sitial de Zannini, esa garita confortable a la que no llegan las salpicaduras y desde la que se puede disparar a discreción y con munición gruesa. Alberto Fernández es el nuevo Scioli, un hombre destinado a trabajos forzados y malas noticias, que puede además atraer a justicialistas alérgicos, seducir a periodistas y jueces, y armar en estas semanas unas primarias a tiempo que unifiquen al peronismo para derrotar a la coalición de los cipayos. Si consigue su cometido, Fernández no solo logrará preservar el mito de Cristina; también su libertad ambulatoria. Que no es poco. Hay un problema: el mito efectivamente no se mancha, pero la arquitecta egipcia sigue siendo, aun en este falso segundo escalón, la gran mancha venenosa. Nadie con dos dedos de frente dentro del peronismo puede creer que Alberto tendrá autonomía, como podía llegar a presumir algún distraído con Daniel Scioli. Y nadie, en su sano juicio, puede pensar que otro dirigente podría ganarle a Cristina esa interna; tampoco que, una vez derrotado, conservará una carrera política o un lugarcito bajo el sol: el Ministerio de la Venganza y la Secretaría de la Demolición siempre empiezan por casa. Pero lo esencial es que la presencia del kirchnerismo en cualquier frente electoral convierte automáticamente a esa facción en un movimiento antisistema. El kirchnerismo en sangre es una patología contagiosa y chavista, sospechosa siempre de pretender arrasar con la Constitución nacional, desarticular el Poder Judicial y aplicar otras ocurrencias salvajes y antirrepublicanas que el Instituto Patria estudia sin disimulos. El peronismo será republicano o no será nada, anunció Juan Schiaretti la semana pasada. ¿La consagración de la fórmula Fernández y Fernández logrará cautivar al gobernador y a sus compañeros disidentes? ¿Todos unidos triunfaremos?
Es obvio que Cristina no ha creído en las encuestas que la daban como «inevitable» ganadora. Le resultaba, como a muchos, completamente inverosímil ganarle en el último tramo a Cambiemos, por lo menos sin la ayuda del resto del peronismo, que ella sojuzgó: empezó por los «suturados» y ahora ofrece como anzuelo a Alberto para los más distantes. No es tan obvio que la movida esté terminada ni sea genial. Primero porque es una partida abierta y no se sabe qué naipes seguirán jugándose a lo largo de estas semanas electrizantes: Fernández es un negociador de paño verde y nadie puede estar seguro de que no termine bajándose si al final hay un nuevo acuerdo, aunque quizá los muchachos no puedan evitar entonces la amarga impresión de una gran y desesperada chapucería. En segundo término, porque Cristina Kirchner ya se equivocó muchas veces en los armados para las contiendas comiciales: en la última cita perdió con Esteban Bullrich. Algunos, como Duhalde, opinan de hecho que acaba de cometer un terrible error táctico, al nivel de la quema del cajón de Herminio: «Cuando me contaron pensé que era un chiste», exclamó. Tal vez el sorpresivo anuncio licue un tanto la temida foto de la doctora en el juicio oral y público: candidatura mata banquillo. Habrá que ver. Pero lo cierto es que las noticias de este sábado galvanizador dan mucho que pensar. Cuando un cacique peronista escurre el bulto por lo general se puede colegir que no le ve muy buen prospecto a la cosa: Schiaretti rechazando, por ejemplo, el «regalo» de convertirse en el macho alfa del peronismo federal. Pero la Pasionaria del Calafate cediendo de pronto el preciado trono (cuando su especialidad es redoblar la apuesta) se parece directamente al publicitado «plan V», que consistía en que Macri admitiera su «impotencia» abdicando en favor de Vidal. Tal vez valga para esto también la sentencia de Pichetto: pertenece al Manual de Política de primer grado el hecho de que si el candidato natural de un partido se aparta en favor de otro, eso implica aceptar tácitamente su propio fracaso. Y nadie transfiere éxito desde esa debilidad posicional. Pero ¿en qué habría fracasado Cristina? En la ilusión óptica de que el kirchnerismo era la etapa superior del Movimiento y podía dejar el peronismo atrás. Y que el mito tan amorosamente cuidado era creído y aceptado fuera del ejido de sus fanáticos. Una cosa es tu parroquia; otra muy distinta, el mundo abierto. Ni Perón fue incuestionable; acaso solo lo fue Evita, pero recién al volverse «eterna», es decir, cuando fue inofensiva.
Crédito: La Nación
- Los jóvenes huyen en estampida del kirchnerismo - 17 enero, 2023
- La oposición, a punto de caer en un terrible error - 30 mayo, 2022
- Se resquebraja el gran simulacro kirchnerista - 30 abril, 2022