La reconfiguración del sentido -ese intangible que funciona como ordenador de los hechos en cualquier sociedad- viene mutando sin parar desde que se conocieron los sorprendentes resultados de las PASO.

Tengamos en cuenta que se trata de la misma sociedad y la misma dirigencia que con pocos meses de diferencia pasó de vivar el bélico «Estamos ganando» de la dictadura militar, durante la Guerra de las Malvinas, a recitar con emocionada unción el Preámbulo de la Constitución Nacional, junto a Raúl Alfonsín. El triunfalismo, decididamente, está incrustado en el ADN argentino. Nuestros corazones laten con más fuerza al lado de los ganadores, a quienes admiramos de repente, por más lejos que hayamos estado de ellos anteriormente. No cambiamos más.

De manera que no asombran, por lo esperables, los consabidos saltos con garrocha, panquequeos mal disimulados, de empresarios, periodistas y otros sectores, que se empiezan a producir cada vez que se presume que un sol ha comenzado a ponerse en su horizonte, en tanto que emerge otro nuevo refulgente, bajo cuyos vigorosos rayos todos fascinados pretenden calentarse sin quemarse (algo que no siempre logran). En la actual circunstancia consiste en ver más alto, rubio y de ojos celestes a Alberto Fernández que a Mauricio Macri. Primera batalla cultural ganada: su nombre de pila empieza a ser utilizado mediáticamente sin tanto prurito como el «Mauricio» a secas que usan con exclusividad los macristas de pura sangre.

Si una parte del círculo rojo comienza a virar sus colores como un camaleón, en el plano superior de los acontecimientos suceden otras peculiares transformaciones. La batalla por el sentido más delicada es la que libra el presidente Macri, cuyo poder institucional ya no se superpone perfectamente con su poder simbólico, disputado como está por alguien que aún ni siquiera es presidente electo, sino solo el candidato más votado en las PASO, lo que hace que este tramo que nos toca vivir hasta la elección del 27 de octubre sea tan frágil y delicado.

El titular de la fórmula del Frente de Todos, con la tranquilidad que le otorgan los quince puntos de ventaja, se ha investido a sí mismo del papel de estadista que responde sobrio y criterioso sobre los temas más disímiles. En su ininterrumpida recorrida por los medios amigos (y no tanto) de mayor llegada, apenas falló con algún malhumor pasajero ante Leuco chico e incurrió en contados, pero notables y reveladores fallidos (desde autodenominarse como el «primer vicepresidente que tiene un amigo vicepresidente» hasta, peor, el «cuando hablo yo, habla Cristina», imagen que remite a una ventrílocua y su muñeco, algo improbable en esta etapa de hondo silencio táctico cristinista). Nada de eso, no obstante, arruinó demasiado su paseo triunfal.

Se invirtieron, acaso, los papeles: el presidente Macri se siente como el boxeador que tiene que ir a buscar a su retador al centro del ring para intentar un difícil nocaut si no quiere perder por puntos. Por eso pega en el órgano más delicado de Fernández, que es Cristina Kirchner y sus, por ahora, silenciadas huestes, consciente de que son piantavotos por fuera de la militancia cautiva.

Macri tomó urgentes medidas sociales para aliviar los efectos de la nueva devaluación, pero se las computan como electoralistas ya que durante toda su gestión no puso el foco en cuidar el consumo, sino en la macroeconomía y las obras públicas. Tampoco termina de explicitar cuál es el plan para un eventual segundo mandato y cómo sacará a la economía doméstica de su persistente depresión.

No cree el Presidente que los ministros y el jefe de Gabinete sean fusibles cuyos cambios produzcan beneficiosos guiños simbólicos que el electorado pueda interpretar como que ha entendido el mensaje del voto castigo. Solo la entrada de Hernán Lacunza en lugar de Nicolás Dujovne al frente de Hacienda, tanto como el par de conversaciones que mantuvieron Macri y Fernández, alcanzaron para estabilizar el mercado.

Si esto es todo no sería de extrañar que los próximos resultados electorales no solo no cambien demasiado, sino que empeoren.

Una vez más, de uno y otro lado de la grieta, la culpa es de los mensajeros: desde Elisa Carrió, que pidió «condenar a los periodistas» (ADEPA le llamó la atención), hasta el radical hiperkirchnerizado Leandro Santoro, que reduce la existencia política de Macri a una mera construcción periodística. Desde su programa de Radio Mitre, Marcelo Longobardi tipificó el cambio de época en ciernes de inquietante «ambiente inquisidor». Las redes sociales están elevando su voltaje agresivo: miembros del rancio staff kirchnerista, sin disimulo, ya advierten sobre los pases de factura que se vienen.

Pero una vez más, las «construcciones mediáticas» (como las llaman Santoro y sus amigos) poco influyen finalmente en el voto popular. Ya lo decía Perón, que ganó con los medios en contra en 1946, que no pudo evitar su desalojo en 1955 teniendo en sus manos un aparato descomunal de medios adictos y que fue plebiscitado en 1973, otra vez sin la simpatía del periodismo dominante. Ídem podría decirse, en 2011, cuando Cristina Kirchner fue reelegida. ¿Y qué pasó ahora con la derrota en las PASO de Macri? ¿Acaso no funcionó el sobredimensionado «blindaje mediático»?