Ezra Pound y su proyecto
Por Miguel Chillida
“Los días del humanismo están contados. Todavía le queda el amparo de las universidades –no de todas- donde debe justificarse, demostrar que es necesario, rendir tributo a la sociedad utilitaria. Ha de presentar examen, ponerse el ropaje de la ciencia, que a su vez tiene que rendir cuentas ante la técnica, mostrar sus títulos. Todo esto sin avergonzarse. Los “humanistas” no tienen pudor. Son incapaces de defender sus fueros sin arrodillarse ante la sociedad moderna para que los acepte, para que les permita vivir”
Anotaciones, Rafael Cadenas
¿Cuál era el panorama artístico en Estados Unidos para Pound, cuando decide irse a Europa? Dejaré que la respuesta corra por la caudalosa lucidez del poeta, en su libro Patria mía. Habría que dejar en claro que el papel del artista en la sociedad es de vital importancia para el autor de Los Cantos de Pisa. Desde el inicio de su breve libro de ensayos, editado por Tusquets Editor, nos ha dicho que su patria es un continente que a duras penas logra ser una nación, pues no todos los caminos conducen a ella. La cultura avasallante e indirecta, pero directa, de Pound, aparece concretamente desde la primera oración. Roma dio a sus artistas la educación que Pound creía necesaria para poder formarse en verdad como tal. De más está acotar que Augusto encomienda la épica de la fundación de Roma, La Eneida, a Virgilio y corre con los gastos, y además el pueblo tiene en alta estima al bardo latino. En ese sentido, Estados Unidos no es ni la sombra de Italia para Pound.
¿En qué consiste no ser la sombra de Italia en materia cultural? Primero que todas las personas que tenían la capacidad de dedicarse a las artes estaban dedicadas a asuntos de negocios. El mismo Pound explica esto: “todos los hombres, con la energía mental suficiente para convertirse en personas interesantes están dedicados a la política o a los negocios. Y en estos días la política no es sino una rama de los negocios” (21). Pero, ¿qué pasaba entonces con las personas que se dedicaban al arte? Para averiguar esto tenemos que dirigirnos hacia las revistas de arte que había en los Estados Unidos de su tiempo. Estas no publicaban nada “moderno”, puesto que no habían entendido el cambio de sensibilidad que había habido en el país, desde que Whitman escribe hasta que Pond comienza a escribir, y él mismo lo explica: “Whitman no era un artista, sino un reflejo; en una época parecida al papier-maché, el primer reflejo honesto. Representó a la época y generación (de 1860-80); esto es –tal vez- lo más ofensivo que puede decirse de ambos” (25).
En cambio para él, “el artista pinta la cosa tal como la ve” (26). El punto de quiebre está cuando “Norteamérica se despierta del sueño de Whitman con Pound”, aunque podría decirse que esto no es del todo así por varias razones. Octavio Paz escribió en “Whitman, poeta de América”, ensayo incluido en El arco y la lira, lo siguiente: “Whitman puede cantar con toda confianza e inocencia la democracia en marcha porque la utopía americana se confunde y es indistinguible de la realidad americana. La poesía de Whitman es un gran sueño profético, pero es un sueño dentro de otro sueño, una profecía dentro de otra más vasta y que alimenta” (279). Paz sólo está hablando del Whitman del Canto a mí mismo, no del Whitman cuyo pensamiento logró transmitir a Walter Teller y Horace Traubel, en sus últimos años. Si hablamos de Whitman, ¿dónde dejamos estas líneas?:
“La vida americana: cada hombre tratando de derrotar a otro, abandonando modestia, abandonando honestidad, abandonando generosidad para lograrlo, creando una guerra, cada hombre contra cada hombre; todo el desgraciado asunto falsamente afinado por ideales de dinero, política de dinero, religiones de dinero, hombres de dinero.
Que Dios proteja nuestras libertades cuando el dinero tenga finalmente nuestras instituciones en sus garras.
(…) Creo en el más alto patriotismo, no el de mi país con razón o sin ella, Dios lo bendiga y al diablo el resto, no, no eso, sino mi país siendo grande, haciéndose más grande, dirigiendo la procesión, pero en inspiración, no mediante la conquista”
Walt Whitman´s Camden Conversation, Walter Teller
¿Consecuencia de la misma lectura que hizo Paz para Pound?: Un rechazo. Era más cómodo seguir soñando ese sueño profético en el que todos los hombres eran buenos, justos, iguales, espirituales, libres, que pintar las cosas tal como eran. Y Pound trazó las geografías de los dramas que a él le preocupaban: el atraso en materia artística, el pretencioso estatus quo y el capitalismo estafador, usurero. “En la parte alta del estado de New York hay pueblos que no están informados sobre el final de la Guerra Civil, donde aún se habla de Clay y de Webster, y donde se imagina que los debates del Congreso son un asunto de oratoria (…) Dentro de cien años tal vez tendremos un campesinado tan bruto como cualquiera de los de Europa. Desde el punto de vista intelectual, el peor elemento de los pueblos son “las buenas familias” de los pequeños “pueblos perdidos”. Poseen propiedades. Son el factor más importante de la zona. No permiten que se sepa que, si se movieran de su rincón, perderían toda su importancia. Mantienen el status quo y rechazan todas las innovaciones (42). En unos de sus ensayos, “¿Para qué sirve el dinero?”, Pound explica lo que es la usura, pero sólo citaré algunas de las líneas más violentas del ensayo, en las que expone juicios propios: “La historia de ese maldito siglo XIX no nos enseña más que la violación de estos principios por una usucracia demo-liberal”, refiriéndose al derecho a la propiedad del que habló Robespierre, para luego decir que “la doctrina del Capital ha demostrado por sí misma que se la podía resumir como un permiso concedido a los ladrones sin escrúpulos y a los grupos antisociales de corroer los derechos de la propiedad”, razón por la que, dice Pound, “La usura es el cáncer del mundo, (y) sólo el bisturí del Fascismo puede extirparla de la vida de las naciones” (137). Sentencia de muerte en vida para Pound.
En su “sueño”, Whitman no pudo haber visto la realidad de una manera tan descarnada, cosa que no le resta el más mínimo mérito como poeta, entre otras cosas porque no vivió ni desde el tiempo ni la perspectiva de Pound. Sin embargo, encontramos estos libros escritos por discípulos suyos al final de su vida –y traducidos por Rafael Cadenas- donde se hace presente un desencanto con la patria, específicamente en relación al tema del dinero, la codicia y la conquista.
Pound, que quería pintar la cosa, real o irreal, tal como la veía, se negó a participar en las revistas del status quo, que aún dormían el sueño profético de Whitman –al menos el que Paz ve en Canto a mí mismo-, porque “el negocio del artista es decir la verdad a pesar de que a alguien pudiera no gustarle, y el negocio del editor de la revista es mantener su circulación” (29). Hasta que en Chicago se encendió una luz moderna: “Poetry”. Harriet Monroe la funda en 1912, como nos cuenta Ignacio Iribarren Borges en su libro Una revolución literaria y sus autores: Yeats, Joyce, Pound y Eliot. En esa revista invitan a participar a Pound, quien se mostró receptivo. En el libro de Iribarren se cita la respuesta que el poeta envía de vuelta a Harriet Monroe: “Estoy muy interesado en su proyecto y, hasta donde lo entiendo, me parece no solamente bueno, sino el único posible. En Estados Unidos no existe otra revista que no sea un insulto a un artista serio y a la dignidad de su arte (…) La gloria de cualquier nación es producir un arte que pueda ser exportado sin que avergüence a su lugar de origen” (75).
En el fondo, lo que Pound más quería era que su país tuviera un arte propio, digno de exportación y del que pudiera sentirse orgulloso. Estaba obsesionado con la idea del Risorgimento, que era para él “un despertar intelectual”. Por supuesto, ya había pensado el tipo de educación que debían tener los artistas que formaran parte de ese resurgimiento. Y dedicó su vida a apoyarlos de muchas maneras. Sobre esto Iribarren escribe: “Es harto conocida la iniciativa de Pound para organizar un fondo destinado al sostenimiento de los escritores permitiéndoles su dedicación al arte. El primer beneficiario habría de ser Eliot, como lo sugiere en su carta de 1922 a William Carlos Williams” (77). También han dado fe de ello las palabras del mismo Eliot en su ensayo “Ezra Pound”, pero cito las de Hemingway en su “Homenaje a Ezra Pound”:
“Así pues, tenemos, por el momento, al gran poeta Pound que consagra, digamos, un quinto de su tiempo a la poesía, y el resto, a ayudar a sus amigos, desde el punto de vista material y artístico. Los defiende cuando son atacados, los hace publicar en revistas y los saca de la cárcel. Les presta dinero. Les vende los cuadros. Les organiza conciertos. Les dedica artículos. Les presenta a mujeres ricas. Hace que los editores les publiquen sus libros. Se queda con ellos toda la noche, cuando creen estar en agonía y es testigo de su testamento.
Les paga las cuentas del hospital y los disuade del suicidio. A fin de cuentas, hay algunos que se abstienen de darle una puñalada a la primera ocasión” (155-156).
Pound tenía una gran fe en su proyecto: “He declarado mi fe en la inminencia de un Risorgimento norteamericano. No es mi intención halagar al país sosteniendo que su actual condición sea otra que la del territorio medieval en la Edades Oscuras”, escribe en Patria mía (27).
Para él, el arte sólo iba a entrar a Estados Unidos como en Alejandría: subsidiado. Y además, los gobernantes o quien se encargue de semejante proyecto de promoción cultural en un país, no podía contentarse sólo con el subsidio, sino que también debían estimular el intercambio entre los artistas, y que de ese modo ellos se estimulasen entre sí. La idea la tomó del Renacimiento: “si uno estudia el cinquecento con atención podrá descubrir que el temprano renacimiento tuvo dos requisitos. El primero fue un indiscriminado entusiasmo; el segundo, la propaganda. Estoy diciendo exactamente lo que quiero decir. Que, tras el despertar, hubo un grupo de hombres determinados, pacientes, informalmente atados por vínculos de ambición de la cual sabían que podrían extraer pocos beneficios” (56).
A su vez hizo una crítica honda a las instituciones académicas de su tiempo en su país: “Es lamentablemente cierto que las facultades y universidades hablan de democracia e incuban snobismo, y que se inclinan hacia un mezquino monopolio. Pero esto a su vez genera al ocasional rebelde, a través de un proceso bastante similar a la vacuna” (61). Y en cuanto al entusiasmo escribe que “Las Humanidades”, “parecen atraer a los alumnos más flojos y apagados, a saber, gente cuya mayor aspiración es la cátedra” (62). En otros de sus ensayos, como por ejemplo “Para un método”, diseña un plan de estudio sobre literaturas occidentales comparadas, y explica por qué ciertos autores que enseñan en las universidades, por ejemplo Virgilio, son, para él, prescindibles.
Ezra Pound fue consecuente con su proyecto y se movió para que sucediera. Fue el “corrector” de “La tierra baldía” de Eliot, a la que hizo un pertinente trabajo de “poda”. Me detengo aquí un momento, para que sea el mismo Eliot quien nos de su versión sobre este interesante episodio de la literatura norteamericana: “Escribo todo esto en pasado, porque he querido referirme a un período preciso, entre 1910 y 1922 –y en lo que a mí concierne, de 1915 a 1922 (en aquel año le presenté los caóticos borradores de The waste land, que salió de sus manos reducida a la mitad, en su forma definitiva. Por un lado, prefiero creer que el manuscrito completo se ha perdido definitivamente, pero por otro, desearía que se hubieran conservado las rayas en lápiz azul, que Pound hizo en el manuscrito, como testimonio irrefutable de su genio crítico)” (145).
También Eliot tiene un gran mérito, por lo que apunta Ignacio Iribarren: examinaba los modelos de Pound y los ajustaba a sus necesidades. Joyce, que tuvo un roce con Pound por asuntos literarios, dijo sobre Pound que “hace más de veinte años comenzó su vigorosa campaña en mi favor y es posible, que si no hubiera sido por él, yo todavía sería el desconocido asalariado que él descubrió” (77). A tal punto llegó la lucidez del desquiciado genio Ezra Pound, que escribió en Patria mía las aplicaciones para combatir las “fuerzas” académicas que criticaba:
“I. Llevar al artista contemporáneo hasta los seminarios universitarios; para restaurar algo que se parezca al fervor y a la discusión iluminada, citando como precedente las condiciones que existían en la Universidad de París durante el tiempo de Abelardo.
II. Hacer que las tesis y seminarios lleguen a la prensa.
III. La super-facultad.
Las primeras dos propuestas pueden parecer dementes, y la tercera incomprensible. Pero paciencia, tal vez me encuentre en uno de mis intervalos más lúcidos” (65).
A su vez, Pound había ideado un sistema de depósitos para la manutención de estos jóvenes artistas, que impulsaría el resurgimiento norteamericano, como no se ha visto desde el Quattrocento en Italia, según él. En su ensayo “Renacimiento”, dijo así: “Si se rentara a distintas y numerosas personalidades, con una renta vitalicia, de modo que pudiera ser transferida de artista a artista – se colocaría al arte en situación de desafiar la presión subversiva de las ventajas comerciales y de los espíritus mediocres que constituyen la ruina y el terror de las democracias” (166). En otras palabras era un sistema mediante el que estas personalidades podían nombrar como herederos de su fortuna a los artistas de su confianza, en vez de “a profesores improductivos, a predicadores fatuos que pregonan una teoría estilizada del cristianismo” (Pound).
El renacimiento de la cultura de un país era, para Ezra Pound, algo de sumo provecho para este por varias razones. Primero hay que decir que este se convertía, no literalmente, en el centro del mundo. Eso, en el caso de Francia, que según Pound sólo pudo sobrevivir a los años 1870-1914 gracias a que fue el epicentro de las artes en el mundo, y estos a causa de que en el Medioevo ya contaban con una universidad. Y eso era lo que Pound quería para Norteamérica. Pero ha venido sucediendo, cada vez más que las sociedades occidentales han puesto en un lugar de primera importancia a las ciencias, por lo que las becas y estímulos a creadores artísticos se han visto limitadas al ámbito universitario académico. Entonces, se explica en las líneas en que Pound reflexiona sobre ello, el tema de la “superfacultad”: “Arte y ciencia corren paralelas. No apreciarlas en la medida de su interrelación es subestimar a ambas. Lo que sirve para una, sirve para otra” (167).
En este punto es cuando las ideas de Pound sobre las “literaturas comparadas” se enlazan con estas de la superfacultad, el proyecto de subsidio para el resurgimiento del arte en su país, donde veía artistas capaces, como ellos (Joyce, Eliot, Williams, etc.) demostraron serlo. Con el subsidio necesario los grupos de artistas que se agruparan, podrían desarrollar las tres estrategias que Pound propuso, para que el siglo XX tuviera su Quattrocento:
Que es necesaria una crítica de la poesía basada en la poesía universal, y de máxima excelencia. (No tiene la menos importancia que este nivel coincida con mis propias predilecciones, o excentricidades, o excesos. Importa, eso sí, que lo determinen críticos versados en poesía universal, y que, además, conozcan el oficio).
Que debe existir un subsidio establecido para los artistas, escritores, etc., que los habilite para proseguir con las más elevadas ambiciones, sin que sea necesario conciliarlos con el ignorante en route. (Hasta los poetas de nuestras revistas podrían crear algo que valga la pena si pudieran costearse ocasionalmente un paréntesis de seis meses seguidos, o de un año).
Tendrían que fundarse centros como los que he descrito. Tendría que haber en Norteamérica la “gloire de cénacle”. Las leyes deberían favorecer más al autor creativo que al editor. Es un asunto demasiado largo para dedicarse a polemizarlo” (167).
En la última entrevista, maliciosa, que le hiciera Grazia Livi, en la casa de su hija en Venecia, vemos a un hombre que al final de sus días ha llegado a lo que él mismo llamó la gran incertidumbre, y Rafael Cadenas, en su poema “Entrevista”, pusiera mayúsculas: “Gran Incertidumbre”. Pound dice en la entrevista: “Mire: toda mi vida creí que sabía algo. Después llegó un día extraño y me di cuenta de que no sabía nada. Y las palabras se han vaciado de sentido (…) El mundo contemporáneo no existe. No existe nada que no esté en relación con el pasado y con el futuro. El mundo actual es una fusión, un arco en el tiempo. Pero se lo repito, yo ya no sé nada. He llegado demasiado tarde a la gran incertidumbre total…” (179).
Hay dos poemas de Pound que hablan sobre lo que se ha venido diciendo en el ensayo. Uno de ellos es “Pacto”, y es conversación con Whitman: “Es tiempo de que pactemos, Walt Whitman; / Te he detestado ya bastante. / Vengo a ti como un chico ya crecido / Que tuvo un padre terco; / Estoy ya en edad de hacer amigos. / Fuiste tú quien cortó la leña nueva / Y es tiempo de tallar. / Tenemos una sola raíz y la misma savia: / Haya comercio entre nosotros”.
Ahí está la herencia y la nueva propuesta.
El otro poema es a “Los demás”, esos artistas que se conformaron con lo que había en Norteamérica: “¡Oh minoría indefensa de mi patria, / oh restos esclavizados! / Artistas que os habéis roto contra ella, / descarriados, perdidos en los pueblos, / objetos de recelo, / de maledicencias, / amantes de la belleza, famélicos / frustrados por los sistemas, / indefensos contra el control; / vosotros que no podéis rendir al máximo / por seguir buscando el éxito, / vosotros que sólo podéis hablar, / que no encontráis el coraje para reafirmaros; / vosotros cuya sensibilidad más fina, / se rompe contra el falso conocimiento, / vosotros que tenéis sabiduría de primera mano, / los odiados, los encerrados, en quienes nadie confía, / daos cuenta: / ya he capeado la tormenta, / he vencido mi exilio”.