De cierto proceso escriturario

Ilustración: Economía Hoy, Caracas, 21/08/1997.

El hábito es exigente y requiere de una específica y férrea disciplina, pues, la actividad política suele entorpecerlo, restándole tiempo y, faltando poco, aconsejando una mínima prudencia por la naturaleza misma del oficio. Además, bien lo señaló un novelista venezolano, residenciado en Madrid, J. C. Méndez Guédez, en un tweed afortunado: “Cómo cansa no escribir”.

Versamos sobre una tradición hoy olvidada, porque el dirigente que se reputara de tal, así fuese irregularmente, debía frecuentar las páginas de opinión para dejar el obligado testimonio de una reflexión organizada en medio de las circunstancias que le tocaba vivir.  E, incluso, en coyunturas muy exigentes, como las campañas electorales o los sucesos que lo forzaban a extremar las precauciones, solía delegar en alguien la redacción de sus planteamientos o escudarse tras un pseudónimo, como los que extraordinariamente prosperaron  para asentar una polémica ahora desconocida, aunque – eso de escribir por encargo – se hizo una práctica tan recurrente que convertía al autor en un respetable falsario.

El proceso de la escritura semanal, por lo general, dirimido a altas horas de la noche, naturalmente reporta ideas inacabadas o tentadas que aciertan o fallan, arriesgando al autor. Quizá por ello, la desconfianza cada vez más generalizada hacia los impresos que, por cierto, desestimulan las memorias de los viejos políticos, pues, se llevan a la tumba importantes secretos de los hechos que protagonizaron o atestiguaron, como de sus mismos procederes, ora para legar el buen nombre, radicalizando la confidencialidad de la logia, ora por la candidez de subestimarlos al creer que sólo caben los grandes, heroicos y noticiosos acontecimientos noticiosos,  como le ocurre a un amigo desenvuelto principalmente en las épocas de normalidad democrática.

La mayor delación del articulista que hace política, no es otra que la de su equipaje cultural y, así como hay políticos que se revelan como aceptables escritores, o al revés, los tenemos que no son una ni otra cosa, sino todo lo contrario.   Empero,  absurdo el cultorómetro, lo cierto es que los textos resultan imprescindibles para los tiempos del más intenso debate, algo ya lejano que celebra el homo videns del medio político.

Antaño, en la sociedad de libros, con la cultura de la imprenta, no había otro medio para comunicar las ideas que una respetable columna semanal o quincenal. Hogaño, la sociedad de la información, la que tiene por empeño digitalizar hasta los olores, se reduce al intercambio febril de pocos caracteres, propicio para el publicista que nos sabe alérgicos a una larga y tediosa argumentación.

Presumimos de un pluralismo que, aún en dictadura, avisa de contraposiciones, aunque – desentrenándonos – tememos a las réplicas y contrarréplicas. Esta sola posibilidad, genera desconfianza de propios y extraños que prefieren, por siempre, apelar al recurso de autoridad y, valores y principios aparte, la política es el reino de las relatividades y los eufemismos que todavía esperan por una einsteiniana aproximación.

El horario semanal sólo permite textos cortos, convengamos, más laboriosos que los largos, siendo inevitable – de uno u otro modo – la repetición de argumentos, el anclaje en palabras que devienen muletillas, las emboscadas tendidas por una sintaxis de las prisas y, con todas sus consecuencias, el no saber sobre qué escribir. Quizá estamos convencidos que, en las redes, hay mejores posibilidades para el olvido, repletos sus cementerios a favor de las jerarquizadas sandeces insepultas que los rodean, pues, resulta más fácil hallar la perdurable prensa escrita, por vetusta que fuese, que los bytes que alguna vez se dijeron promesas de un testimonio perenne, evaporados por otros portadores de un mejor juramento. 

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