Un país entre la peste y el default
Dos certezas hacen de telón de fondo al triste espectáculo de la pandemia. Una de ellas es que la Argentina no puede (ni debe) caer en default. La recesión actual o el largo estancamiento de la economía y los efectos dañinos o mortales del virus serían aún más dramáticamente letales si se juntaran en el tiempo con los efectos de un default. Un impago de la deuda pública dejaría sin argumentos a los eventuales optimistas sobre posibles inversiones posteriores a la crisis sanitaria.
Y alejaría al país del crédito en los mercados financieros internacionales por muchos, demasiados años. La segunda certeza es que el país no está en condiciones de pagar su deuda púbica tal como esta fue programada. No porque sea excesivamente alta con respecto del PBI, sino porque los plazos de pago son muy breves y los intereses que se pagarían son muy altos. Esas dos certezas construyen un desfiladero estrecho y un abismo profundo; ese es el camino que le aguarda al gobierno de Alberto Fernández hasta resolver el conflicto de la deuda.
El Presidente ha dicho en las últimas horas que no quiere vivir el instante de un default formal. «Prefiero no hablar de un default. Habrá acuerdo», aseguró. Usó un mal momento para describir su vieja deducción de que el país está en default virtual. Lo dijo justo cuando anunciaba la nueva oferta a los bonistas privados que están protegidos por legislación extranjera (fundamentalmente por la de Nueva York). La deducción de Alberto Fernández viene siendo explicada por él desde los tiempos de Mauricio Macri. Decía entonces, cuando el expresidente acuñó el término «reperfilamiento» de los vencimientos de la deuda para no hablar de una reestructuración lisa y llana, que la Argentina había entrado en un default virtual porque no estaba cumpliendo con sus compromisos de pago. Luego, el propio Fondo Monetario señaló en un documento oficial que el país no podía pagar su deuda tal como estaba. Podría agregarse en la deducción, aunque él no lo hizo, la propia prórroga de vencimientos de Alberto Fernández para vencimientos de unos 10.000 millones de dólares bajo legislación local. Las dos primeras constataciones lo llevaron el jueves pasado a insistir con el default virtual. No era una descripción de lo que él estaba haciendo con la deuda, sino de cómo, según su opinión, estaba desde antes la deuda pública argentina. No fue el mejor momento.
El Fondo también dijo que la Argentina debía quitarle a su deuda la carga de entre 55.000 y 85.000 millones de dólares. La quita que propuso el ministro de Economía, Martín Guzmán, es de 57.000 millones, según estima la propia administración; es decir, está más cerca del mínimo que del máximo propuesto por el organismo internacional. Son comparaciones teóricas. La verdad última se conocerá con el grado de aceptación que esa propuesta tenga por parte de los tenedores de bonos de deuda argentina. La primera reacción de los mercados no fue mala. Bajó el riesgo país y subió el valor de los bonos. Pero no se puede desconocer que la propuesta fue agresiva, sobre todo en materia de quita de intereses. El Gobierno prefirió mantener el valor del capital con una quita casi simbólica. El promedio de intereses que pagaba la Argentina era del 7,5 por ciento anual en un mundo donde las tasas están en cero. El Gobierno bajó las tasas argentinas a un promedio, medido en años, del 2,33 por ciento anual. Una poda gigantesca.
Es probable que la primera reacción cauta de los mercados se haya debido a que esperaban una propuesta más agresiva aún. El tiempo de gracia propuesto (en el que no se pagará nada) es de tres años, cuando habían circulado versiones de que ese período sería de cuatro o cinco años. También es probable que los bonistas hayan esperado una quita importante en el capital; es decir, en el valor nominal de los bonos. Al final, se redujo solo en un 5 por ciento. De todos modos, falta que los acreedores descifren el jeroglífico de la letra chica de la propuesta que se conoció en la avanzada tarde del viernes.
Economistas y políticos estiman que la negociación solo ha comenzado. La inferencia incluye a dirigentes de la oposición más significativa, que hablan con el Presidente en público y en privado. El jefe del Estado no puede quejarse de la oposición que le tocó. Sin embargo, Alberto Fernández le dijo a un colaborador cercano que su margen de maniobra es módico, aunque volvió a manifestarse optimista sobre la aceptación de su propuesta. «Tengo poco margen», fue la frase textual que expresó. Es cierto que no dijo que no tiene margen, pero también es veraz que señaló que no podrá hacer muchas concesiones a los acreedores. De todos modos, ninguna reestructuración de deuda (ni la que hizo Roberto Lavagna ni la de Amado Boudou ni la de Alfonso Prat-Gay) concluyó sin algunas concesiones de las dos partes. Tampoco sería razonable presentar una propuesta sin alternativas. Un «tómelo o déjelo» sería demasiado arriesgado y pondría al país con un pie (o con casi los dos) en el borde del abismo del default. Según Carlos Melconian, la Argentina debe 200.000 millones de dólares, no 300.000, como señalan otros economistas. Los 100.000 millones de diferencia son créditos de la Anses o del Banco Central, que se refinanciarán o no se pagarán nunca.
«Esto es lo que hay», repite la administración. No por la propuesta en sí, sino por lo que el país puede pagar seriamente en los próximos años. Hay, es cierto, una historia que debe cambiar. El país afronta una reestructuración de su deuda soberana casi cada cinco años. La de Lavagna terminó en 2005; Boudou concluyó la suya en 2010, y Prat-Gay cerró en 2016 definitivamente el default de 2001. Cuando Christine Lagarde era directora gerente del Fondo, Macri le preguntó por qué el país tenía un riesgo país tan alto comparado con otros países que entonces estaban peor que la Argentina. «Porque ningún otro país declaró el default más grande que se conozca hace apenas 18 años», fue la corta, seca y expeditiva respuesta de Lagarde. A pesar del tiempo que pasó, los mercados todavía lloran.
En la mañana del viernes pasado, Alberto Fernández conversó por teléfono con el presidente de Costa Rica, Carlos Alvarado, quien le propuso que varios países latinoamericanos le pidieran al Fondo Monetario un préstamo extraordinario con cero tasa de interés. El presidente argentino consultó la iniciativa con la jefa del Fondo, Kristalina Georgieva. Ella se mostró receptiva de la iniciativa, aunque las decisiones importantes del Fondo deben pasar necesariamente por el staff burocrático, que tiene más poder que el que reconoce, y por el decisivo directorio, que lo integran los representantes de los países. Alberto Fernández habló en la tarde de ese mismo día con el presidente de México, López Obrador, para sumarlo a la iniciativa. La estrategia es obvia: la propuesta tendría otra envergadura si participaran de ella México y la Argentina. No se sabe qué respondió López Obrador.
Es cierto que la propuesta argentina para huir del default se hizo en un mundo estremecido por los efectos sanitarios y económicos de la pandemia. A ningún funcionario argentino se le hubiera ocurrido una propuesta tan agresiva hace solo dos meses, cuando la mayoría de los países del mundo era económicamente feliz y la Argentina era la oveja negra. En un universo turbado por la angustia de la peste y postrado económicamente, el contexto hace posible lo que antes era imposible. La confusión es mala consejera. La economía argentina sigue siendo distinta. Al revés de muchos otros países, la Argentina tiene un déficit alto, carece de reservas, el valor del dólar oficial está atrasado y, encima, congeló desde hace casi un año el precio de las tarifas de los servicios públicos. El país tampoco tiene mucha capacidad para emitir pesos, como lo hace Estados Unidos con el dólar o Europa con el euro. La Argentina puede emitir (y, de hecho, lo está haciendo), pero el riesgo de una inflación muy alta está a la vuelta de la esquina. El sendero para resolver la deuda no solo es angosto y peligroso; la economía y la historia, además, juegan su propio partido.
Crédito: La Nación
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