El discurso del odio

Por Ivanna Méndez

@IvannaMendezM

 

 

 

Dijo Voltaire una vez que «aquellos que te hacen creer en absurdos pueden hacer que cometas atrocidades». Como si del régimen que vivimos actualmente se tratara, soy incapaz de encontrar palabras más adecuadas para reflejar lo que hoy vivimos. Las palabras de un líder que logró calar hasta los huesos de algunos, el eco de su discurso, materializado en una bala, se escucha aún en nuestros días.

 

En un país dañado, quebrado por el odio y el resentimiento, un niño como muchos otros, que iba a la escuela y le gustaba jugar basquetbol, que podría ser el hijo de cualquiera, sufrió las consecuencias de haber nacido en un país que no le regaló ni un solo segundo de democracia, libertad ni normalidad y donde luego de su muerte, todos nos sentimos vulnerables.

 

El martes 24 de febrero fue asesinado, Kluivert Roa, de 14 años de edad, durante un enfrentamiento entre manifestantes y funcionarios de la PNB en el estado Táchira. Aseguran que no se encontraba manifestando, solamente pasaba por allí luego de salir del Colegio Agustín Codazzi a pocas cuadras de la UCAT. Así fue mortalmente herido con un tiro en el cráneo por uno de los policías que se encontraba atacando, según dicen, a toda la cuadra.

 

Y entonces dejó de tratarse de «los muchachitos que salen a la calle a buscar lo que no se les ha perdido», de aquellos que no creen en la vía electoral, de los revoltosos de siempre, de los estudiantes cuyo vigor supera a veces a la racionalidad, y pasó a tratarse de cualquiera, del lado que sea, de un transeúnte, que simplemente se confunda con otro estudiante más, cualquiera puede ser el objetivo. Como si con la inseguridad habitual no fuera suficiente, como si además de preocuparse por los balas perdidas y encontradas de los delincuentes, hiciera falta recordar que hay que temer aún mas de los policías, aquellos cuya misión original era la de protegernos.

 

El policía, Javier Mora, fue imputado por homicidio intencional con agravante y uso indebido de un arma y permanecerá detenido en el Centro Penitenciario de Occidente. Muchos atribuyen lo ocurrido al mal entrenamiento de la policía, mientras que para otros no se trata de una falla de entrenamiento, sino de moral. El oficial violó toda la normativa acerca del uso progresivo y diferenciado de la fuerza, recurriendo directamente a la fuerza potencialmente mortal y saltando las etapas previas.

 

Sean cuales sean las razones, en un hecho como este, todos son culpables. Las autoridades aseguraron que el disparo fue efectuado con una escopeta de perdigones de plástico la cual no debe ser nunca usada en manifestaciones y mucho menos en el rostro, pues puede resultar mortal. Incluso el acta de defunción señala que la muerte fue causada por un arma de fuego, aunque no especifica cual. Por otra parte, el reporte del CICPC indica que fue una escopeta calibre 12, la cual habría sido heredada de la Policía Metropolitana y que se desconoce si actualmente en vez de polietileno les introducen partículas de plomo a los cartuchos. Desde el año pasado han sido varios los casos de heridos de gravedad por el uso de metras como municiones.

 

Testigos cuentan que el niño rogó para que no lo mataran. Pero, ¿qué es la piedad para un país lleno de odio? E incluso algunos aseguran que posteriormente el policía se arrodilló a pedir perdón.

 

En un país que como en el mundo «todo está perdonado de antemano y por tanto cínicamente permitido», entre miles de injusticias, por fin un oficial ha sido imputado, entre miles de casos de inocentes se ha hecho ¿justicia?

 

No existen palabras ni sentencias capaces de lavar la sangre de un inocente como ese de sus manos, no existe forma alguna de devolverle a esa madre su hijo.

 

Un discurso que ha logrado dividirnos, olvidar el venezolano que alguna vez fuimos.

 

Policía, basta de discursos de odio, que no se vuelva este país un eterno himno a los caídos. Por Kluivert, por Génesis, por Bassil, por Robert. Que no pidan perdón por lo que ya no puede salvarse, pidamos por recuperar la humanidad que hemos perdido.

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