La urgente necesidad de saber lo que no se necesita saber

Por: Carlos Alvarez Teijeiro

Cuando al fin descubrimos que nuestra bulímica acumulación de datos no es sabiduría, se hacen más urgentes que nunca el juicio crítico para analizar la ingente cantidad de contenidos a nuestra entera disposición y la austeridad para hacer uso de ellos.

Vivimos absortos en el creciente reino de la fatiga, y cada vez más habitamos cual espectros en el que ahora llamamos eufemísticamente un cansancio estetizado y estilizado, que no es sino la consecuencia que de manera increíblemente ingenua imaginamos feliz, tolerable y hasta deseable de toda una vida dedicada anónimamente a procurarnos, y sobre todo a procurar a otros, también anónimos, sobre todo anónimos, la eficacia, la eficiencia, el rendimiento, la productividad y la rentabilidad en los que, así nos dicen, consiste la única felicidad que vale la pena.

Se trata, sin embargo, de una fatiga que no proviene del esfuerzo, que es de donde solía proceder en un pasado no tan lejano, sino de una saturación casi agónica, aquella en la que el mundo digital nos promete libertad, pero nos entrega una servidumbre silenciosa, una oblicua esclavitud: la “libre obligación” de consumirlo todo, el verdadero imperativo categórico al que estamos dispuestos a someternos dócilmente y en el que ciframos la única moralidad digna de ser tenida en cuenta.

En un mundo de hiperinformación -la hiperinformación os hará libres, ya no la improbable verdad-, la genuina y auténtica libertad no reside hoy en acceder a más, sino en saber a qué renunciar. Necesitamos aprender a saber lo que no necesitamos saber, como precisa el pensador español Daniel Innerarity, y ese es, paradójicamente, el saber más valioso que debemos procurarnos, paradoja que se funda en la única resistencia posible ante la colonización algorítmica de nuestra atención, precisamente porque atención es vida, y porque quien captura nuestra atención captura nuestra entera existencia.

Así, aunque la sociedad líquida de Bauman nos prometió fluidez y de la manera más enfática y hasta grandilocuente, no nos entregó sino la disolución propia de un entorno vital en el que todo se derrite: las identidades, las certezas, los vínculos, y por eso en este fluir constante, el criterio se vuelve ancla.

El juicio crítico, salvavidas. No se trata de rechazar la tecnología, sino de recuperar la soberanía sobre nuestros sentidos. Una dieta cognitiva, emocional y sensorial no es privación: es el camino protegido y seguro hacia una esperanzada dignidad todavía recuperable. Sobriedad o austeridad son palabras que suenan anticuadas en tiempos de una abundancia que se presenta como infinita, pero en verdad son de lo más revolucionario que existe y pueda proclamarse, pues cada no pronunciado ante las pantallas es un sí a la contemplación, al silencio, a la soledad, y esto porque elimina radicalmente la atronadora distancia que impide el encuentro genuino consigo mismo y, sobre todo, con los demás.

De este modo, y aunque parezca tan solo estético y espiritual, el silencio es hoy un acto político genuino, radical, y la desconexión, un gesto de profundísima lucidez. No necesitamos saberlo todo para existir plenamente, y hasta podría decirse que lo que precisamos saber para esa vida plena es más bien poco y surge de saber discernir, elegir, renunciar.

En la austeridad informativa habita la riqueza del pensamiento propio, pues solo quien aprende a cerrar los ojos puede realmente ver, solo quien descubre que la libertad no se encuentra en la navegación infinita, sino en el naufragio consciente, es capaz de habitar un mundo donde con sinceridad tenemos el coraje de preguntarnos ya no qué información consumir, sino qué parte de nosotros estamos dispuestos a no vender.

Fuente: Clarín

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