¿Se acabó la riqueza?

Cuando miras largo tiempo al abismo,

el abismo también mira dentro de ti

Federico Nietzsche

Un título tan desolador acompañado de este perturbador epígrafe probablemente cause el rechazo inmediato de aquel que logre leer, al menos, hasta la segunda línea. Sin embargo, se trata de un desafío a nuestra conciencia colectiva.

Justo en este momento cuando una esperanza diferente pareciera habernos revelado, siempre es bueno tener en cuenta que en las crisis algunas emociones tienen la facultad de conducirnos al fracaso.

Oportuno será, entonces, recordar que la riqueza no es algo dado, no está ahí aguardando a ser tomada – arrebatada – por quien la consiga. No. La riqueza es algo por lo que se debe trabajar. Incluso la espiritual.

Un cúmulo de emociones produce ver que, en este punto de nuestra historia, los venezolanos, por fin, nos hemos puesto de acuerdo en algo. No hay órgano represor que nos acalle. No existe partido político que nos confunda. No hay ninguna autoridad política o militar que nos amedrente. Tenemos un claro objetivo común. Y aunque es verdad que hay mucha rabia contenida por los innumerables padecimientos sufridos durante estos calamitosos, trágicos veinte años, deberíamos intentar no perder lo que el chavismo y su maldición jugó a robarnos: la sindéresis. ¡Bella palabra! ¡Inmejorable ejercicio!

Hace poco escribí en las redes sociales que, si nuestro grito de lucha y nuestra consigna política son insultos contra el tirano usurpador, entonces ya no hay lucha, la perdimos, ganaron los malos de esta película llamada socialismo del siglo XXI. Adriana Bolívar tiene años denunciando el insulto en el discurso político de nuestro país, a través de una extensa producción que hoy tiene más vigencia que nunca. El insulto directo o velado contra la dignidad de las personas debería ser considerado el principio de la no política. Nosotros conocemos bien de qué se trata porque tenemos veinte años tolerando vejaciones de toda especie procedentes de esa no-política institucionalizada por el régimen.

El insulto degrada no sólo a quien va dirigido sino al que lo profiere. Insultando al tirano no lograremos que se vaya más temprano. Algunos podrán objetar que lo hacen por merecida catarsis. Otros, porque hemos sufrido demasiado. Y aunque todo eso es verdad, con el insulto y la vulgaridad no resucitaremos a los mártires que murieron en las protestas, o de hambre, o por falta de atención médica o de fármacos, o a manos de la delincuencia común aupada por el desgobierno, ni resarciremos a los torturados, ni a los presos políticos, ni a los exiliados, ni revertiremos el innumerable etcétera de violencia naturalizada por este oprobioso régimen del horror. El insulto y la conducta grosera han sido siempre los signos distintivos de quienes desgobiernan Venezuela, y ninguna persona de bien, en su sano juicio, quiere ser como aquello que tanto adversa.

Cuando llegue el día que tanto anhelamos, tendremos que estar preparados para renunciar al odio que sembró en nosotros la revolución de la infamia. La disposición a trabajar por la reinvención y la recreación del país que soñamos, sé con total convicción que la tenemos. Pero estamos obligados a pensar también en la otra riqueza, en la espiritual, o como se le quiera llamar, esa que se ve tan fuera de nosotros cada vez que proferimos un improperio contra el régimen, o cuando salimos a la calle con la voluntad firme de linchar a cualquier otra víctima – como nosotros – tan sólo si muestra algún atisbo de chavismo. La reconquista de las riquezas materiales comienza por la recuperación de nuestra propia humanidad y por el dominio de nuestras bajas pasiones; para alcanzar la verdadera paz, es menester hallar en uno mismo esa otra riqueza que no se palpa con las manos y que el chavismo, ese abismo feroz y despiadado, “casi” nos quita de tanto mirar dentro de nosotros.

 

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