Reflexiones sobre la naturaleza del tratado nuclear de Irán
La anatomía de un fiasco
Hoy se cumplen dos meses del ‘Día de la Implementación’ del tratado nuclear de Irán. Desde su creación en julio de 2015, la opinión mundial se mantiene casi unánime en la aprobación del mismo, catalogándolo como el ‘mayor logro’ del presidente Obama en 2015. Digo que es ‘casi unánime,’ ya que la oposición que encuentra no es una de carácter principista: lo que los demás candidatos presidenciales nos dicen es que ellos pudieron haber logrado un ‘mejor’ acuerdo. Se nos afirma constantemente que éste es un “éxito diplomático” que abrirá un nuevo capítulo en las relaciones de EEUU e Irán, y que solo el tiempo “revelará si funcionó.”
Antes de emitir algún juicio a priori sobre las consecuencias que acarreará dicho acuerdo (y de que se me llame obtuso) simplemente revisaré algunos de los acontecimientos recientes entre las relaciones de los dos países.
Tan sólo cuatro días antes de la implementación, diez marines americanos fueron injustamente retenidos por los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria Islámica durante casi 24 horas, cuando, gracias a las conversaciones diplomáticas a larga distancia entre Washington y Teherán, fueron regresados sin represalias.
Justo dos meses después, el pasado viernes, se oye la llamada de Benjamín Netanyahu pidiendo el apoyo de los demás líderes mundiales para castigar a Irán, en presencia de las recientes pruebas realizadas con misiles balísticos. Es muy probable que el asunto se tratará como siempre se ha hecho: tanto Netanyahu como el resto del mundo terminará dando la espalda a Israel y a sí mismos.
Pero aparte de esos hechos – que muchos lectores los encontrarán como nimiedades -, ¿qué puede esperarse de un tratado de tal naturaleza? Para responder a esto, me remitiré a la historia moderna de Europa, cierto día de septiembre de 1938.
El primer ministro británico Neville Chamberlain aterriza en Heston Aerodrome, y ante una multitud lee el documento que representa “el tratado de su carrera.” Luego de terminar, concluye con las siguientes palabras:
Mis queridos amigos, por segunda vez en nuestra historia, un primer ministro británico ha regresado de Alemania trayendo consigo paz con honor. Creo que es la paz para nuestra era. Les agradecemos desde el fondo de nuestros corazones. Id a casa y tened un sueño tranquilo.
Menos de un año después, el ejército de Adolf Hitler marcharía a través de la frontera polaca, dando así inicio a la matanza más brutal de la historia. (Últimamente me he estado preguntando si no es acaso un signo ominoso del estado de nuestra sociedad que muy frecuentemente nos vemos en la necesidad de volver precisamente a este preludio, del que, al parecer, no se ha aprendido nada).
Vemos, pues, que el efecto de las políticas de apaciguamiento no implican la paz, sino que en ellas se encuentra el punto de apoyo en que los antagonistas de la historia logran adquirir confianza moral y empoderamiento político y militar. La ilusión del éxito que pudieran lograr sus causas solo puede ser avivada por la pusilanimidad de aquellos que, de alguna manera, defienden lo que es bueno y verdadero. Sin embargo, una diferencia crucial pone en claro contraste la Gran Bretaña de 1938 con respecto a la sociedad occidental de hoy.
En la misma tarde del Día de la Implementación, en su declaración televisada dirigida al pueblo americano, el presidente Obama comunica con toda franqueza al mundo que “el tratado nuclear nunca fue pensado para resolver todas nuestras diferencias con Irán.”
¿Qué pretende decirnos con esto? ¿Es posible que el representante de los Estados Unidos de América, la cúspide existencial de los ideales de la Ilustración, “la tierra de los libres y la patria de los valientes,” declare ante el mundo entero que se encuentran en una situación de impotencia, y que por lo tanto todos sus intereses deben comprometerse?
Estamos en una era muy diferente; ya no se habla de aquella ‘paz con honor’ de Wilson, o de Chamberlain. ¿Dónde ha quedado aquel ‘Bien Supremo’ por el que hace un siglo nos hubiéramos inmolado voluntariamente?
No deseo ser malentendido: sostengo que cualquier código ético que contemple el sacrificio propio como un medio válido para alcanzar un fin debe ser rechazado y denunciado abiertamente. Pero, hasta hace poco, por lo menos podíamos actuar bajo el pretexto de la promesa del Futuro, del Bien del pueblo, o del Cielo y la Eternidad.
Hoy no se nos dan tales esperanzas. Una victoria definitiva, se nos dice constantemente no debe ser esperada; y tampoco debería ser deseada. Estamos en presencia de la destrucción de todos los valores, verdaderos y falsos. Esta idea, que se ha implantado en Occidente con mucho éxito, no tiene otro nombre sino nihilismo: “el odio del bien por ser el bien,” como lo define Ayn Rand. Con él vemos triunfar las ideas de los intelectuales del modernismo, de la Nueva Izquierda de los ‘60s, y del modelo kantiano del sacrificio por el sacrificio.
La política exterior de los Estados Unidos, por lo menos en la última década, y en especial, el tratado nuclear de Irán, se ha determinado bajo este código: destruyendo todos los valores, precisamente por ser valores; asumiendo el rol de la víctima, encorvándose y pidiendo disculpas, mientras que el enemigo crece en confianza moral y hostilidad.
El Dr. Leonard Peikoff, en su libro The DIM Hypothesis, plantea el rol de la filosofía en la historia de la cultura Occidental y nos hace una predicción lógica sobre el futuro de América. Si está en lo correcto (y yo sostengo que sí), la ideología del totalitarismo religioso tomará el control de América en cuarenta años, si antes no ocurre un hecho significativo que acelere este proceso.
Espero que esté en lo correcto.
Nunca desearía encontrarme en esta situación, pero si hoy se me confrontara (con un revólver en la sien) con la disyuntiva entre destruir todo lo que considero valioso en nombre de la nada, o bien, por la consecución de un ‘Bien Supremo’, enseguida tomaría mis armas para defender esta última. Esto no es noble pero, por lo menos, moriría por algo.