Más que un gobierno, en Brasil cruje un sistema

Por que não tem Lava Jato na Argentina?» Corría 2015 y un colega paulista me instó a escribir para Folha de São Paulo. Quería que explicase el contraste entre los dos países. Si en ambos había alta percepción de corrupción y gente contando plata, ¿a qué se debía que Brasil tuviera empresarios presos y madurara el juicio político mientras que en la Argentina todavía no?

Recusé la invitación. La corrupción es opaca pero, sobre todo, aburrida. La relación entre dinero y política en ningún lado está bien regulada. Por eso un multimillonario subnormal puede llegar a presidente de Estados Unidos. Por eso Helmut Kohl, el prócer de la reunificación alemana, debió devolver millones que había recibido para la campaña. Y por eso Bettino Craxi murió en el exilio africano. La corrupción es ubicua: todo el mundo roba pero hace. Hasta que alguien roba de más o se olvida de hacer.

En Brasil los olvidos fueron cinco.

Primero se olvidaron de crecer. En países en desarrollo, una condición necesaria para que la corrupción caiga mal es la crisis económica. Brasil se contrajo un 4% el año pasado y amenaza con repetir. Si achicarse es malo, peor es hacerlo después de una década de crecimiento que disparó expectativas. Los brasileños van a vivir un poco peor que en el pasado, pero mucho peor que en el futuro imaginado. Lo que la opinión pública condena es, antes que el fracaso, la estafa. Y, sin embargo, la responsabilidad del gobierno es parcial. Las vacas flacas se deben a factores externos; el pecado fue no ahorrar cuando eran gordas.

El segundo factor olvidado es la polarización social. Si alguien cree que la grieta argentina es grande, es porque no miró al Norte. El kirchnerismo polarizó la clase media. Los que dejaron de hablarse eran pares: amigos, familia. En un video de campaña que se tornó viral, un mediano empresario trataba de convencer a sus trabajadores de que votasen por el proyecto. En Brasil, en cambio, la división es entre clases, y es rabiosa. Sólo la enorme cordialidad nacional es capaz de disimular tanto odio racista. El país tiene siete millones de empleadas domésticas, o sea una de cada seis mujeres que están en el mercado de trabajo. Eso convierte las relaciones laborales asimétricas en subordinación íntima y cotidiana. El PT nunca puso en causa la propiedad privada ni el sistema capitalista, sólo concedió derechos a quienes nada tenían. Así, la grieta no es ideológica, sino de clase y raza; la confrontación no es sobre proyectos, sino sobre la jerarquía social.

El tercer factor es la fragmentación política. Un kirchnerista puede victimizarse con la fantasía de que si hubiera ganado Scioli, habría enfrentado el mismo escenario que Dilma. Delirio. Con la victoria, el PJ seguiría teniendo la mayoría absoluta del Senado y estaría muy cerca de ella en Diputados. Brasil, en cambio, sufre el Congreso más fragmentado del mundo. Dilma llegó a poblar su gabinete con 39 ministros de diez partidos diferentes, desde la extrema izquierda hasta la extrema derecha, para construir una coalición mayoritaria. Lo que ahora se le desgrana es la coalición, pero también el partido. Hoy el PT tiene 58 diputados sobre 513 y 11 senadores sobre 81: sin sus aliados no es nada. El presidencialismo de coalición, gran invento brasileño, implica que sin coalición no hay presidente.

El cuarto factor olvidado es la independencia judicial. A diferencia de lo que sucede en la Argentina, la inestabilidad política nunca se trasladó a la magistratura. En Brasil, la servilleta de Corach estaría repleta de legisladores en lugar de jueces. Ni los cambios de régimen ni los de gobierno implicaron alteraciones en juzgados, cámaras y cortes. Además, jueces y fiscales están bien pagos y gozan de enormes privilegios, como todos los altos empleados públicos. Esto significa que no precisan sobresueldos de la SIDE local para llevar una vida digna y, por lo tanto, no son rehenes del gobierno. Ni de los empresarios. Por eso, la que muchos consideran una conspiración político-judicial contra el campo popular terminó sentenciando a Marcelo Odebrecht, uno de los más poderosos hombres de negocios del país, a 19 años de prisión. Y por eso el juez del petrolão, Sérgio Moro, avisó hace 12 años lo que se venía. Escribió entonces, en un extenso análisis del caso mani pulite, que «en Brasil se encuentran presentes varias de las condiciones institucionales necesarias para la realización de una acción judicial semejante». Lo publicó en septiembre de 2004, y el que avisa no es traidor. Para los que hoy gritan «golpe», Moro anticipaba: «La lección más importante del mani pulite es que la acción judicial contra la corrupción sólo es eficaz con el apoyo de la democracia. Es ésta la que define sus límites y posibilidades. La acción judicial no puede substituir a la democracia en el combate a la corrupción».

El quinto factor es el liderazgo. No hace falta querer a Cristina para reconocerle habilidad política. Cuando muchos la subestimaban y todos creían que el doble comando dormía al lado, la viudez y la reelección demostraron una fortaleza que ni en Néstor se sospechaba. Simpática no es: los que gritaban bajo el balcón la adoraban, pero los que aplaudían sentados le temían. Y hoy la detestan. No importa: mientras estuvo en el poder se le subordinaron. Pero Dilma es una Cristina en harapos. Nadie la adora, algunos le temen y son cada vez más los que la desprecian. En contraste con Lula, una máquina de seducir, ella es una máquina de maltratar. Son apoteóticas las anécdotas que se cuentan en su entorno: «Me poupe, ministro, de ouvir as suas bobagens!» (¡Guárdeselo, ministro, evíteme tener que escuchar sus estupideces!»), cortó en seco a su canciller delante de testigos. Con el gobierno en ruinas, su capacidad de trabajo ya no logra esconder la falta de inteligencia emocional. El regreso de Lula al gobierno buscaba impunidad, sí, pero también recomponer las relaciones humanas, sin las cuales no hay coordinación posible.

Los eventos brasileños encarnan un fenómeno que el politólogo Aníbal Pérez Liñán denominó «nueva inestabilidad presidencial»: a diferencia del pasado, hoy los presidentes pueden caer, pero la democracia sigue. La interrupción del mandato es procesada constitucionalmente y la sucesión se realiza mediante reglas preestablecidas. Mariana Llanos y Leiv Marsteintredet mostraron que, en América latina, las caídas presidenciales emanan de conflictos con el Congreso. Por eso las ven como una deriva parlamentarista del presidencialismo: el jefe de gobierno es elegido por un período fijo, pero una disputa con el otro órgano democráticamente elegido puede flexibilizar su duración. Como en Europa, el gobernante que pierde la mayoría legislativa pierde el poder. Y si no fue golpe cuando el Congreso destituyó a Collor de Mello, no lo será si destituye a Dilma. Ni siquiera si la mayoría de los congresistas son corruptos, algo de lo que no hay razones para dudar.

Independientemente del resultado del impeachment, el futuro de Brasil es cenagoso. La economía va a seguir derrapando y la política no es capaz de procesar tanta fragmentación. Paradójicamente, la corrupción era el lubricante que hacía funcionar la máquina del Estado. Con los jueces cebados, el país ya no será gobernable sin una reforma electoral y partidaria. Pero eso es justamente lo que la polarización inhibe.

Lo que está en juicio, entonces, no es un gobierno, sino un sistema. Y cuando Brasil estornuda es mejor abrigarse, porque la corrupción y su combate son contagiosos.

Este artículo fue originalmente publicado en el diario La Nación de Argentina. (www.lanacion.com.ar)

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