En el reino de la incompetencia y la arbitrariedad
Hace unos doce meses, cuando Alberto Fernández creía en el poder curativo de la más larga y estricta cuarentena del mundo, él aseguraba que ganaría las elecciones de este año porque la sociedad le agradecería una vacunación masiva contra el coronavirus y una economía que estaría a estas alturas en plena expansión. La Argentina es hoy uno de los países con menos porcentaje de habitantes vacunados con las dos dosis, y la economía apenas se despereza, imperceptiblemente, después de una brutal caída de su PBI de casi el 10 por ciento en 2020. Asustado otra vez por la posibilidad de una nueva ola de contagios, el Presidente se rectificó de lo que había hecho (y lo había hecho mal) con las vacunas más prestigiosas del mundo –Pfizer, Moderna y Janssen–, y les cerró las puertas del regreso a miles de argentinos que quedaron en el exterior, muchos sin recursos y todos sin certezas. El Presidente debería verse en algún espejo: su gobierno está lleno de funcionarios incompetentes y de decisiones arbitrarias.
El primer rasgo de la crisis que debe reconocerse es la existencia cierta de una nueva variante del coronavirus: la delta, que surgió en la India. Esa variante, que tendría más contagiosidad y sería más letal, está provocando una regresión en la virtual pospandemia que vivían Europa e Israel, por ejemplo. Se han elevado los contagios y las autoridades sanitarias debieron rever decisiones de apertura y distensión. El segundo trazo del conflicto es que la pandemia se convirtió en el pretexto político ideal de muchos gobiernos para olvidar la ley y avanzar sobre las libertades de los ciudadanos. Un caso emblemático es el del tirano Daniel Ortega en Nicaragua, donde cayeron presos todos los candidatos presidenciales que deben competir con el mandamás en noviembre próximo. Aceptémoslo: a tales extremos de despotismo no había llegado ni siquiera Hugo Chávez en sus tiempos de poder y gloria. Aquí, Alberto Fernández violó varios artículos de la Constitución con una mera decisión administrativa, la que bajó a solo un tercio el número de personas que pueden llegar al país en avión. Desconoció, así, la libertad de los argentinos para circular y para entrar y salir del país, que son garantías constitucionales. Si no existiera la pandemia, ¿habría tenido el Presidente el coraje para enfrentarse de esa manera a numerosos sectores de la clase media? Si lo hubiera hecho, ¿cuántas consecuencias políticas catastróficas debería aceptar el jefe del Estado? Muchas y graves, seguramente. La pandemia es la excusa perfecta del autoritarismo, la usen en Managua o en Buenos Aires.
Casi todos los gobiernos han tomado medidas excepcionales para enfrentar la pandemia y sus novedosas variantes. La diferencia consiste en que los países civilizados les dieron a sus ciudadanos (o a los extranjeros) previsibilidad y certidumbre. Entran o no entran. O entran y salen respetando algunas condiciones. Todos lo saben de antemano. ¿Existían aquí mejores alternativas que dejar varados a miles de argentinos en el exterior? Las había. En el Aeropuerto de Ezeiza se hace solo el test de antígenos, no el PCR, que es más preciso y profundo. Varios científicos aconsejan un método sencillo y eficaz. Si el test de antígenos le diera positivo a un viajero, la discusión se acabaría en el acto. Estaría contagiado y enfermo, y debería ser aislado. Y si le diera negativo, debería someterse a un test de PCR para establecer si es un enfermo asintomático. Además, es inexplicable que el control de la cuarentena obligatoria se haga mediante inspecciones físicas en las casas de los viajeros o por teléfonos fijos. La tecnología está en condiciones hoy de establecer con precisión dónde está el titular de un teléfono celular. Otros países han establecido también un listado de naciones que están en zona verde, amarilla o roja; es una manera de ordenar el riesgo potencial de contagio de los que viajan. El gobierno argentino ha llegado al absurdo de impedir que los argentinos regresen de lugares con menos posibilidades de contagio que en su propio país.
Una constatación es insoslayable: el Gobierno ha hecho sus cálculos electorales para eliminar el bisturí del cirujano y optar por la sierra del carnicero. Si existen realmente 40.000 argentinos varados en el exterior, esa no es una cifra significativa, ni mucho menos, para el resultado de una elección legislativa. Los funcionarios suponen que esos argentinos pertenecen a un sector social que nunca votará al kirchnerismo. Merecen el infinito castigo. El oficialismo imagina también que todas las personas que viajan son ricas y están en condiciones de alargar felizmente sus vacaciones, como dijo con sorna y sin lástima la directora de Migraciones, Florencia Carignano. El trecho entre el prejuicio y la discriminación es muy corto.
Ahora bien, ¿por qué demoraron siete meses para terminar acordando con los principales laboratorios productores de vacunas? ¿Por qué el Presidente tuvo que modificar una ley mediante un decreto de necesidad y urgencia después de que su propio bloque de diputados se negara a aprobar los cambios promovidos por el jefe del Ejecutivo? Hasta la oposición se había ofrecido a votar a favor de esas modificaciones. El kirchnerismo dijo que no. El Presidente debió hacerse cargo del tema por su cuenta. Seguramente fue Cristina la que impidió un acuerdo con la oposición en el asunto más relevante para la sociedad y la salud pública. Pfizer es mía, quiso decir sin decirlo. Mal mensaje sobre el liderazgo del Presidente en el bloque de diputados oficialistas. El kirchnerismo pasó en el tema de la vacuna Pfizer de denunciar “condiciones inaceptables” que habría pedido el laboratorio (Ginés González García dixit) a las “situaciones violentas de exigencias” que ponía la empresa norteamericana, según aseguró en su momento el propio Presidente. El director para la Argentina de Pfizer, Nicolás Vaquer, aseguró en el Congreso que el laboratorio se había comprometido a venderle al país 13,2 millones de dosis, que habrían comenzado a llegar a fines del año pasado. Siete meses después, y luego de una rebelión de la clase media, que aspira a las mejores vacunas, el Gobierno se olvidó de aquellas denuncias y rectificó. Acordó con Pfizer. El kirchnerismo no evitó ni siquiera el insulto cuando dijo que “los periodistas están enamorados de Pfizer” porque investigaban el frustrado acuerdo con ese laboratorio. Insistamos: ¿por qué se perdió tanto tiempo en una cuestión crucial para la salud pública? ¿Por qué debieron lamentarse cerca de 100.000 muertos antes de la rectificación? ¿Por qué no se consideró una “situación violenta” que el gobierno ruso no proveyera la segunda dosis de la vacuna Sputnik V? ¿Cómo no encontrarle, con esos datos objetivos, un sesgo ideológico a la perdidosa política de compra de vacunas por parte del Gobierno?
Las cosas suceden en el contexto que suceden. Algo que ocurrió y que provoca tanta preocupación como suspicacias es la designación por parte del kirchnerismo de Juan Carlos Cubría como nuevo secretario de la Comisión de Acusación del Consejo de la Magistratura. Un lugar clave para acusar y remover a los jueces. La designación atropellada y autoritaria provocó la renuncia del presidente de la Comisión, el juez Ricardo Recondo. Cubría es hijo de la jueza federal María Servini, también con competencia electoral nacional. En adelante, la jueza Servini debería excusarse en todas las causas contra el partido gobernante y sus dirigentes; también en las causas que juzgan a los opositores del Gobierno. Ya existen la incompetencia y la arbitrariedad. El privilegio y la persecución están demasiado cerca.
Fuente: La Nación
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