AL GRANO

Por Efrén Rodríguez

 

Un país que no lee y es seducido por el lenguaje del odio no pinta nada bien. Roberto Echeto, con extraordinaria pedagogía, nos habla del veneno que se ha infiltrado en el lenguaje de los venezolanos. El antídoto, nos dice el escritor, existe en abundancia, pero el veneno ya circula por nuestro torrente de palabras. Fijar el torniquete y aplicar el antídoto es un asunto enteramente nuestro.

 

roberto-echetoEl veneno en el lenguaje de los venezolanos
Roberto Echeto

Cada persona carga consigo un tesoro invisible que, dependiendo de cómo lo use, modela su mundo, lo enriquece o lo empobrece. Ese tesoro no es otra cosa que la capacidad que tiene todo ser humano para traducir su experiencia vital en palabras. No importan los idiomas; todos tenemos la posibilidad de contar lo que sentimos, lo que padecemos, lo que fabulamos a través de un conjunto de sonidos articulados que conforman un lenguaje.

El lenguaje modela nuestra realidad porque se alimenta de ella y dialoga con sus detalles más pequeños. Si somos curiosos, sentiremos que el mundo en que vivimos nos pide a gritos que averigüemos cómo funciona, y sólo en ese instante nos percataremos de cuántas palabras necesitamos para comprender los fenómenos que nos intrigan. Si por el contrario, los secretos del universo nos resultan indiferentes, pues las muchas o pocas palabras que sepamos siempre serán suficientes para nombrar nuestra realidad inmediata. De ahí que nunca sea un juego afirmar que nuestro mundo se extiende hasta donde se extiende nuestro vocabulario.

Teoría, lenguaje e imaginación

Nombrar los objetos que nos rodean, saber para qué sirven, entender cómo funcionan y poder explicárselo a otros supone una serie de operaciones mentales que no sólo están ligadas al hecho práctico de la supervivencia, sino que construyen nuestra propia personalidad. Somos seres de carne y hueso que nombramos los objetos que tenemos a mano, le ponemos nombre a lo que sentimos, a lo que memorizamos y a lo que se nos ocurre. Tal vez allí se encuentre uno de los elementos más interesantes del lenguaje. Así como existe una relación entre las palabras y nuestra percepción del mundo, existe una relación entre el vocabulario y nuestra imaginación. Nadie es capaz de imaginarse algo cuyo nombre desconoce. Nadie es capaz de inventar un objeto de la nada. Nadie es capaz de imaginarse lo que otro le dice, si no comparte con esa persona la especificidad, la riqueza y los distintos significados de las palabras.

La imaginación es una de las facultades mentales más importantes con las que contamos los seres humanos, y ésta está ligada a la habilidad que tengamos para usar las palabras adecuadas a la hora de identificar problemas, de solucionarlos y de producir ideas que hoy no existen, sencillamente, porque a nadie se le han ocurrido. Esas posibilidades dejan al descubierto la relación entre el lenguaje y la imaginación. Sin embargo, no dicen nada sobre el hecho de que cada vez que nos encontramos frente a una situación comunicativa, en nuestra mente exaltada se recrea aquello que se nos comunica, lo cual une la imaginación a la lengua; es decir: a una estructura en la que las palabras, con todo y sus significados, ocupan un espacio y cumplen una función. En este sentido, si el emisor no le da coherencia a su mensaje, será muy difícil que el receptor arme en su mente la escena que el emisor le propone, lo cual supone la ruptura del hecho comunicativo.

La crisis del habla cotidiana

Venezuela atraviesa una crisis de lenguaje cuyas evidencias se advierten a diario en nuestras calles y en nuestros círculos más inmediatos. Si no lo creen, traten de responder cuántas palabras enuncian el mundo de los venezolanos. ¿Sabemos cómo se llaman y cómo funcionan algunos de los sentimientos, de las pasiones y de los impulsos que nos mueven o nos corroen como sociedad? ¿Qué cosas somos capaces de imaginar, si el número de palabras que usamos se reduce al que nos ofrecen el mercadeo político, los medios de comunicación y las modas pasajeras? ¿Qué fuentes alimentan el vocabulario de una sociedad que no cultiva el hábito de la lectura y desprecia (a veces de manera directa, a veces de manera solapada) toda idea que denote complejidad, dificultad, compromiso y cultura?

Quizá la última de las preguntas recién formuladas nos permita estudiar algo de nuestra crisis lingüística. ¿Dónde alimenta su vocabulario el ciudadano venezolano que lee con fruición el periódico y está pendiente de las infinitas barbaridades de la política nacional? Pues en su puesto de trabajo. Aprender un oficio, trabajar, prepararse para ejercer una profesión es adquirir un conjunto de palabras que la persona utilizará todos los días no sólo para realizar las labores que le corresponden, sino para interrelacionarse con sus compañeros de faena. Ahora bien, ¿qué sucede cuando la persona no se prepara para ejercer ninguna profesión, cuando no consigue empleo porque sencillamente no hay vacantes o cuando la despiden de su trabajo? Es obvio que el individuo pierde la oportunidad de tener un sueldo estable, una rutina y un foco, pero también pierde (y esto casi nadie lo ve) la posibilidad de usar un conjunto de palabras con el que se concibe, se ordena y se imagina la propia vida. Cuando eso ocurre, se cae en la calle, en ese limbo en el que el lenguaje sólo retrata el arte de vender cachorros dálmatas, remeras de Judas Priest, películas piratas desde el vehículo estacionado y dispuesto como tarantín ambulante. En el momento en que el vocabulario de las personas sirve para retratar «eso» y nada más que «eso», se muere su futuro, se encoge su visión del mundo, se disuelven sus oportunidades y comienza un proceso que empuja a la gente hacia la desesperación, hacia la nada, hacia un lado oscuro en el que, con demasiada frecuencia, se pronuncian las palabras «delincuencia», «piedra», «revólver», «cuchillo», «muerte» o sus sucedáneos malandros, que no son más que metáforas del mal.

El veneno que corroe armazones

En los últimos años el discurso político venezolano se ha dedicado a derrumbar los puentes que unen el significado y el significante de las palabras sobre las cuales se ha basado nuestro sistema de convivencia ciudadana. Eso, por supuesto, con la única finalidad de imponer un nuevo sistema político. De ese modo, «democracia» no es lo que creíamos que era; así como tampoco lo son «libertad» ni «propiedad» ni «riqueza» ni «institución» ni «derechos» ni «deberes» ni «justicia» ni nada de nada. En esa voladura de puentes, en ese envenenamiento progresivo del lenguaje, consisten las revoluciones.

Y al final…

El veneno que corre por el cuerpo del lenguaje de los venezolanos ha desintegrado tanto el tejido espiritual de la nación como su capacidad para producir prosperidad material, dos circunstancias que van de la mano tal como van el significado y el significante de una palabra cualquiera. Sin embargo, hay que decir que el antídoto para el mal que nos aqueja está ahí, en el diccionario, en la Odisea, en Macbeth o en cualquier otro libro sagrado que nos demuestre el verdadero significado de las palabras y nos despierte, de una vez por todas, nuestra imaginación.

 

Fuente: Debates IESA, Volumen XII, Número 1, Enero-Marzo, 2007.

 

 

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