¿Para qué hacen política?
uando se discutía el acuerdo con el FMI, Cristina Fernández dispuso que no hubiera vallas que protegieran al Congreso. Gracias a eso, su oficina quedó al alcance de cualquier transeúnte que quiera lanzarle una piedra al pasar por la vereda. En realidad, no cualquiera, sino alguien que conozca su despacho. Caminé por esa zona muchas veces, nunca entré a las oficinas del Congreso y no sé cuál es la ventana del presidente del Senado. Si alguna vez me agarra un arrebato de salvajismo, no sabría cómo actuar.
Estos atacantes, en cambio, tenían buena información, gran puntería, y actuaron en el momento adecuado, cuando estaban preparadas en la oficina de Cristina las cámaras que podían filmar todos los detalles, incluidos primeros planos de las piedras que llegaban de la calle. Los atacantes sabían cómo era la oficina de Cristina y lo que había adentro.
Fueron muy eficientes. Con pocas piedras provocaron una destrucción generalizada, los cascotes repartieron estratégicamente los escombros en los sitios en que servían para hacer buenas tomas. Una de las piedras destruyó el marco de una foto de Maradona, otra el vidrio de la mesa de sesiones, otras cubrieron de escombros libros sobre Perón y Evita. Todo muy cinematográfico. El caos evidencia que los terroristas eran macristas anómicos y por tanto cristinistas: estaban en contra del acuerdo con el Fondo, apoyaban las ideas de Cristina, pero atacaban a sus ídolos porque alguien los manipulaba. Seguramente tenían consignas de Macri y Zelenski.PUBLICIDAD
El incidente victimizó a Cristina y sus adulones pudieron enviar mensajes solidarizándose con la damnificada.
Poco después, Máximo bajó al recinto y votó en contra de un acuerdo que, según él y su mamá, ha sido escrito por el Fondo Monetario Internacional. Jugando PlayStation es difícil aprender que el Fondo es un banco. No redacta acuerdos. Recibe solicitudes de crédito escritos por gobiernos que piden un préstamo, que aprueba o rechaza. El proyecto de acuerdo está escrito por el gobierno que entronizó Cristina.
El FMI no redacta acuerdos. Recibe pedidos de crédito de los países
El kirchnerismo es el partido de la anomia, sus actuaciones no tienen nada que ver con la realidad, con la lógica ni con las reglas, ni siquiera con las que ellos mismos inventan todos los días. La “doctora”, como la llama socarronamente un conocido analista, nunca pudo exhibir su título, dice que se volvió millonaria ejerciendo la profesión de abogada, pero nunca se afilió a un colegio profesional ni firmó un solo escrito. Ganó su dinero en un ejercicio onírico. Desde hace años, un periodista ofrece 10 mil dólares a quien encuentre una copia del título o de un papel firmado por la letrada presentado en algún juzgado del país. Nadie ha podido conseguirlo.
Es un partido de oposición, incluso cuando es gobierno. No construye nada, destruye lo que hacen otros. Llama “cajas” a las empresas y entes estatales que administra, no para servir a la gente, sino para que los líderes revolucionarios obtengan dinero para la causa y paseen por el mundo con sus parejas. ¿Qué revolución? Una sin ideología, que venera a un tirano de ultraderecha que nada tiene que ver con Lenin y que pone en peligro la existencia de la especie.
Estamos acostumbrados a que miles de manifestantes vandalicen el centro de la Ciudad de Buenos Aires todos los días. Trabajan para la maquinaria del pobrismo que sustenta al kirchnerismo, o pertenecen a grupos de izquierda jurásica anquilosados, que tienen el rechazo masivo de la gente, sacan pocos votos y están pagados por un gobierno anómico al que combaten.
La democracia funciona con autoridades elegidas por mayorías, que son siempre más numerosas que los grupitos que quieren imponer por la fuerza sus mitos. Alberto Fernández obtuvo 12.946.037 votos, Mauricio Macri 10.811.586, que estaban dentro del Congreso, eran bastantes más que los 10 mil que atacaron a la primera función del Estado y a su propia líder. Sus representantes estaban dentro del Congreso.
El discurso autista. En todos los países existe una fuerte reacción en contra de los políticos tradicionales. Sus formas de presentarse y actuar caducaron definitivamente, y esto no es un bache. El pasado no va a volver. Es poco probable que los niños del futuro crean en la cigüeña, superado este bache en el que creen que existe el sexo.
La concepción imperial del poder resulta cada vez más cómica. Alberto Fernández dijo esta semana que le avisen los que quieren atacar al señor presidente porque él lo va a defender. Cuando los mandatarios hablan de sí mismos en tercera persona, viven el tramo terminal del síndrome de Hubris que estudió Owen. Expresan una inseguridad política o psicológica que los lleva al desastre en la sociedad horizontal de Occidente en que vivimos.
Hace años trabajaba con el presidente de otro país. Cuando me dijo por primera vez que el presidente de le República quería poner en orden el Congreso, le respondí: “¿Y vos qué pensás? Los presidentes suelen confundirse por la adulación de los cortesanos y creen en tonterías. No me interesa lo que cree el presidente, sino lo que pensás vos, que has sido un líder inteligente. Tus ideas seguramente son mejores que las de un membrete”. Se molestó. Cada vez que hablaba del presidente al que tanto admiraba, yo le repetía esa frase. Extraviado de sí mismo, terminó dedicado a la politiquería, a pelear con el Congreso, se olvidó de la gente, cometió errores elementales y no logró terminar su período presidencial.
Maquiavelo dijo que hay tres pulsiones que mueven a los líderes: el dinero, el sexo y la gloria. Desde ese entonces, la sociedad se ha sofisticado por el desarrollo de la tecnología, somos más complejos que los príncipes renacentistas, pero las antiguas pulsiones mantienen su vigencia.
Por lo general, el poder atonta. En un primer momento, la mayoría de los mandatarios tiene actitudes más sencillas. Después, las sirenas, las cornetas y la adulación de los cortesanos les hace creerse dioses que tienen la misión de poner en orden a los mortales. Desarrollan el síndrome de Hubris, condición de egolatría tragicómica que estudia Robert Owen en La enfermedad y el poder.
Todos los días vemos funcionarios y funcionarias que pontifican en los medios de comunicación, con los ojos desorbitados por el vértigo producido por el tránsito del subterráneo, al carro con chofer. La frase más frecuente que pronuncian es: “Ah, pero Macri”, tratan de sentirse superiores a un ex presidente, debaten apasionadamente con el gobierno estadounidense, el Fondo Monetario y otros entes que no los toman en cuenta. Luchan en contra del imperialismo, siguen a una líder revolucionaria mundial que solo tiene influencia en el conurbano bonaerense. Somos habitantes de un país que ha perdido toda relevancia, no aparece en la prensa del mundo. Es poco probable que alguno de los científicos del gabinete de Alberto termine junto a Churchill con una estatua en Parliament Square.
Los que no roben volverán en unos pocos meses a vivir como siempre, sin fanfarria. Otros coleccionarán coches de alta gama y estancias, como los Lázaros y los Patas de la vida, se dedicarán a corretear por los techos coimeando jueces e inventando gestas revolucionarias que justifiquen su enriquecimiento. Tal vez la felicidad no llega con el peso de las joyas, sino con la paz interior.
La regla del reloj. En las campañas electorales, y más en los gobiernos, es útil que el líder tenga a mano un reloj y que, de tiempo en tiempo, mida lo que está haciendo. Solo los números permiten acercarse a la realidad.
Nosotros, cuando el candidato tiene la calidad suficiente, le pedimos que conozca en concreto a qué se dedica la campaña. Lo mismo hacemos con presidentes o gobernadores y alcaldes, aunque en este caso el experimento es más difícil: la mayoría de ellos está borracha de Hubris y odia los números.
Usamos una plantilla para cuantificar a qué dedica el tiempo el comité de campaña: adular al líder y denostar a los adversarios, conversar sobre lo que dicen los periodistas, sobre lo que ocurre en el Congreso, sobre lo que dicen dirigentes del gobierno y de la oposición, tratar de manipular a los electores con algún truco para ganar las próximas elecciones, analizar los problemas que desvelan a los ciudadanos y buscarles solución.
Somos habitantes de un país que ha perdido toda relevancia en el mundo
Normalmente emplean su tiempo en conversar acerca de quién es jefe del bloque del partido, a quién le entregan una nueva caja, si Mínimo acompaña o traiciona al Gobierno, si el Presidente se atreve a quitarle una caja. La pregunta que hacemos entonces es: ¿cuántos argentinos pierden el sueño, se despiertan a la madrugada, angustiados por los malabares de los políticos?
¿Cuántos están angustiados por el desempleo, la salud, la seguridad, la educación de sus hijos?
Esos problemas de la gente suelen ocupar un lugar marginal o simplemente no aparecen.
Es por eso que la mayoría de los latinoamericanos está votando por opciones diferentes. Se cansó de políticos que viven en un mundo del que ellos están excluidos.
Las cucarachas. Las menos peligrosas son bichitos que disfrutan comiendo basura en las alcantarillas. Las más peligrosas se dedican a intoxicar a los mandatarios, llevan chismes, quieren que el gobierno se dedique a perseguir a los adversarios, mentir, calumniar. Nunca piensan en la gente. Normalmente son personas que han fracasado como candidatas, están resentidas con la vida y fomentan resentimientos para que el Presidente comparta su menú de basurita.
Es sano aplicarles el test del reloj. Si el candidato o el Presidente los convoca a conversar, mide el tiempo que cada uno de ellos dedica al chisme y al culto a la personalidad y lo compara con el que dedica a pensar en los problemas de la gente, puede tener una guía acertada para confirmarlos o echarlos del empleo.
Si actúa así, es más probable que gane las elecciones o consiga la reelección, que haciendo trampas. Anímese, Alberto: el Gobierno necesita menos cucarachas y más personas como Gerardo Rozín.
Fuente: Perfil
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