LAS NIÑAS DE ALTAGRACIA
Por Andrés Volpe
Basado en los hechos contados por Estefanía.
Decidieron escapar de la Madre Manuela. Pensaron que la noche las cubriría bajo su manto de oscuridad garantizándoles salvoconducto. Escaparían de la vista de las otras niñas negadas igualmente a escuchar el sermón diurno. Se pensaron muy listas cuando entre risas sofocadas se escondieron en los matorrales cercanos a la casa principal y aguardaron a que toda la clase se fuera caminando, dirigida por la Madre, hacia la capilla de la hacienda.
La hacienda era propiedad de la familia Hernández, pero la mayoría de ellos residía, como es costumbre de los que salen del campo para no volver, en la capital o en las otras capitales más lejanas, más allá del mar Caribe. La hacienda era administrada en esos días por el Capataz Tenorio Valbuena, un hombre de piel tostada y agrietada con bigotes tan tupidos que hay misterios alrededor de lo que esconden dentro. Hombre de pocas palabras y tenedor de ese conocimiento simple – pero certero – del llanero.
Los Hernández habían enviado a muchas de sus generaciones a los colegios católicos y ya tenían una buena relación con los religiosos. Ya era un acuerdo – para darle algún uso a la vieja hacienda – que las niñas del colegio de Altagracia fueran a pasar sus retiros espirituales en el llano con la Madre. El llano las haría entender la profundidad de la creación de nuestro Señor Jesucristo – se había dicho alguna vez.
Vaya usted a saber que Tita y Fede escapaban aquella noche de aquel designio que las haría entender los misterios de la fe – o no. Esperaron entre los matorrales a que la noche se tragara las últimas siluetas de las faldas de sus compañeras resignadas. Entre codito y codito; entre risita y risita. Para cuando salieron de entre los matorrales hacia la pequeña colina en la dirección opuesta de la capilla, se juraban fuera de toda autoridad. No había ni autoridad divina que las detuviera.
El Llano siempre ha despertado la imaginación de muchos. La colina de la hacienda de los Hernández se levantaba al lado de un riachuelo manso muy conocido, ya que su existencia era atribuida a las lágrimas que había derramado alguna esposa de algún Hernández que murió en las guerras de los caudillos. Esta esposa anónima representaba el amor de nuestro señor Jesucristo, según la Madre, que al oír la historia entre cuchicheos una tarde, le había dicho a las niñas que solo Dios creaba el agua y los ríos.
Quizás Tita y Fede se habían tomado estas palabras a pecho. La oscuridad del Llano no las desmotivaba en seguir hacía la colina que, entre tintines de las botellas que golpeaban entre sí al caminar, prometía una noche llena de libertad y diversión. Al llegar al tope de la colina, Tita sacó de su bolsillo un paquete arrugado y deprimido de Belmonts y se colocó un cigarro entre sus labios de quinceañera. Con el cigarro todavía en la boca y sin prender, le sonrió a Fedey le ofreció el contenido de la caja con un brazo extendido. Ella dudando un poco tomó el cigarro, lo prendió y expulsando el humo volteó para ver la casa principal a la distancia y el riachuelo extendiéndose hasta perderse de vista.
Calcularon que al cabo de una hora desde su escapada, sus compañeras habrían terminado la corta misa ofrecida por el Padre José Ignacio. La Madre las habría olvidado, pensaron, porque las luces de la casa principal no se habían encendido desde que las niñas del Altagracia salieron hacia la capilla. La botella de ron estaba ya por la mitad, cuestión preocupante, ya que su temeridad adolescente las había convencido de que no necesitarían vasos ni Coca-Cola.
Ya Tita estaba acostaba boca arriba mirando las estrellas desde la colina cuando Fede, incorporándose, tomó el último cigarro. De nuevo, al expulsar el humo, miró hacia la casa principal y el riachuelo. Lo que vio la hizo salir del éxtasis de la aventura lograda con éxtio. Sorprendida, achinó los ojos un poco para ver más claro entre ron, oscuridad y cigarro. Logró ver una figura tambaleante y el reflejo de las sombras que anuncian movimiento por las variaciones de luz. Fede pellizca a Tita y le dice: ¡Ay co’! Cuestión a la que Tita responde con un sorprendido “¿Estás loca? ¿Por qué me pellizcas?” Reclamo que se ahoga al ver la cara de Fede. Esta levanta un brazo para señalar hacia lo que viene subiendo por el riachuelo en dirección a ellas. Pasan unos segundos percibidos como pesados minutos embarrados. ¡Nos descubrieron! Mier’ ¿Qué vamos a decir? Nos van a botar del colegio, Fede. ¡Qué me importa, Tita! Lo que estoy es bien caga’. Al echar una segunda mirada dice “ya va, que esa no es la Madre Manuela”.
Ya muy cerca de ellas, la figura destaca unos bracitos y unas piernitas, un pelito oscuro liso que cae como el de virgen de pueblo. Una niñita indígena. No la habían visto nunca, pero satisfacía satisfactoriamente el estereotipo de un niña indígena, de esas que se conocen en los libros de Historia de Venezuela. Lo primero que les llamó la atención a las colegialas fue la sonrisita idiota mantenida ausentemente por la niñita. Lo mismo se dijo después de la postura. Hola, ¿quién eres, niñita linda? Luego de una risa nerviosa ¿Te comieron la lengua los ratones? Silencio. De alivio a confusión a histeria pasaron Fede y Tita. La niñita comenzó a acercarse a ellas con diversión. Como animales aterrados al momento que les descubre el faro del cazador, Fede y Tita sintieron las manos sudadas de la desconocida sentir sus rostros. Sintiéndolos y detallándolos. Silencio. Silencio. Uno, dos, tres… estallido de gritos en la noche llanera, un empujón de Tita, un sacudón: ¡Marica, es el diablo!
Así empezó la carrera colina abajo. Habiendo dejado las botellas, cigarros y la dignidad atrás de ellas, las colegialas corrían batiendo los brazos al aire, gritando improperios y todos los nombres canonizados por la Santa Iglesia. Quizás hasta se les escapó un Padre Nuestro que estás en los cielos. El diablo las seguía a paso cierto. La eternidad del momento sirvió para infundir en ellas todos los miedos escondidos por el Llano venezolano. Tuvieron una revelación. Las pupilas dilatadas y sudando ron, la noche se les hizo más oscura y el riachuelo más ancho. Todo lo que negaban se volvía ahora salvación para sus faldas que cortaban veloces el viento hacia la capilla. Atrás venía el diablo destartalándose de la risa. Patita tras patita, les mantenía la persecución.
Las puertas de la capilla se abrieron con la fuerza de Sansón sobre los filisteos. Gritos, jadeos, palabras entrecortadas, de la cual surge una sola clara y fuerte: ¡el diablo! Y aquel pánico en la capilla después de ver a Tita y a Fede pálidas y hediondas a alcohol. La Madre que no sabe que decirle al Padre y las colegialas ahora muchas en coro gritando desaforadas y aterrorizadas, mientras otras ríen hasta el dolor de estómago. Aquello parecía la Asamblea Nacional. En tal jolgorio aparece la niñita con mocos corriendo de su nariz, todavía sonriendo. Empieza a reír desaforadamente – y la cara de terror de la Madre- hasta que el señor Tenorio Valbuena, visiblemente molesto, tira al diablo del brazo y dice con una voz que calló a todas las demás: ¡Hija, le he dicho que no se coma los hongos!
Así fue comolas niñas del Altagracia abrieron las puertas de las percepciones no tan divinas, pero igualmente reveladoras en su retiro espiritual.
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