Entré en el Cementerio del Sur y no he muerto
Jueves 18 de febrero, 1:00 PM. Levanté la mirada hacia las letras metalicas de aquella fachada desgastada, blanquecina: Cementerio General del Sur 1876-1959 – parpadee un par de veces, el sol me escocía la cara. Respiré hondo, nervioso. El olor de las flores se mezclaba con los vapores que expulsaba el concreto bajo el sol de la tarde; el piso ardía y la ropa se pegaba a la piel sudada. Aquella era mi primera vez en un camposanto; huí toda mi vida – en cuanto pude- de las lápidas y los sepulcros enterrados, del dolor de la despedida y el luto matinal. Me reí de la ironía: Familia y amigos sepultados muy lejos de Caracas, y yo terminé pisando el Cementerio General del Sur, una maqueta centenaria en las faldas de un cerro caraqueño. Bomba mediática. Llegué arrastrado por la curiosidad periodística, por su historia.
Algunos perros paseaban entre largas filas de lápidas levantadas, laberínticas. El vallenato, las motos aparcadas, la cerveza y el gentío anunciaban un nuevo entierro en el Cementerio del Sur. Las coronas fúnebres adornaban la parcela más cercana a la entrada del camposanto . Niños jugaban con restos de tumbas y mármol. Ni un llanto.
La presencia de la prensa resulta incómoda; trabajadores y visitantes miraban con desconfianza el cuaderno de apuntes y el “clic” de la cámara fotográfica: «clic» (1), «clic» (2), miradas serias, transeúntes cabizbajos. En una de las tantas galerías, entre parcelas saqueadas y esculturas de mármol suplicantes, la vendedora de refrescos y chucherías, con una sonrisa nerviosa y muda se negó a responder a casi todas las preguntas, a excepción de una: «¿Es peligroso hablar?», ella asintió. Ni los sepultureros, ni David -el joven que vende café en el cementerio- quisieron hablar , cada obrero remitió al otro: «No, búsquense a alguien más; a ese hombre que está allá», dijo cortante uno de los sepultureros. La historia de delincuencia, droga y robo de cadáveres en la histórica necrópolis aún está fresca; las miradas son esquivas, sigilosas.
Las patrullas del CICPC ya habían logrado sacar al cortejo fúnebre del muerto recién llegado en la entrada principal del camposanto; las motos aceleraron hacia el barrio, el difunto se quedó solo. La música se detuvo, y fue entonces cuando alguien habló: «Yo me llamo Julián Ortega, empecé a trabajar en el cementerio a dos días de cumplir 17 años, ahora tengo 87. Cuando yo entré a trabajar aquí, esto era cementerio; había agua, había luz; venían los familiares a hacer comida y café para amanecer con sus muertos. Nunca se había visto lo que se está viendo ahora: Venden aguardiente, hay una cuerda de borrachos; fuman droga, tabaco, están destapando y llevándose a esos muertos”. Un perro huesudo se lanzó en la refrescante y sucia agua de la fuente en la entrada del camposanto; el sol seguía inclemente.
Los sepultureros miraban a Julián mientras continuaba: “…Son miedosos, pero yo no tengo miedo.”- dijo refiriéndose a la autocensura de los obreros sobre la situación actual del cementerio. Uno de los hombres se levantó, apartó la vista del anciano; se perdió entre el monumento en honor a los Mártires del 27 de Febrero. Nombres desconocidos.
“Ya no es un lugar para el descanso eterno, se convirtió en un lugar de alta rotación”, comentó uno de los usuarios en la comunidad virtual de amigos del Cementerio General del Sur. “La tumba de mis bisabuelos fue saqueada. Todo el mármol desapareció, abrieron los ataúdes. Horrible.”, se lee en otro comentario. “Siempre se respetó a los muertos, ¿Qué pasa, por Dios?”, alguien escribió el 11-02-16.
El peso de una historia centenaria y la decadencia urbana cae sobre los hombros de las estatuas entre las parcelas: corredores con ángeles de coronillas ennegrecidas, santos mutilados, y leyendas de la religiosidad caraqueña degolladas. Tumbas cavernosas, vacías. Flores recientes en sepulcros de 1900, envolturas de pepitos, el satén arrancado de los ataúdes, la grama alta y vasos plásticos de café. Los restos inhumados de Armando Reverón, Carlos Delgado Chalbaud y Robert Serra.
“El monumento funerario capturaba el espíritu del fallecido y lo dejaba expuesto en piedra permanente a las generaciones futuras. A tono con el culto a los muertos en las sociedades griega y romana de la antigüedad.”, explicó Rafael Cartay en su texto “La Muerte”, sobre la fundación del Cementerio General del Sur. Las tradiciones europeas de los primeros inmigrantes se mezclan con la venezolanidad del nuevo milenio. Caminar entre las tumbas de esta necrópolis, es encontrarse con el pasado enterrado de la ciudad, con agujeros y cofres desvalijados; es encontrarse con la certidumbre de que muchos muertos ya no están; y que todas las historias políticas quedaron grabadas en epitafios: La casi nobleza caraqueña del siglo pasado, afincada en el granito y en los rostros llorosos del arte fúnebre, y las tumbas de los héroes de la revolución que llegaron con la modernidad: «Con Chávez todo, sin Chávez plomo», se lee en el grabado de la tumba de Lina Ron.
Hoy los vecinos bajan a sus muertos desde el barrio por un camino de tierra seca, largo y caluroso al mediodía, a enterrar los restos en los espacios libres de aquellas parcelas sucias, entre ataúdes ultrajados, el silencio de los sepultureros, vendedores de «caña» y música popular.
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