(ARGENTINA) Un «progresismo» de mala fe y brocha gorda
«Una minoría, los descendientes de los mismos que crucificaron a Cristo, los descendientes de los mismos que echaron a Simón Bolívar fuera de aquí y también lo crucificaron a su manera -enumeró Hugo Chávez con la verba inflamada-. Una minoría ha tomado posesión de toda la riqueza del mundo». El amigo de Ahmadinejad, el carapintada de Caracas, aparece en la página 87. A su devota discípula, en cambio, hay que ubicarla en la 93, y en el contexto del memorándum de entendimiento con Irán. Cristina Kirchner se había encontrado con alumnos de una escuela primaria; luego escribió en Twitter: «Pregunté qué obra de Shakespeare estaban leyendo, me dijeron Romeo y Julieta. Les dije: tienen que leer El mercader de Venecia para entender a los fondos buitre… La usura y los chupasangres ya fueron inmortalizados por la mejor literatura hace siglos». Aludía obviamente a Shylock, el usurero judío, uno de los arquetipos antisemitas más conocidos de la historia universal. La rehabilitación progre del antisemitismo, y todas estas citas, surgen de La traición progresista (Edhasa), un ensayo de Alejo Schapire que convendría repasar a la luz de esta semana; como pocas veces un libro permite leer en clave la actualidad caliente, desde las novedades por el atentado a la AMIA y la deleznable actitud del kirchnerismo hasta las verdaderas razones del hundimiento del ARA San Juan y el cacareo sobre la puesta en marcha de un «servicio cívico», pasando por la impugnación de dos héroes de Malvinas en el Colegio Nacional de Buenos Aires.
Schapire es un periodista argentino que vive hace años en París y trabaja en la radio pública francesa; viene de la izquierda y considera este texto como «el relato de una ruptura sentimental». Denuncia que para los socialistas del siglo XXI y sus asociados americanos y europeos, «todo judío es un sionista en potencia, un nuevo nazi hasta que pruebe lo contrario». Su radiografía demuestra la forma en que este falso progresismo, que antes luchaba por la libertad de expresión, hoy justifica la censura para no ofender. Es el mismo sector que antes fustigaba «al opio de los pueblos» y hoy tiende puentes con el oscurantismo religioso: principalmente con aquel que se practica (vaya paradoja) en naciones donde se lapida a las mujeres y se persigue y ejecuta a los homosexuales. Schapire narra además las imbecilidades que se enseñan y aprenden en muchos colegios y universidades de todo Occidente, donde cunde una hipersensibilidad castradora, se borran la sutileza y la curiosidad abierta y exploratoria, y abundan ahora las «patrullas morales» y los mecanismos de intimidación. Siempre en nombre del bien. Combatir a Blancanieves y a La Bella Durmiente porque «promueven la violencia sexual» o modificarle ridículamente el final a la ópera Carmen para que su protagonista no muera apuñalada por su amante (femicidio), son algunos de los ejemplos más famosos. Juzgar el pasado con los ojos del presente, otra equivocación garrafal. Algo de ese progresismo de brocha gorda y de notable hipocresía se vio en el aula magna del Nacional de Buenos Aires: allí ciertos padres intentan vivir la militancia a través de sus hijos; uno de ellos los arengó contra dos pilotos de combate que perdieron nueve compañeros en la guerra, y que son reconocidos hasta por las propias tropas de Gran Bretaña a raíz de su pericia y coraje. Tomar a esos dos héroes, que en 1982 eran jóvenes egresados de la escuela de aviación y sobre los que no pesan delitos de lesa humanidad, y confundirlos con aquellos jerarcas de una dictadura asesina y torturadora, o con quienes decidieron salvarse invadiendo irresponsablemente las islas, representa toda una apología de la injusticia y de la ignorancia. Invitar a dos pilotos, sentir repugnancia por un video que muestra la trastienda de su peligroso trabajo, y luego increparlos y cancelarles el testimonio que se les ha requerido, resulta un acto humillante, que muestra además la cobardía de los organizadores. Si una institución de ese nivel no puede asumir ni enseñar las complejidades de la historia, y sus docentes no son capaces de ponerle el pecho a la demagogia barata ni discriminar sucesos más o menos inmediatos, la educación argentina de élite también se encuentra en graves problemas. Lo interesante es que muchos de quienes despliegan frívolamente esta aversión militar respaldan mientras tanto el régimen militar chavista. Y hacen la vista gorda frente a las conclusiones a las que arribó la misión de la ONU, dirigida por la incuestionable Michelle Bachelet: los fascistas que tanto admiran estos progres tienen escuadrones paramilitares, que entran en los barrios, matan, roban y violan a disidentes; ultimaron cerca de 7000 personas, y utilizan a mansalva los métodos de la tortura. Un verdadero paraíso progresista.
Los mismos cargos se le podrían formular a ciertos miembros de la oposición argenta, que mientras defienden el feudo militar cubano y callan el derrotero de César Milani -hombre fuerte del «gobierno de los derechos humanos»-, ponen el grito en el cielo por la posible «militarización» de la juventud. Me refiero al «servicio cívico», alarmante proyecto inspirado en un célebre dictador latinoamericano que Néstor eligió para vice de Cristina: un tal Julio Cobos. Las diatribas lanzadas por la izquierda extrema son comprensibles; la industrialización de Pino Solanas -de ubicua actuación-, suenan lógicas según su reconocido oportunismo folclórico, pero las críticas de Adolfo Pérez Esquivel se recortan como decepcionantes. Una vez más. Porque hace varios años que el premio Nobel de la Paz perdió lamentablemente la brújula. Y recordemos que le llevó en abril a Cristina la propuesta de reformar nuestra Constitución y modificar así la democracia que fundamos en 1983. De paso, convalidó junto con Grabois la idea de que los dirigentes «progresistas» sufren persecución política a través de los tribunales. Ofrendas para el paladar de la Pasionaria del Calafate, y buenas noticias para los megacorruptos y los autócratas.
Aunque no los alude directamente, el prejuicio de estos sectores tiene también su explicación en la prosa de Schapire, puesto que ese «progresismo» confunde las visiones de las minorías con las necesidades de las clases populares, donde por ejemplo el abolicionismo penal es detestado, Gendarmería no es «la represión», sino la fuerza que evita ser baleados en las calles por los mismos delincuentes que defiende la progresía local, y una experiencia en formación de oficios, orientación vocacional y contención resulta siempre bienvenida. La mentalidad pequeñoburguesa del progre que describe Schapire es también la que impidió separar en la Argentina a estas fuerzas armadas profesionales y democráticas de aquellas nefastas cúpulas golpistas. Es así que los nuevos militares de la República se vieron sometidos a un recorte permanente de presupuesto, a salarios paupérrimos y a un desprecio inmerecido. La falta de dinero degradó los materiales y los entrenamientos; los aviones no despegaban por falta de mantenimiento o combustible, o se caían y producían tragedias; los barcos no estaban operativos, los instrumentales no funcionaban, los errores humanos crecían. Más allá de responsabilidades puntuales, que las hay y deben ser señaladas, este progresismo cultural es uno de los grandes culpables del hundimiento del ARA San Juan. La amnesia colectiva les permite ahora a esos mismos culpables, levantar el dedo y rasgarse las vestiduras.
Crédito: La Nación
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