(ARGENTINA) La sociedad nos condenó a convivir
La sociedad nos condenó a convivir. Y la cuestión consiste ahora en ver cómo tramitamos esa «dulce condena». Estas dos Argentinas son dos náufragos después de una infausta batalla naval: los buques se han hundido y el destino reúne a los antagonistas en una balsa precaria; si no reman juntos se los devora el Maelstrom, que amenazaba con tragarse a la mítica nave de Nemo. Descifrar el verdadero significado del susurro de las urnas no es una faena para oídos absolutos, pero exige desdeñar las usuales lecturas egocéntricas e interesadas, formular un diagnóstico frío, entender el nuevo ciclo histórico y actuar sobre el terreno con premura y sin autoengaños para evitar un colapso y una sangría. El pueblo argentino, traducido como una voz única y fantasmal, sembró un inesperado equilibrio de fuerzas, y entonces todos deben aprender forzosamente un nuevo oficio.
Las primarias habían dejado la impresión de que la restauración peronista llegaría como un vendaval hegemónico y que, en nombre de la patria, los «muchachos» podrían arrasar con personas e instituciones, e incluso erigir un Nuevo Orden, como pregonaba la arquitecta egipcia. Los últimos comicios eclipsaron la idea del sometimiento y alumbraron una difícil coexistencia. Los que querían ganar no ganaron. Y los que ganaron no lo hicieron como querían. No hubo una sociedad «madura» que buscó cerrar la grieta, pero el resultado paradójicamente obliga a morigerarla. No por pacifismo ni por declamación (como pretendía románticamente el lavagnismo), sino por la cruda pero persuasiva aritmética del voto. Sin el 40% hubiera sido tremendamente difícil el respeto al otro (algo que al kirchnerismo le cuesta más que la decencia), y muy fácil tomarse las reconocidas atribuciones cristinistas de creerse totalitariamente únicos. Quienes aconsejaban a Cambiemos abandonar la pelea después de agosto y entregarse dócilmente a una eutanasia no comprendían el juego que le hacían a la Pasionaria del Calafate. Que buscaba reproducir las ventajas de 2011 y los ímpetus del «vamos por todo».
Esta milagrosa remontada no la consiguió Mauricio Macri, sino la «revolución de los mansos». Cientos de miles de hombres y mujeres de a pie que ganaron las calles de todo el país y resistieron el regreso de un populismo autoritario. Sus movilizaciones multitudinarias sacudieron el tablero y provocaron en el electorado calladas adhesiones y contagios. Es curioso, pero todavía existe una defectuosa caracterización de ese novedoso fenómeno popular. Y no solo en los mentideros, sino también en los medios y entre ciertos analistas. No se trata de adherentes con camisetas partidarias e ídolos excluyentes; tampoco son muchedumbres ideologizadas: hay allí gente de centroizquierda y de centroderecha (como en el peronismo) y hay incluso «peronistas de Perón», independientes y librepensadores. No son un partido, sino un movimiento cívico y republicano. Y sus integrantes, al reconocerse en las plazas, de alguna manera se han juramentado; incluso muchos de ellos reclaman en las redes sociales una ficha de afiliación, pero no para alguno de los partidos que integran la coalición saliente, sino para una entidad nueva que englobe esas fuerzas, incluya a otras y las supere. Los dirigentes del palo no saben, por el momento, cómo dar respuesta a esa sorprendente petición, pero deben entender que quienes marcharon representan a diez millones de argentinos, y que los discursos irreductibles y las miserias internas les importan un rábano: la lucha por una democracia representativa y próspera, y por una praxis de poder sin venalidades, está por encima de visiones pequeñas. Son autoconvocados, y estarán atentos a los renuncios de la Justicia y a la conducta de sus propios representantes. Este punto es delicadísimo, puesto que no transan con los pactos de impunidad, ni con los indultos creativos que el kirchnerismo propone. Aquí está el nudo gordiano de la cohabitación política. Como decía Concepción Arenal, periodista española y precursora del feminismo: «No hay animal tan manso que atado no se irrite».
Es muy claro lo que el kirchnerismo piensa de estos «mansos» espontáneos y peligrosamente movilizados. Hebe de Bonafini -encarnación del falangismo de izquierda- lo ha sintetizado: «Son un cáncer permanente del país». Otros fascistas del conglomerado en lugar de festejar el resultado electoral se lamentaron: «Al enemigo lo derrotamos, pero lo dejamos vivo». Luego aparecieron algunos artistas de variedades y se preguntaron cómo podía ser que tantas personas marcharan contra ellos y que tantos millones votaran para limitarlos. Se han comprado la idea de que el afano es una ficción judicial y mediática, y también de que la pobreza y la inflación son inventos macristas. De hecho, ignoran que Alberto Fernández deberá pagar ahora la deuda que Macri tomó para no ajustar más, y para hacerle frente a la fiesta insustentable que Kicillof montó con el Estado y las tarifas. Gestión deplorable que el propio presidente electo denunció públicamente cuando se encontraba en el llano. Pero estas «almas bellas», que no ven la responsabilidad de su propio bando en la economía maltrecha ni mucho menos la probada corrupción de sus líderes y exfuncionarios, omiten también el miedo que el «proyecto» genera. No a los grandes empresarios -casi todo ellos siempre corren presurosos a comer de la mano del vencedor y, concretamente, la mayoría apostó por Scioli hace cuatro años y por Alberto hace una quincena-, sino a la mismísima ciudadanía. Ese espanto ciudadano se basa en la prepotencia kirchnerista; en su menosprecio por la cultura del trabajo, en su tolerancia a las distintas mafias y en su adhesión más o menos encubierta al «socialismo del siglo XXI». El desprecio por la clase media fue formateado por un articulista genial -Arturo Jauretche-, pero El medio pelo en la sociedad argentina fue escrito en 1966: pocas cosas cambiaron tanto como ese sector social, que hoy está atravesado por múltiples mutaciones económicas y culturales; también por los nuevos consumos, la tecnología y la globalización. Sus valores y lógicas, lejos de ser elitistas o extranjerizantes, constituyen el núcleo del genoma de la argentinidad. La idea de que quienes votan al peronismo son más argentos y los que sufragan en contra son cipayos y oligarcas no puede ser más insultante. Porque insulta la inteligencia, y el presidente entrante bien sabe que se trata de una zoncera. En este caso, de una zoncera peronista.
Tal vez haya que recurrir a Tzvetan Todorov para definir mejor a quienes marcharon y dieron vuelta la historia, y dejar dormir el sueño de los justos a Jauretche. El gran filósofo búlgaro habló de «insumisos»: seres humanos con el coraje de rebelarse contra las injusticias, pero sin caer en el odio ni en la deshumanización del adversario. Es cierto que esa rebeldía aquí surge también de la arrogancia y el verdugueo que se ejerció desde Balcarce 50, Canal 7 y el atril durante los doce años de kirchnerato, y que algunos de los más ruidosos insumisos tienden a responder a veces con el mismo rencor que se les ha dispensado a ellos. Pero al grueso no lo mueve la bronca, sino la desesperación por un país normal sin monopartido ni opresiones ni ladris con corbata o campera. Los unos y los otros han parido la chance de un nuevo bipartidismo; se han condenado mutuamente a tener un rol en la balsa y a salvarse juntos del Maelstrom. Ya naufragamos, pero todavía puede devorarnos ese aterrador remolino.
Crédito: La Nación
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