CARTA DE UN INMIGRANTE: EL AUTOBÚS
Por Andrés Volpe
Estimado muy amigo mío,
Estoy bien jodido. Creo que permaneceré venezolano por el resto de mis días. Tanto esfuerzo que le pone uno como inmigrante por adaptarse y a la final nada sirve, porque venezolano uno se queda, así se vista de seda.
Ya el frío da vergüenza. La nieve se ve muy amable al principio. Tan bella toda blanca y brillante, pero ¡ay, hermano! cuando tratas de meterle la mano para hacer guerra. Solo te digo que todos los deseos de infancia estaban basados en una falacia. Jugar con la nieve es pa’ machos ¿oyó?. Dulce ahora es el recuerdo cuando se podía armar castillos en Rio Chico con la arena sucia.
El gran desaliento viene por la imposibilidad de mentar madre sintiéndolo desde el corazón y compartirlo con algún desafortunado. Hace unos días, mientras esperaba el autobús, estaba tullido del frío. Yo pensaba que esperar bajo el sol era ya una cuestión difícil, pero créame estimado amigo, que esperar el autobús entre aquella peste blanca y vientos de Siberia es una cuestión de inhumanidad. Estaba yo tratando de ser civilizado haciendo mi cola y ¡Qué civilizado me sentía! Pasando frío a la sombra de algún palacio prusiano. ¡Qué vaina más románticamente europea! pensaba yo para mis adentros. Pero no podía sospechar que, al cabo de 30 minutos de retraso, el autobús no aparecía. Al momento de empezar a imaginar que uso tendrían para la posteridad los deditos de los pies que ya no sentía, veo que entre charcos de nieve ennegrecida por los carros, se asoma el autobús. Yo, respetando, por supuesto, las reglas de un país que no es el mío y aparentando que no soy venezolano, me mantengo en mi cola estático como guardia inglés. Al detenerse el autobús, la cola entra en estampida, tal venezolano buscando pollo, y yo me quedo en el catre, asombrado de la bestialidad. Lo que yo pensé en ese momento, estimado amigo mío, fue: «se les salió el vikingo». Entre una lluvia de codos alzados y viles paraguas, pongo pie en el autobús que amenaza con reventar de lo lleno que está. Ahí es cuando el conductor me dice algo que no entiendo, me azuza hacia la acera con gestos un poco mal intencionados y yo termino de nuevo pariendo frio y entendiendo. A posteriori, solo me quedó el recurso de mentarle la madre entre cos’ de ma’ y mald’ hij’ de p’. Seguidamente, para mi desolación, me encontré entre amables peatones que no entendían mi padre nuestro. ¡Qué tristeza, amigo mío, no poder compartir el insulto!
Es así como ahora me dedico a ponerle crema a mis codos, para que no se me seque la piel entre costillares y espaldas europeas, porque ya no hay musiú que se interponga entre mi venezolanidad y mi decencia.
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