La deshonestidad intelectual del kirchnerismo

Cristina Kirchner, eximia actriz y gran diva política, podría decir como Ingrid Bergman: «Para ser dichosa basta con tener buena salud y mala memoria». Ese aforismo irónico pertenece a la antología de las frases de la mala fe. Porque implica hacerle trampas a la verdad, borronear la cronología de los hechos ciertos y romper, por lo tanto, las reglas y los razonamientos según convenga. Cuando esa manipulación cínica se aplica a la política de Estado resulta que ya no nos encontramos en presencia de una frívola forma de vivir, sino de algo que podríamos llamar lisa y llanamente deshonestidad intelectual; las cosas no son buenas o malas en sí mismas, sino según quién las realice: lo que hago yo está bien, lo que hace mi rival es nefasto. ¿Qué habría sucedido si un gobierno no peronista, con apoyo público del Fondo Monetario Internacional, hubiese acordado una similar reprogramación de la deuda externa con los bonistas? El kirchnerismo habría denunciado complicidad con el infecto capital financiero a costa del hambre del pueblo argentino, y habría promovido una masiva marcha a Plaza Mayo en repudio al acuerdo, con Quebracho a la cabeza y con el concurso de variados burócratas sindicales, piqueteros a la carta, y la inestimable solidaridad del ultraizquierdismo tirapiedras, y hasta de algunos progres y almas bellas, que se rasgarían las vestiduras ante cualquier micrófono o pantalla. ¿Qué pasó realmente? La oposición, los economistas más notables y los principales periodistas de los «medios hegemónicos» felicitaron al Presidente por rescatar al país del default, mientras los dirigentes y militantes del cristinismo y sus alrededores silbaban bajito y vaciaban las calles: parece que quieren cuidar el medioambiente.

A propósito, es dable imaginar que si una administración contraria al «movimiento nacional y popular», cargada de egoístas y cipayos irredentos, hubiera decretado una cuarentena de 149 días -la más extensa del planeta-, con graves consecuencias para la sociedad -un crecimiento inédito de la pobreza y una irreparable destrucción del tejido productivo-, habrían repudiado de viva voz la insensibilidad social de ese Poder Ejecutivo negligente y devastador. Es probable incluso que solo por el hecho de que esas medidas las hubiera resuelto el «neoliberalismo gorila», los amigos kirchneristas hasta habrían militado una alegre anticuarentena revolucionaria. Lo que resulta indudable es que si ese hipotético mandatario, renuente a las «ideas virtuosas» de Néstor y Cristina, hubiera firmado un decreto prohibiendo las reuniones familiares, lo habrían acusado de autoritario, heredero rabioso de Videla, y hasta habrían promovido una filosa solicitada para denunciar la instauración de una «infectadura».

Si no se hubiera tratado del «gobierno popular» de los Fernández, ¿cómo se habría leído esta flamante alianza con los sectores más concentrados del campo? Tal vez no como una simple ocurrencia para exportar y conseguir dólares oxigenantes, sino como una nueva asociación espuria con la oligarquía agraria. Si escrachás a Macri en París sos patriota y comprometido; si escrachás a Cristina en La Habana sos un animal violento y odiador. Si varios jóvenes desaparecen por culpa de las «policías bravas» del peronismo, cabalgamos con rienda floja; si un manifestante se ahoga escapando de un operativo de Gendarmería, se trata del «primer desaparecido» y vamos al galope por la destitución presidencial, adornada con simpáticos souvenirs de helicópteros golpistas. Cuando la Justicia descubre chanchullos en la oposición los jueces son cabales; cuando se prueban ilícitos de caciques justicialistas, nos hundimos en el pantano del lawfare.

El último fin de semana, relevantes figuras del kirchnerismo se quejaron porque el alcalde de la Capital no usaba la misma vara para reprimir, comparando los ciudadanos de un banderazo con la feroz acción de un grupo callejero que lanzó piedras y seis bombas molotov contra un edificio público y arrojó en los ojos de tres agentes, para herirlos y cegarlos, una mezcla de cal y alcohol. Estos «revolucionarios» resultaron ilesos, estuvieron tres horas dando explicaciones mínimas y ganaron la calle: fueron recibidos como héroes por sus camaradas de incendio y delirio. En la Argentina no pasa nada, campeón: dale que va. La verdad escondida es que si este ataque demencial se hubiera reprimido en la provincia de Buenos Aires, territorio gestionado ahora no por un opositor sino por el favorito de la reina, ningún reproche se habría oído. Y que si al alcalde porteño le fuera mal en las encuestas, tampoco habría sido necesario ningún apercibimiento ni campaña de demonización.

Esta corrupción intelectual es uno de los rasgos fundamentales de la acción política del oficialismo, que no solo escribe convicciones en una pizarra mágica, donde se borran pocos días después, sino que se maneja con una consigna básica pero efectiva: en la guerra, como en el amor, todo vale. Porque su lógica es de guerra popular prolongada a los críticos e insumisos, que estorban para construir una hegemonía, y porque su ideología verdadera -o en realidad su no ideología- es el feudalismo: solo se trata de prevalecer y perpetuarse. Modelo Santa Cruz, donde el matrimonio fue alternativamente conservador o progresista, según la atmósfera histórica y la oportunidad. Allí los conoció Sergio Berni, aspirante a Bolsonaro de cabotaje, una renovada apuesta de Cristina por derecha. No vaya a ser que la cosa falle por izquierda.

Para colonizar la Justicia, copar la Corte, controlar el sistema electoral y finalmente reformar la Constitución – Zaffaroni anda por estos días instalando este deseo irrenunciable de su jefa política-, es preciso un pragmatismo salvaje que a la vez no dañe el capital simbólico. Tareas sucias que no manchen la toga inmaculada de la abogada exitosa. Por eso, cuando Alberto Fernández comunica un arreglo con los «buitres», Oscar Parrilli anuncia una criminalización del periodismo. Es la ley de la compensación. La Pasionaria del Calafate y los «pibes para la liberación» tienen un solo objetivo: quedarse con todo y para siempre. Lo aprendieron en Río Gallegos. Si les cierran la puerta, entran por la ventana, y si les bloquean todos los accesos, subirán a los techos o saltarán la medianera. La misión no es fácil y hay dilaciones y obstáculos, pero el rumbo no se resigna, compañeros. Si se necesitan contorsiones, alianzas con los moderados o pactos con el diablo, se hacen y luego se buscan coartadas altruistas, relatos emancipatorios y demagogias de nicho que calmen la conciencia de la grey.

El kirchnerismo, parafraseando a Cooke, es el hecho maldito de la «democracia burguesa». Porque viene a destruirla. Y porque aspira a reemplazar el modelo fundado en 1983 por un feudo Estadocéntrico, aunque abierto a alternativas mercenarias de coyuntura. Grouchomarxismo. Estos son mis principios, si no les gustan tengo otros, pero nunca me discutas la eternización en el poder. Que es el propósito final. Puede incluso haber opositores políticos en ese «paraíso kirchnerista», siempre a condición de que no consigan ejecutar una alternancia concreta: apenas sparrings mediocres para simular una pelea justa. La naturaleza de este grupo de ocupación hace imposible, como se ve, acuerdos sobre valores concretos o políticas determinadas, puesto que su carácter es siempre voluble: si me convienen son positivos, si me molestan son abyectos. La dicha de la arquitecta egipcia depende de la buena salud y la mala memoria. El problema es que para ello debe apelar hoy a la proverbial amnesia argentina, y lograr que todos nosotros olvidemos de pronto lo que hemos visto: bolsos, termosellados, fortunas, estancias, mansiones, hoteles, coches de alta gama, coimas, cuadernos, máquinas de hacer billetes, arrepentidos, testigos de cargo, pruebas documentales, fallos, resoluciones, secretarios multimillonarios, cajas fuertes, éxtasis. Se requiere la suspensión de la incredulidad, una hipnosis colectiva demasiado exigente. El malhumor creciente de la diva demuestra las dificultades de la faena.

Fuente: La Nación

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