A propósito de Raúl Amundaray
Extrañamos una profunda y sostenida reflexión sobre la televisión venezolana del XXI que, yendo más allá del control ejercido por el Estado, bregue y supere los niveles de análisis del anterior siglo. Vale decir, incursione decididamente en los dispositivos o mecanismos de alienación, perfeccionados por la dictadura, antes de tomar el fácil y simplista atajo de un dominio gubernamental que, por siempre, fue predecible.
Hay y habrá consecuencias irreparables que afrontar, superadas las causas, pero – igualmente – consideraciones estrictamente políticas que discutir con una necesaria franqueza. Graves y definitivas que conciernen a un modelo y estrategia de desarrollo demasiado pendiente, imposible de postergar.
Por ejemplo, dada la situación catastrófica de la industria petrolera y de los programas energéticos que esperan sencillamente por un plazo en los países desarrollados, luce irrelevante – por muy liberal que sea la prédica – versar sobre la propiedad del subsuelo. Convengamos, no ocurre lo mismo en relación a la señal radiotelevisiva, pues, el poder de dar y de quitar las concesiones nos trajo al extremo de una realidad asfixiante o, mejor, psicológicamente asfixiante.
Por supuesto, fueron muchas las fallas y los vicios de la televisión privada en el ya remoto país que alguna vez vivimos intensamente, pero también los aciertos que bien ilustra la exportación no tradicional de telenovelas que rompió un poco el monopolio estatal de las divisas. Legos y especialistas pueden escenificar un debate que, tarde o temprano, llegará en la materia.
Semanas atrás, falleció un actor que caló inmensamente en la población, cuya biografía nos parece tentadora para una novela, como también la de una animadora exitosa que decidió marcharse del país muy antes de sus bonanzas dinerarias, como Paula Bellini.
El recuerdo de Raúl Amundaray suscita nuestra modesta inquietud sobre la televisión, tratándose de una figura que pasó del acartonamiento propio de la época a papeles que demostraron un talento extraordinario, ya que – puede decirse – tan convincente fue la representación que, puede decirse, alterando el tiempo, Carlos Delgado Chalbaud lo imitaba, tal como Juan Vicente Gómez lo hizo con Rafal Briceño.
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