Bajezas políticas mientras el país se hunde

Enseñan los oceanógrafos que el talud continental es un abismo marítimo. Y también la tumba de los submarinos, que por acción enemiga, desperfecto o accidente descienden a esas profundidades oscuras y a unos seiscientos metros se aplastan, se deforman y naufragan por efecto de la presión. La Argentina, país pobre y pobrista de mala praxis histórica, ha encontrado ese escalón maldito, ha iniciado el descenso y, de no mediar un golpe de timón, se dispone a tocar la «profundidad de colapso»: vamos a toda máquina hacia una hecatombe económica. Mientras nos succiona ese talud, el Gobierno se autoengaña con las encuestas y ha llegado a considerar un gran éxito político la ramplona consigna «cuarentena o muerte». Brochazo gordo que esconde una pregunta escrita con fino pincel: ¿qué hiciste durante la cuarentena, papá? No cabe la menor duda de que anticipar el aislamiento fue una buena medida, pero comienza a discutirse en voz baja -hay mucho miedo entre los máximos especialistas- el modo y el ritmo que se adoptaron para salir de este encierro sanitario que derivó en eutanasia financiera. ¿Se compró la tecnología de punta, se hicieron los tests, los rastreos y los seguimientos «quirúrgicos», se actuó con la premura y la sofisticación que el asunto ameritaba? Un epidemiólogo independiente que me pidió hablar por «línea segura» (como si tuviéramos pinchados nuestros teléfonos), trazó una analogía zoológica: fieras hambrientas habían tomado la ciudad; las autoridades nos ordenaron meternos en casa y nos prometieron que mientras tanto comprarían armas y geolocalizadores, y que acabarían finalmente con las bestias, pero setenta días después nos asomamos y ellas aúllan en nuestros umbrales, y nos esperan ansiosas para merendarnos, ahora que se van abriendo las puertas por imperio de la necesidad, la desesperación o el hastío. Resulta perturbador oír a algunos baquianos del territorio bonaerense -aseguran que recién hace quince días comenzaron a testear en serio-, y también al propio ministro de Seguridad de la provincia -sueña con ser el futuro Bolsonaro-, anunciando hace cinco minutos y con extrema sorpresa que somos el Titanic, que chocaremos inexorablemente contra el iceberg y que desde las poltronas del poder a veces no perciben bien la realidad.

¿Eran evitables los contagios y los muertos que vendrán en breve? Por lo pronto, este articulista piensa mantenerse en cuarentena al menos hasta septiembre, precisamente porque no nos ofrecen garantías: las fieras siguen vivas y acechantes, y estamos más expuestos que nunca. Pero desde mi comodidad no me parece honesto criticar a quienes se encuentran a la vera del quebranto y precisan con urgencia recuperar su forma de subsistencia. Tampoco a los que tienen sus propias teorías bien argumentadas, y se atreven a pronunciarlas en voz alta, aun cuando todos estos dilemas y criterios sean absolutamente debatibles. El kirchnerismo demostró esta semana, a propósito, su absoluta intolerancia a que se cuestione su nuevo dogma; también la insidiosa necesidad de crear un «partido de la anticuarentena» al que culpar de los desastres. Bastó que un grupo de trescientos intelectuales y científicos firmaran un texto y abrieran una polémica, para que durante dos días consecutivos el mismísimo jefe de Gabinete los señalara en público como blancos móviles. Los militantes kirchneristas, cebados para la operación de escarmiento, se lanzaron como pirañas enloquecidas sobre los firmantes; ningún medio de comunicación fue capaz de defenderlos, algunos periodistas y politólogos -carne habitual de psicópatas- se plegaron al hostigamiento, y ciertos redactores del setentismo gagá escribieron descalificaciones infamantes; dudo de que superaran, a esta altura, una pericia psiquiátrica. A ellos se sumó la CGT: encantadores burócratas y potentados de la Carta del Lavoro, que en su pura vida tuvieron a bien agarrar los libros de Kovadloff o de Sebreli, o asistir a una función de Luis Brandoni, y que se han mantenido a flote sin practicar una verdadera democracia en sus propios sindicatos. Ahora hacen la vista gorda frente a los múltiples atropellos institucionales que se están cometiendo y al Ministerio de la Venganza, que abrió y regentea su jefa máxima Cristina Kirchner: esos mismos personajes -los más desprestigiados de la sociedad- se rasgaron las vestiduras y afirmaron que la democracia no estaba en peligro en la Argentina, y que los escritores y científicos disidentes habían publicado una «proclama canalla». La ofensiva total del kirchnerismo fue tan grande y desproporcionada (los llamaban «mercaderes de la muerte») que confirmó lo que intentaba negar: hay efectivamente una «infectadura» de la palabra, y quien se mueva de la línea será sableado sin piedad ni pudor.

Poco o nada dijeron los kirchneristas, en cambio, acerca de uno de los aspectos más graves que denunciaba esa misiva. Me refiero a los asesinatos, los maltratos y las vejaciones que perpetró la policía brava en cuatro feudos peronistas durante la cuarentena. Acusados de violar la orden de recogimiento, una mujer y un adolescente fueron arrestados en distintos momentos y luego aparecieron ahorcados en diferentes celdas de San Luis; un joven fue detenido y torturado en una comisaría y expiró en un hospital de Santiago del Estero, y un trabajador rural que había asistido a una carrera clandestina de caballos, fue apresado en Tucumán, conducido a un monte y ejecutado con una pistola reglamentaria: su cadáver apareció en un acantilado de Catamarca. A esta escalada se sumó un grupo de tareas del Chaco, que realizó un allanamiento ilegal, golpeó con saña a una familia de la comunidad qom y la llevó prisionera hasta una seccional, donde habrían rociado con alcohol, torturado y amenazado a sus integrantes, y abusado sexualmente de dos mujeres. Algunas imágenes de esta brutal operación, captadas con un móvil, explotaron en las redes sociales, y el presidente de la Nación se vio obligado a repudiarlas. Pero todo con mucho cuidado: los gobernadores de las cuatro provincias son aliados fundamentales y allegados a la Pasionaria del Calafate. ¿Se imaginan lo que habría hecho «la militancia» si se hubiera tratado de gobernaciones en manos de la oposición, o si todo este salvajismo institucional se hubiese cometido bajo el gobierno de un dirigente no peronista? No hace falta ninguna ucronía, solo evocar cómo intentaron instalar que la política de Cambiemos «cerraba con represión», que encarnaba la «dictadura militar» y que ya tenía en su haber un «desaparecido». Fanáticos, simpatizantes, escritores, columnistas, actores lacrimógenos con carteles; las marchas, los repudios en cadena, los conciertos, las denuncias internacionales. ¿Lo recuerdan? El contraste resulta obsceno: ahora no hay que ser funcionales a los «vendepatrias», compañeros; hay que callar los crímenes, silbar bajito y proteger a los propios. El modus operandi enseña tanto como los oceanógrafos: los prekirchneristas repudiaban la corrupción del menemismo en nombre de la honestidad y más tarde denunciaban la supuesta mano dura de Macri bajo el paraguas de la sensibilidad social. Pero fueron luego complacientes con la corrupción kirchnerista y son cómplices ahora de la represión peronista y feudal. No eran transparentes ni sensibles: solo utilizaron esas causas nobles como armas arrojadizas. Al amigo todo, al enemigo ni justicia, decía Perón: sus herederos siguen obedeciendo hoy mismo aquel remoto apotegma fascista.

Un economista del peronismo clásico, Jorge Sarghini, explica acaso mejor que nadie el terrible impacto en empleo e ingresos que nos espera: la pobreza aumentará a «niveles insostenibles», y nuestra recuperación será muy lenta: «Hará falta más de una década para alcanzar el ingreso por habitante que teníamos en 2011». Eso, en un escenario optimista, y teniendo en cuenta que durante aquel año tampoco estábamos en el paraíso. Propone un acuerdo urgente entre partidos, pero es difícil hacerlo cuando el cristinismo quiere aprovechar la «cuarentena eterna» para acelerar su radicalización. Hacen maniobras políticas dentro del submarino, mientras este se hunde en las frías tinieblas del talud.

Fuente: La Nación

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