Venezuela, odio lo mucho que te amo

Estoy cansado, sofocado, hastiado. No logro conciliar bien el sueño y cada vez la línea que delimita mis pesadillas y mi realidad, se difumina más. Poco a poco esos monstruos ficticios corroen mi alma, y ya no tengo esa certeza de que “todo estará bien”. Es Venezuela quien me hace sentir así.

La última semana fue extraordinaria para mi vida. Estuvo plagada de situaciones con personas que aportaron dicha, alegría y satisfacción. Pero no hay manera posible de disfrutar los momentos positivos e ignorar el contexto. Mientras yo reía, un joven de mi edad ponía en riesgo su futuro para luchar por sus ideales, otro se despedía del país cabizbajo y con el corazón hecho trizas, y seguramente otro respiraba su último aliento antes de abandonar este mundo por obra y gracia del régimen de terror y muerte en el que se ha sumergido Venezuela.

Hace escasas semanas estaba ilusionado, de verdad creía en el cambio, en un destino incierto y mejor, en un amanecer más cálido y unos colores más vivos. Hoy en cambio, lo veo todo en blanco y negro. Me cuesta encontrar el optimismo y la esperanza del ayer.

La rebelión progresivamente se calma, los mártires siguen cayendo y el mal permanece inexpugnable. Los tiranos se frotan las manos esperando el momento para hincar sus colmillos en los carneros que deben ser sacrificados para saciar sus ambiciones.

Los deseos, sueños, esperanzas e ilusiones del pueblo dejaron de pesar. En Venezuela ahora reinan el hambre, la desidia, la desesperación y el abandono… Este no es mi hogar.

Con un ritmo avasallante, todo se deteriora. Nuestras posesiones materiales, nuestras amistades, nuestras costumbres, nuestras creencias, nuestro aplomo y nuestra fe están en manos del vaivén político. Los pseudo-líderes hablan de hambre, de necesidad y de rebeldía mientras exigen fortaleza; pero no han encarnado las vicisitudes en las que incurren los venezolanos día a día, no se han adentrado en la miseria y la humillación de escarbar en el más recóndito rincón de un basurero para encontrar alimento, no han sido consumidos por la desesperación al no saber si podrán alimentar a sus hijos al siguiente día y seguramente muchos de ellos no se habrán visto en la obligación de rogar por sus vidas a un delincuente sin valores ni moral, que apunta un arma justo ante sus ojos.

Ese es el día a día del venezolano, esa es la voz que todos escuchan, pero a la vez ignoran. Esa es nuestra realidad. Esa es la Venezuela del hombre nuevo, del revolucionario y socialista, que nos dejó como legado aquel fallecido ser cuasi divino para los rojos.

Cada amanecer es más negro que el anterior. Vamos descendiendo en un mar de oscuridad, y al llegar al fondo, el sendero inminente conduce a una oscuridad aún mayor. Ya no soy capaz de ver esa “luz al final del camino”.

Las ganas de emprender un viaje sin retorno, huir y olvidarlo todo, cada vez son mayores; pero proporcionalmente irreales. Las cadenas nos atan al suelo patrio y soberano, que, como una despiadada arena movediza, nos arrastra con más premura mientras mayor sea nuestro afán de resistirnos.

Me duele mi país, me duele mi gente y un sentimiento profundo de impotencia me apresa. ¿No puedo hacer nada más que callar, bajar la mirada y acatar lo que sea que el destino tenga preparado para mí, para todos nosotros? ¿De verdad me tengo que rendir y olvidar mis sueños? Tras la muerte de cada venezolano a manos de la injusticia, esas preguntas dan vueltas en el tumulto que se genera en mis pensamientos.

No escribo estas líneas llenas de pesimismo con la intención de que se desanimen. Simplemente dejé que el sonar de las teclas guiara el pesar que siento cada vez que un compatriota cae, cada vez que una decisión arbitraria se toma, cada vez que los tiranos arrinconan al país a su sepulcro, uno muy profundo. Es por ese pesar, por ese sentimiento tan negativo que solo puede surgir del desamor, que debo decir: odio lo mucho que te amo, Venezuela.

Transmito estas divagaciones porque creo que todos, en algún momento de nuestras vidas, nos hemos sentido así. Pero en esos instantes es justamente cuando no podemos dejar que el silencio termine de consumir nuestro temple. Mientras una voz se alce, aún habrá esperanza. Hasta el haz más diminuto de luz puede convertirse en el espectacular resplandor que tanto necesita y merece este país. ¡No pierdan la esperanza, manténganse determinados!

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