Un golpe de palacio innecesario
Si Alberto Fernández no fuera lo que es como presidente, Cristina Kirchner podría tener razones para asestarle un golpe de palacio. No las tiene. El Presidente ha hecho suyas todas las posiciones de su vicepresidenta y, a veces, va más allá de adonde ella llega, como cuando decidió declarar «servicio público» y congelar las tarifas a los servidores de internet, telefonía celular y televisión por cable solo porque no le gustó la cobertura periodística de una protesta social. O como cuando no puso ningún reparo a la reforma de la reforma judicial que hizo la mayoría cristinista en el Senado. En efecto, para que exista un golpe palaciego con las iniciales de CFK se necesita un presidente molesto con las iniciativas, las prioridades y las obsesiones de la vicepresidenta. Las apariencias de Alberto Fernández, al menos, lo muestran muy cómodo con la posición en la que está; parece, más bien, que prefiere quedarse con el estilo y los métodos del cristinismo. La única diferencia consiste en que todos saben hacia dónde va Cristina. Alberto, en cambio, es más imprevisible, tal vez porque despertó expectativas que no se cumplieron o porque modifica sus posiciones con demasiada frecuencia.
Sectores importantes de la oposición hasta desconfían de la distancia que Cristina tomó de la reforma judicial. Pero ¿acaso no fue esa declaración pública un maltrato al Presidente? Maltratar no es nuevo en ella. Es su estilo. El hipercristinista Marcelo Fuentes, un exsenador al que la vicepresidenta nombró secretario parlamentario del Senado, ayudó a develar la incógnita. En la madrugada del viernes, cuando se acababa de sancionar el proyecto de reforma judicial, y con el micrófono involuntariamente abierto, Fuentes se acercó al oído de Cristina y le susurró: «¡Terminó el parto!». ¿Cómo? ¿Era un parto la reforma judicial que, según Cristina, es una reforma que no vale la pena? La estrategia consiste en alejar a Cristina y a sus seguidores de la reforma para hacer posibles en la Cámara de Diputados algunas modificaciones negociadas con la oposición. Es decir, que el oficialismo no pague en Diputados por el maltrato permanente que Cristina le propina en el Senado a la oposición. ¿Aceptó la expresidenta cumplir ese papel en el farragoso trámite legislativo? Cristina sabe que su rol en el drama nacional será siempre el de una heroína cruel. ¿O acaso no lo aceptó cuando a través de un tuit nombró a Alberto Fernández candidato a presidente y se reservó para ella la aparente grisura vicepresidencial, que ya no tiene nada de gris?
Protagonista y coprotagonista (los papeles a veces se invierten) tendrán que pasar por la prueba de la crisis económica y social que promoverán la pandemia y la cuarentena. A ese futuro incierto se refiere Elisa Carrió cuando se propone alejar a la oposición de cualquier acusación posterior de que provocó una crisis política en el oficialismo. En todo caso, dice la líder opositora, que sea el oficialismo el que se haga cargo de eventuales crisis entre sus distintas facciones.
El problema del oficialismo es que la oposición no le cree. El Presidente ha hecho su propio aporte a esa desconfianza, aunque empezó creando perspectivas dialoguistas, que luego naufragaron. El bloque opositor a la reforma judicial, hoy mayoritario en Diputados, se propone rechazar el proyecto sin negociar ninguna enmienda. ¿Por qué? Simplemente porque las eventuales modificaciones de Diputados regresarían al Senado, la cámara de origen, y este podría ratificar su propio proyecto por mayoría simple; es decir, por la mayoría cristinista, que existe. El oficialismo y sus aliados en Diputados cuentan ahora con 124 o 125 votos y la oposición agrupa entre 129 y 130 votos. Los números son ajustados, pero si no cambiaran podrían tumbar definitivamente el proyecto de reforma judicial. El oficialismo tiene 117 votos, aunque cuenta con 118 votos propios, pero el presidente del cuerpo, Sergio Massa, no vota, salvo en casos de empate. La aprobación o el rechazo necesitan de 129 votos. Mario Negri, jefe del bloque opositor más numeroso, le propuso al Gobierno que retire el proyecto y empiece de cero con la reforma judicial. «Es preferible la resignación antes que la derrota», le mandó decir. Esa inopia en la aritmética parlamentaria llevó al Presiente a convocar al senador Martín Lousteau y al infatigable todoterreno Enrique Nosiglia a un almuerzo en Olivos. Son maniobras para dividir a sus oponentes (o para simular una división entre ellos) recurrentes en el historial de Alberto Fernández. Pero Lousteau debió ser más respetuoso con su partido y su coalición.
Otro esperpento se estaría pergeñando en la Cámara de Diputados. José Ignacio de Mendiguren es diputado por Sergio Massa, pero está en uso de licencia porque es presidente del BICE, un banco público que no admite en su directorio a funcionarios judiciales o legislativos. De Mendiguren está lo mismo presidiendo el directorio. Todo vale. El oficialismo podría hacerlo regresar solo para el día de la votación y devolverlo luego al banco. Si De Mendiguren renunciara, asumiría en su lugar un diputado de Margarita Stolbizer, que fue aliada de Massa, con un discurso claramente opositor al Gobierno. Stolbizer reclama a los gritos que le den la banca que le corresponde a su espacio político. De Mendiguren enlodaría definitivamente su carrera empresarial y política si aceptara semejante conspiración contra la institución parlamentaria.
El proyecto de reforma judicial está hecho para lograr la impunidad de Cristina Kirchner. Ya no hay dudas después de la sinceridad que la aquejó durante un instante febril a la senadora cristinista de Corrientes Ana Almirón: «Esta no es una reforma judicial -dijo para seguir con la estrategia de Cristina-, sino que se busca el reordenamiento de la Justicia Federal para evitar (.) la arbitrariedad con que se manejaron las detenciones durante el gobierno de Macri», se descargó ante el pleno del Senado. Se refería a las detenciones por notables casos de corrupción en el ejercicio de la función pública. Evitar las detenciones. Esto es: evitar que la Justicia cumpla con su función de castigar los delitos de los funcionarios públicos.
El costo de la reforma pasó de 3000 millones de pesos a 6000 millones, aunque otros estudios lo elevan a 10.000 millones, por las modificaciones que le hicieron los cristinistas del Senado. Increíble despilfarro en un país que está muy cerca del colapso económico. ¿Y hay que creer que a Cristina no le gusta la reforma judicial? ¿Hay que creerle cuando creó el triple de cargos en la Justicia Federal, casi 1000 cargos nuevos que se podrán cubrir según el antojo del Gobierno? Alberto Fernández suele decir que las vacantes serán cubiertas mediante rigurosos concursos en el Consejo de la Magistratura. No será así. ¿Ejemplo? Veamos uno. El fiscal Ignacio Mahiques, uno de los dos que escribieron el dictamen más preciso y devastador sobre la corrupción en la obra pública en los tres primeros gobiernos de los Kirchner, concursó para juez federal de Mercedes. Está primero en la terna para cubrir ese cargo. El Gobierno avanza con la designación de Elpidio Portocarrero en el juzgado federal de Mercedes, que salió sexto en el concurso del Consejo y que figura en una lista complementaria, una especie de banco de suplentes. ¿Cubrirán así todos los nuevos cargos que crea la reforma judicial?
Un albertista inaugural, el ministro de Educación, Nicolás Trotta, habló despectivamente de «ellos» y «nosotros» para referirse a las diferencias con el gobierno de la Capital por la reanudación de las clases. ¿No fue su líder, Alberto Fernández, el que prometió terminar con la grieta? ¿O Trotta fue cooptado también por la impronta de Cristina, a pesar de ser un hombre joven que podría mirar la política con otros ojos? Y, a su vez, la Corte Suprema podría tratar en la semana que se inicia los casos de los jueces Leopoldo Bruglia y Pablo Bertuzzi, que pidieron un per saltum para frenar sus desplazamientos. Ellos juzgaron y condenaron a la vicepresidenta. El Presidente no ha dicho nada sobre esa maniobra injusta y arbitraria en la Justicia. Nada indica que Alberto Fernández esté incómodo. Nada sugiere que Cristina necesite más poder del que ya tiene.
Fuente: La Nación
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