Del partido aconfesional
Expresión también del Estado, es deseable que los partidos no adscriban a una determinada y exclusiva confesión religiosa, o dependan de alguna organización o entidad que la representen. Es de suponer que el poder implica un ejercicio para toda la ciudadanía, sin excepción.
Otro asunto es el de que sus miembros profesen una específica creencia y, aunque sus actividades no la deban confundir con los pronunciamientos, las iniciativas y eventos oficiales, el partido ha de fundarse en los fines y propósitos constitucionalmente afianzados. Puede ocurrir, y ocurre, que el dirigente apele a sus convicciones más íntimas para explicarse en la organización, añadidos los gestos y las oraciones compartidas con el resto de los afiliados, pero siempre en el entendido de que forma parte del ámbito personal.
Además, si la creencia invocada coincide y explica esos fines y propósitos, mejor: sería absurdo que los contradigan. Es un aporte a la vida espiritual y cultural del partido, asumido desde su propia naturaleza.
En América Latina, hubo partidos de una profunda inspiración católica que correctamente proclamaron su aconfesionalidad, e – incluso – contaron con militantes de una particular creencia judía e islámica moderada, o simplemente ateos. A pesar de los interesados estereotipos, no fueron expresión de las jerarquías eclesiásticas y, varias las veces, incurrieron en fuertes contradicciones.
Frente a los esbozos y las realizaciones totalitarias del continente, una República Liberal Democrática constituye una conquista mínima para la reconstrucción de los países sojuzgados y siquitrillados en los que la pandemia es, apenas, un complemento de la tragedia que la antecedió. Y la presencia de un partido liberal, dinámico y creador, es un dato fundamental: abriendo esta Semana Santa, no se le puede concebir como una empresa política confesional.
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