La pobreza de calle

Fotografía: LB (Caracas, 26/03/2020).

Los espacios públicos durante los esplendores petroleros, exhibieron una pobreza de diferentes bemoles que, en no pocas ocasiones, estuvo asociada al consumo de los licores y drogas de la peor calidad, pero al más bajo costo. Una situación supuestamente escondida, participó de la rutina urbana hasta agudizarse ya en la era de la debacle rentista.

Confundido con la mendicidad extrema, hubo un determinado hábito de vida en las calles que, por cierto, reemplazaron o dijeron reemplazar el debido y especializado tratamiento de quienes huyeron de sus hogares o sufrieron del abandono de los familiares. Por ejemplo, de la clásica solicitud de limosnas o la paciente recolección callejera de cartones, pasando por la ocupación y adecuación de lugares para pernoctar, llegamos a la feroz competencia por los desechos orgánicos o el asalto con arma blanca del descuidado transeúnte, aunque – fácil de constatar a simple vista – cada vez se hicieron y hacen menos los que tiene por domicilio la intemperie: la dictadura socialista ha acabo literalmente con los más pobres.

Desde hace aproximadamente veinte años, conocemos visualmente a una persona que tuvo por costumbre recorrer el asfalto con un carro de supermercado de una característica sombrilla, en el que colocaba todo lo que conseguía para el consumo e, incluso, distracción, siempre andante con uno o dos perros que lo celaban.  Para echarse un trago de la pequeña botella del bolsillo trasero, se detenía e interpretaba como pudiera una canción mexicana, quizá  imaginándose en un escenario de charros o frente a una vieja rocola para el aplauso ocasional  o la indiferencia de la gente.

Después de mucho tiempo sin verle, ha reaparecido en tiempos de la cuarentena por el coronavirus y, por fin,  logramos tomarle una fotografía felizmente impresionista a quien ha ganado el paso lento para recorrer la avenida, anciano y desasistido, prendado al carro y a una sombrilla que no le cubre, apagado quizá por la falta de licor, expuesto y desamparado, resignado a una muerte que ojalá espere a muchísimo después de la cuarentena. Atizada toda indignación, impotentes para auxiliarle, apañados por la tristeza, frecuentemente lo observamos para elevar nuestras oraciones al Dios que le abrirá campo en la eternidad, aunque – más acá – recordamos y lamentamos la realidad  hospitalaria que nos aqueja y a sabiendas de la respuesta que hallaremos al indagar sobre el otrora célebre psiquiátrico de Lídice o de Bárbula.

La escena puede motivar al cientista social o al novelista que, por cierto, casi todos llevamos por dentro al intentar reconstruir la vida de las personas que vemos frecuentemente fuera de casa, en un ejercicio de curiosidad y distracción personal así no tengamos trato alguno con ellas. Hablamos de una familiaridad involuntaria que ahora entristece y, agreguemos, mutuamente entristece,  porque también el señor que empuja pausadamente el carro de supermercado constatará que los otros le dieron alcance en la ruindad.

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