AL GRANO
Con motivo del Premio Nobel de la Paz otorgado en días pasados a la Unión Europea (UE), el cual “reconoce las más de seis décadas de contribución de la UE al progreso de la paz y la reconciliación, la democracia y los derechos humanos”, deseamos compartir un artículo que fue escrito hace cinco años, pero que sintoniza con la valoración que ha supuesto poner en práctica una idea visionaria y que hoy atraviesa por momentos difíciles. ¿Qué opinión les merece la UE? ¿Superará el mal momento que hoy padece? ¿Tiene sentido una Unión Americana? ¿Qué les parece la idea del liderazgo como diseño?
Unión Europea: Liderazgo como diseño
Madrid, 3 de abril de 2007
Efrén Rodríguez Toro
En el artículo “Una América mucho más que Latina”, señalábamos que dicho continente, desde Canadá hasta Argentina, debía valorar seriamente la experiencia europea como modelo de integración. Pues bien, al celebrarse el pasado 25 de marzo los primeros cincuenta años de la firma del Tratado de Roma, valdría la pena hacer un repaso sobre uno de los logros institucionales más importantes del siglo XX.
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, un grupo de líderes visionarios como Jean Monet, Robert Schuman y Konrad Adenauer, impulsores iniciales del proyecto europeo, consideraron necesario crear las bases de un dispositivo institucional que pudiera evitar un nuevo conflicto bélico entre los países del viejo continente.
El primer paso fue, sin duda, la propuesta del gobierno francés, fechada el 9 de mayo de 1950, de someter el conjunto de la producción franco-alemana de carbón y de acero a una Alta Autoridad común en el marco de una organización abierta a los demás países de Europa: «La solidaridad de producción que así se cree pondrá de manifiesto que cualquier guerra entre Francia y Alemania no sólo resultará impensable, sino materialmente imposible», apuntaba el entonces Ministro de Asuntos Exteriores de Francia, Robert Schuman.
Adicionalmente, la mencionada propuesta sentaba las bases de la futura integración económica mediante la aplicación de un plan de producción e inversiones, la creación de mecanismos de estabilidad de precios y la liberación de los derechos de aduana para la circulación del carbón y del acero. De esta forma, los materiales de la guerra se transformaban en una oportunidad para la paz y el progreso. Un año más tarde se creaba la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA).
Por fortuna, al liderazgo de los impulsores iniciales del proyecto europeo fueron sumándose el de otros estadistas y el 25 de marzo de 1957 los seis países fundadores de la CECA (Bélgica, República Federal de Alemania, Francia, Italia, Luxemburgo y Países Bajos) decidieron ir un pasó más allá y fundaron, tras la firma del Tratado de Roma, la Comunidad de la Energía Atómica (EUROATOM) y la Comunidad Económica Europea (CEE), procurando ésta última la creación de un mercado común de bienes y servicios que superara la exclusividad del carbón y del acero y cuya evolución hoy conocemos con el nombre de Unión Europea.
Ahora bien, el proceso de integración europea, sustentado inicialmente en objetivos políticos y afianzado posteriormente por sus bases económicas, ha dado como resultado una forma de organización novedosa que escapa de las categorías y referentes tradicionales. Es decir, la Unión Europea no puede comprenderse dentro de las categorías jurídicas clásicas, ya que no se trata de una entidad política puramente supranacional ni tampoco de una organización internacional meramente intergubernamental. Por ello, la importancia de su diseño y desarrollo institucional.
Algunos autores como la Profesora de la Universidad Autónoma de Barcelona, Ana Mar Fernández, sugieren, desde la esfera de la Ciencia Política y bajo el enfoque del nuevo institucionalismo, que «la relevancia teórica del dispositivo institucional radica precisamente en su capacidad para estructurar el comportamiento de los actores, moldear preferencias, orientar sus objetivos, condicionar, en definitiva, los resultados de la actividad política».
Una buena prueba de ello serían los criterios fijados por la Unión Europea para la adhesión de nuevos miembros. En primer lugar, un criterio político: el país candidato debe haber alcanzado una estabilidad de sus instituciones que garantice la democracia, el Estado de Derecho, los derechos humanos y el respeto y protección de las minorías. En segundo lugar, un criterio económico: la existencia de una economía de mercado en funcionamiento, así como la capacidad de hacer frente a la presión competitiva y las fuerzas de mercado dentro de la Unión Europea y, finalmente, un criterio referido a la incorporación del acervo comunitario: la capacidad del país candidato de asumir las obligaciones de adhesión, incluida la observancia de los fines de la unión, política, económica y monetaria.
Con todo, la historia de la Unión Europea también muestra sus altibajos. Después del rechazo de Francia y Holanda a la Constitución Europea en 2005 fueron necesarios casi dos años para lograr un acuerdo de mínimos encaminado a completar las reformas que en materia de política exterior, energía y, fundamentalmente, en lo relativo a un sistema más ágil y equilibrado en la toma de decisiones, requiere el grupo de los veintisiete.
Es evidente que la integración europea sigue gestándose, así como también los distintos desafíos que deberá enfrentar. Sin embargo, como ciudadano nacido en América y transcurridos cincuenta años desde la firma del Tratado de Roma, resulta inevitable hacerse algunas preguntas: ¿Podrá el continente americano diseñar un mecanismo institucional similar al de la Unión Europea? ¿Seremos capaces de superar nuestras diferencias históricas? ¿Nos conformaremos con estar a la zaga de la Unión Europea y de la naciente Asociación de Países del Sudeste Asiático? ¿Qué papel desempeñará los Estados Unidos de América en el continente? ¿Quiénes serán los impulsores iniciales del proyecto americano?
En momentos donde América pareciera fragmentarse en categorías propias de la Guerra Fría, urge la actuación de líderes visionarios: aquellos que piensan en la próxima generación y no sólo en la próxima elección.
Una nota para euroescépticos: El título del presente artículo responde a una vieja lectura del magistral libro sobre gerencia La quinta disciplina. En esta obra su autor, Peter Senge, sugiere que las funciones del diseño rara vez son visibles: “Las consecuencias de hoy son resultado de tareas del pasado, y el trabajo de hoy demostrará sus beneficios en el lejano futuro”.
De igual forma, señala que la marca del diseño eficaz es disolver los problemas, no sólo resolverlos. Es decir, evitar que los problemas surjan gracias al diseño de organizaciones inteligentes. Por ello, valdría la pena preguntarse ¿Cuántos problemas se han disuelto en la Unión Europea en relación con todos aquellos que ocupan nuestra mirada? o utilizando otras palabras ¿Qué sería de la Europa actual sin la Unión que hoy las integra?
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