CRÓNICA DE LA OTRA VERDAD

Por Ricardo del Búfalo

@RDelBufalo

 

 

 

El despertador de su BlackBerry revienta a las 4:30 a.m. Pero como está demasiado cansado se para de la cama a las 4:32 a.m. Ya se le está haciendo tarde. Tiene que salir a las 5 en punto porque si no, no llega. Se levanta contra su voluntad, sin poder abrir los ojos y se arrastra hacia el baño con la misma resignación del día anterior:

 

Ojalá uno pudiera dormir un poquito más.

 

Pero bueno, así es Caracas.

 

Se quita los interiores y se mete a bañar con esa agua helada sacada del tanque que algún candidato a alcalde les regaló en la última campaña. Agarra un potecito que algún día llevaba margarina y se vierte el primer chorro de agua en la cabeza. Siente ese escalofrío familiar de todas las mañanas: el verdadero despertador. Pero hoy no hace efecto, el tiempo se le desvanece. Siente que su cabeza le pesa. Un “¡Hijo, vas a llegar tarde!” llega hasta la casa de la vecina.

 

Escucha el grito y abre los ojos mientras recupera la noción del tiempo. Se había quedado dormido, así, parado, desnudo y con frío. No se había echado ni champú. Se termina de bañar rapidito. Se sale, se seca y se empieza a vestir. Ya es tarde. Hasta su cuarto se coló el olor más rico del día. Su mamá, cuyo reloj biológico la hizo despertarse a las 4 en punto, ya le tiene sus dos arepas listas. De jamón y queso. Él se queja:

 

Coño, mamá, ¿vas a seguir haciendo las ocho arepas todos los días?

 

La mira mientras amasa su última bolita y repregunta:

 

¿Cuántas me como yo?

 

Dos -murmura Griselda, sin quitar los ojos del budare.

 

¿Y cuántas te comes tú? –dice, comiendo con prisa porque se acerca la hora de salir.

 

Una, a veces dos -contesta con esa sensación de que se aproxima un sermón repetitivo.

 

¿Y entonces, las otras cinco para qué?

 

Para tus hermanos.

 

¡¿Hasta cuándo, vale?! Ya Juan y Yilber no están. Tienes que entenderlo, no podemos gastar la harina que no tenemos.

 

Pero yo les quiero hacer sus arepas.

 

Los muertos no comen, mamá.

 

Alberto ve el reloj del microondas, las 5:27, y se apura:

 

¡Mierda, son las 4 y 57! ¡Ya me vienen a buscar!

 

Al microondas nunca le cambiaron la hora desde que el gobierno solucionó el problema del tráfico adelantando el huso horario; ni Yilber, ni Juan, ni Alberto supieron cambiarla. Alberto se lleva la segunda arepa envuelta en una servilleta, se guinda su bolso en el hombro y se va corriendo. No le dio un beso a su mamá. En realidad, casi nunca se lo da cuando sale, más bien cuando llega. Llegar es el verdadero logro.

 

Tiene que bajar 245 escalones, recorrer unos cien metros y saltar una baranda para llegar hasta la camionetica que lo espera mal parada en el hombrillo de la Autopista Regional del Centro. El chofer es su pana, por eso lo hace. Cuando llega a Caracas se desvía un poco de la ruta para dejarlo más cerca del trabajo y así no tenga que agarrar otro autobús. Siempre hay un pasajero que se queja porque le parece injusto, pero no hay nada que hacer: el dueño del carrito es el que manda.

 

***

 

El sol salió hace rato y el bus todavía está en la bajada de Tazón.

 

Mira lo que pasa cuando llegas diez minutos tarde, Alberto.

 

Coño, perdón, mi hermano. Es que me quedé dormido esta mañana mientras me bañaba. Ayer no dormí casi porque llegué burd’e tarde. Chocaron como seis carros y la autopista estuvo trancada como por tres horas.

 

Hubieses dormido esas tres horas.

 

Sí, como si tú pudieras dormir estando vara’o en la boca del lobo.

 

Claro que puedo, sino pa’ que ando arma’o.

 

Ese eres tú.

 

Yo te he dicho que te puedo conseguir un hierro.

 

No, no, no. Después mato a alguien en una curda y me meto en peos.

 

Así nadie se mete contigo. Al que se ponga payaso, le metes dos pepazos y listo.

 

No, compa’. Yo no les hago a los demás lo que no me gusta que me hagan a mí. Es pecado.

 

Estás equivocado. Si tus hermanos hubiesen estado calza’os, nadie les hubiese metido dos pepazos.

 

Yo creo que sí estaban calza’os, pero nunca me quisieron decir.

 

Luego de un breve silencio, Alberto le comenta al chofer:

 

Deberías entregar el revólver. Si te para la guardia y te lo consigue, te metes en tremendo peo.

 

No vale, si yo tengo el porte. Comprado y legal.

 

Pero ahorita está la Ley Desarme esa.

 

No, chico. Yo les paso algo y me dejan quieto. Y si se ponen alza’os, les meto dos pepazos.

 

Qué le vas a estar cayendo a tiros a un guardia, vale.

 

***

 

Alberto se bajó del carrito corriendo y gritó de nuevo:

 

¡Gracias, compa’, nos vemos a las seis!

 

Va a llegar como a las nueve; dos horas tarde. Le espera un regaño y lo único que quiere hacer es ir con Yuleima a comer helado o llevarla al cine. Quiere renunciar desde hace cinco meses para trabajar más cerca de la casa, pero no le conviene porque este es el único trabajo que le garantiza sus prestaciones en diciembre.

 

Ojalá el año tuviese más diciembres –piensa.

 

Mientras camina a la oficina, le escribe mensajitos a Yuleima:

 

Hola, mi cielo ¿cómo amaneciste? ¿Quieres ir al cine esta noche?

 

Hola, bebé. Sí claro.

 

Métete en Internet a ver que películas hay, mi amor…

 

Está la romántica que te dije que quería ver.

 

—¿En cuánto están las entradas?

 

80 cada una

 

¿¡Quéééé!?

 

¿Las compras?

 

Coño, mi amor, yo creo que mejor lo dejamos para el 30

 

***

 

A la hora del almuerzo Alberto se va para el abasto de los chinos que queda a dos cuadras de la oficina. Cuando está llegando, ve una cola y exclama emocionado:

 

¡Hay papel!

 

Corre hacia la multitud y se coloca de último:

 

¿Esta es la cola para comprar papel? –pregunta al de enfrente.

 

Yo creo.

 

¡Coño, día de suerte! –comenta Alberto, esperando una risa, pero nada.

 

Este tipo no tiene sentido del humor –piensa.

 

Pasan veinte minutos y la cola no se ha movido. No alcanza a ver dónde empieza. Solo ve que recorre toda la acera y cruza en la esquina, donde está la entrada del abasto.

 

¿Y qué pasa, vale? –pregunta en voz alta Alberto, a ver si algún iluminado le brinda información valiosa.

 

Nada, esto no se mueve –dice una señora, que no parece muy iluminada.

 

Aguanta media hora más y la cola no avanza nada. Ni un centímetro. Los talones ya le duelen.

 

Ya vengo, aguántame un momentico el puesto –le dice al señor que tiene atrás y camina hacia el principio de la cola.

 

Al llegar, le pregunta a la señora que está de primera en la esquina de la calle, a unos metros de la entrada del abasto.

 

Señora, ¿qué está esperando usted?

 

¿Para qué? –responde con extrañeza.

 

Para comprar.

 

¿Comprar qué?

 

Lo que sea que vaya a comprar.

 

La señora lo mira como si estuviese hablando con un francés, y él continúa, tratando de explicarle…

 

Papel…

 

¿Ya llegó? ¡Ya vengo! -le dice al muchacho que tiene atrás y entra al abasto a buscar el preciado insumo.

 

Unas cuantas personas que escucharon la conversación también entraron. Alberto camina extrañado hacia un par de cajeras que están justo en la entrada y les pregunta si hay papel.

 

Tiene días que no llega -responde una de ellas- supuestamente llegaba esta mañana, pero si no llega antes de las 10, no llega en todo el día.

 

¿Y esa cola es para qué?

 

Porque creen que va a llegar hoy.

 

Como un favor de Dios, un camión de carga se estaciona enfrente del abasto y abre las puertas.

 

¡Llegó el papel! –grita una señora que está en la cola, y la multitud se empieza a acercar al camión rápidamente.

 

La señora que estaba de primera viene corriendo desde uno de los pasillos:

 

¡Yo estaba de primera, yo estaba de primera! –grita como energúmena.

 

El gerente del abasto corre hacia fuera a recibir el camión e intenta poner orden:

 

La cola empieza aquí.

 

La cola anterior se dispersa y un tipo que estaba de cuarto o de quinto se coloca de primero. Inmediatamente, la gente se acomoda detrás de él como metras que entran en un embudo. Alberto se queda fuera. No tiene las pilas puestas, está cansado. La señora, que hace un minuto estaba de primera, intenta ponerse delante de quien ahora es el primero, pero el tipo se enoja y le levanta la voz.

 

Anda para atrás, coleona –y la empuja hacia un lado.

 

Alberto, intentando defender a la señora, le dice al tipo:

 

Respeta a los mayores, vale.

 

Cállate, que no es contigo, marico.

 

Como un impulso, Alberto pensó lo útil que sería una pistola en ese momento.

 

***

 

Son poco más de las 8 de la noche; Alberto ya está llegando a la casa. Hoy no había tanta cola de regreso y (gracias a Dios) nadie chocó en el camino. Subiendo las escaleras del cerro, se para en el abasto de Romir a ver si hay papel. (En la cola del mediodía se le hicieron las dos y no quería volver a llegar tarde al trabajo). Romir le dice que no hay nada. Un tipo que estaba comprando jabón le ofrece un paquete de cuatro rollos.

 

¿Cien bolos? ¿Pero tú estás loco? ¿De dónde voy a sacar esa plata?

 

Eso es lo que vale.

 

Tú no puedes cobrarme cien bolos por cuatro rollos.

 

Anda a comprar a otro lado, entonces.

 

Déjamelo en cincuenta.

 

Ochenta.

 

Alberto lo piensa en silencio. No quiere y casi no puede pagarlos, pero en casa queda menos de un rollo. Siempre es preferible limpiarse con papel.

 

Te doy setenta, pues.

 

Dale.

 

Al terminar de pagar, el desconocido invita a Alberto a caminar con él hacia su casa, que queda al lado del abasto. Le da sus cuatro rollos de papel y en tono de complicidad le dice:

 

Toma mi tarjeta, cuando no consigas algo, me llamas. Te paso un dato: ve comprando jabón.

 

***

 

Alberto sube rápido por las escaleras. Está cansado, pero quiere llegar a acostarse. Abre la puerta de la casa y ve a su mamá en el cuarto sentada viendo televisión.

 

Hola, ma, ¿qué ves?

 

El canal ocho, papi. ¿Trajiste papel?

 

Sí. Un tipo en el abasto me vendió cuatro rollos.

 

Qué bueno.

 

¿Hay jabón? -se le acerca y le da un beso en la frente.

 

¿Jabón para qué?

 

Para lavar, para el cuerpo…

 

Sí, ahí queda.

 

Porque se va a acabar en unos días.

 

¿Quién dijo?

 

Alguien de confianza.

 

Se acuesta a ver la televisión con Griselda y le pregunta de nuevo, a pesar de que ya vio la pantalla.

 

¿Qué ves?

 

Noticias.

 

Se quita los zapatos encima de la cama y se dispone a escuchar el noticiero: “Gracias al horario estipulado en la Ley del Trabajo, los caraqueños pueden dormir más”. “El tráfico en Venezuela ha disminuido, dice el Instituto Barinés de Investigación”. “Plan Patria Segura ha incautado 1.000.000 de armas y ha reducido los asesinatos en los últimos meses, dice el ministro de Defensa”. “Gobierno asegura que la producción de papel higiénico no ha fallado desde que el Ejército ocupó todas las fábricas”. “Venezolanos tienen el salario mínimo más alto de la región: ‘un venezolano puede comprar de todo, puede ahorrar para comprarse un carro y además irse de viaje’, dice el Presidente”.

 

¡Ah! Ir al cine con Yuleima –anhela Alberto, mientras se levanta y va al baño a lavarse la cara.

 

De repente, suena la melodía de aquella cancioncita saturada: “Patria, patria, patria querida”. Hay cadena de radio y televisión. Un locutor advierte que el motivo de la cadena es transmitir el “Noticiero de la Verdad”. Alberto exclama:

 

Menos mal que ya quitaron el de la mentira.

 

Se quedó esperando una risa de su mamá, pero nada. Ni lo miró.

 

Aquí nadie tiene sentido del humor, vale.

 

***

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