En búsqueda del Dorado

Con el nombre de Gonzalo Jiménez de Quesada, fundador de Santa Fe de Bogotá, nació el mito de El Dorado,desbocando a los conquistadores, como alma que se lleva Lucifer, por serranías heladas, desiertos, bosques y selvas de los territorios conformados por las naciones de Colombia, Ecuador, Perú y Venezuela, persiguiendo ese fantasma huidizo del reino imaginario, engaño inventado por los indios para deshacerse de los españoles.

Luego de su muerte en 1579, muchos fueron los audaces que se aventuraron al mando de distintas expediciones, dejando cuerpos a lo largo del camino hasta perderse para siempre, tragados por el denso follaje, víctimas de una ilusión.  

Cuando María de Oruña recibió noticia sobre el fallecimiento de su tío Gonzalo, a quien admiraba por su fama, convenció a su marido, capitán Antonio de Berrio, para irse de Segovia, cruzar el océano y radicarse en aquellas montañas del Nuevo Mundo, con entrañas de sal, esmeraldas y piedras doradas, donde Jiménez de Quesada cosechó la fortuna que pensaban heredar. Después de todo, la corona le otorgó la gobernación de El Dorado. Aunque nunca logró señalarlo en el mapa, dejó documentos indicando sospechas sobre la ubicación del reino tallado de oro macizo. 

María y Antonio, hechos del mismo barro y alma que don Gonzalo Jiménez de Quesada, locos perdidos, hechizados por la fantasía de hallar la tierra prometida y ser más ricos que el rey Felipe II, o todos los monarcas europeos juntos, embarcaron en su periplo hasta puerto americano.

Don Antonio inició carrera militar desde temprana edad. Sirvió en Flandes; participó en la batalla de Marciano con tropas del duque de Alba, preludio a la toma de Siena; peleó contra los bereberes en costas africanas del Mediterráneo; defendió Granada durante la rebelión de las Alpujarras, fulminando como jinete fuerzas moriscas al proteger el sagrado sepulcro de los reyes católicos, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón. En fin, era, como le llamaban en aquella época, uno de los más valientes soldados de Su Majestad.

Por eso atravesó el Atlántico con el título de general de El Dorado. Al divisar tierra, junto a su esposa y primogénito, Fernando, todavía cargado de brazos por la madre, se paró en la cubierta del navío, posando la vista sobre aquel paisaje nuevo, extraño a sus ojos. Cautivado por el panorama que juzgó ser el mismísimo paraíso terrenal, juró a su familia un día todo el horizonte, y más allá, sería patrimonio de ellos al remontar el cauce de sus grandes ríos.

Apenas al desembarcar en Cartagena de Indias, hizo valer sus derechos, reclamando una zona de 400 leguas cuadradas entre los ríos Pauto y Papamene, soñando con lograr, además de gloria y fama, el título de marqués que ya ostentaban conquistadores como Hernán Cortés y Francisco de Pizarro.   

Entre 1583 y 1590, ya con María establecida en Santa Fe de Bogotá, realizó, sin éxito, tres expediciones con el objetivo de ocupar el reino desconocido. En el primer intento partió desde Tunja, pasó por Chita, y desde los Andes descendió por territorios marcados por las orillas de los ríos Meta y Casanare, filtrándose por el llano. El segundo alcanzó el Alto Orinoco, bordeando los linderos de una selva impenetrable conocida como el Amazonas, donde la fatiga, falta de alimento, hostilidad de los indios, furia de insectos, o animales temibles como jaguares, caimanes, pirañas y serpientes, mermó ánimos, causando deserción entre sus filas, que prefirieron regresar por donde vinieron. El tercero y último descubrió la desembocadura del río Caroní, donde construyó el fuerte de San Tomé y hoy está Ciudad Guayana. 

Se repite la historia de don Gonzalo Jiménez de Quesada, en vez del reino rutilante, Berrio se topa con montañas, sabanas, enramadas, bosques y pantanos. El Dorado, situado cada vez más al Sur, Oriente u Occidente, siempre se mantiene más distante del horizonte que pueden ver sus ojos. Continúa elusivo, estando cerca, pero lejos, conforme avanza su empresa. 

Convencido navegar el Caroní era la ruta en dirección hasta su destino, creyendo haber encontrado rumbo a esa ciudad perdida, luego de construir el fortín de San Tomé, siguió la corriente del Orinoco. En la isla de Trinidad, proyectando aquel lugar como base ideal de operaciones para sus viajes al corazón de la selva, dejó a su segundo al mando y maestre de campo, Domingo de Vera Ibargoyen, para fundar el primer asentamiento español, bautizado como San José de Oruña, mientras él se presentaba en Margarita con el objetivo de reclutar soldados, comprar víveres y armamento.

Establecido en Trinidad, recibió noticia sobre la muerte de María, cosa que no pareció importarle mucho, pues viudo con herencia no suele derramar lágrimas. Fernando, ya de trece años, se mudó a la isla con su padre, quien se cansó de escribir a la corte y Su Majestad, solicitando un ejército conformado por 300 peninsulares, entrenados en las artes de guerra, para proseguir con futuras expediciones.

Antonio de Berrio, ya septuagenario, aguardaba respuesta a sus cartas, cuando en abril de 1595, le anunciaron las velas de una flota conformada por varios navíos se aproximaban a la costa. Pensando podían ser sus refuerzos, celebró el evento, y, cerca de la playa, cuando ya era demasiado tarde para defender sus barcos anclados en la bahía, se percató eran ingleses bajo el mando de Walter Raleigh, a diferencia del áscar solicitado al rey Felipe II.

El corsario, también seducido por el mido de El Dorado, desembarcó para tomar el puerto y villa sin mucha resistencia. Ante la superioridad numérica del enemigo, los soldados y escasos habitantes de San José de Oruña quedaron sometidos, evitando derramamiento de sangre. 

Berrio, sencillo y honesto, a cambio de respeto por su vida y la de Fernando, confesó tener más de una década tratando de ubicar el sitio para marcarlo en su cartografía. Estaba seguro podía llegar hasta allí remontando la desembocadura del Caroní. Suministró al capitán inglés toda información documental sobre aquel inmenso territorio, previniéndolo de los peligros que implicaba el trayecto, esperando abandonara la isla para remontar el Orinoco, rezando porque se perdiera en aquella inmensa jungla, que no era más que un infierno verde.

Raleigh envió al capitán Amyas Preston a saquear Margarita, Coche, Cubagua y Caracas, mientras Francis Drake siguió hasta Maracaibo para hacer lo mismo. Él sintió como llamado divino conquistar esas tierras vírgenes bañadas por el río y toparse con el reino de oro, secuestrando a Berrio para que le sirviera de guía.  

“Guatarral”, como lo apodaron los españoles, quedó fascinado con la imponencia del paisaje, un delta en el cual un solo cuerpo fluvial se ramifica en laberinto de torrentes que luchan furiosos contra las violentas olas del mar. Era más crédulo, iluso y desquiciado que Jiménez de Quesada y Berrio juntos. No podía regresar a Inglaterra con las manos vacías, ganándose el desprecio de la reina Elizabeth. Así que se lanzó en su aventura hacia lo desconocido, periplo que duró casi un año. 

La bitácora de su viaje culminó cosida y empastada en obra literaria titulada “El descubrimiento del vasto, rico y hermoso imperio de la Guyana”, libro en el cual relata las dificultades enfrentadas al intentar hallar entrada al Orinoco. Todas las vertientes son parecidas una a otra, ningún hombre puede decidir cuál elegir entre tantas, y cuando se guía por el sol o compás, esperando poder ir por una vía u otra, navega en círculos entre multitud de islotes, cada uno bordeado por altas arboledas, imposibilitando ver más allá que la anchura del cauce. 

Saciando el hambre mediante la pesca, y sed con recurso de inagotable agua dulce, arribaron al fuerte San Tomé para colgar a sus habitantes, ocupando el sitio e internarse en el Caroní, río que cursó hasta los raudales y saltos que impidieron continuar su trayectoria.

Frustrado su intento por hallar El Dorado, vencido por la leyenda, emprendió regreso a Trinidad, donde decidió eliminar todo vestigio adverso a las pretensiones imperiales de la corona inglesa. Ordenó la ejecución de todos los habitantes de San José de Oruña, apiló sus cuerpos en los ranchos y les prendió candela, reduciendo a cenizas el poblado. 

Intentó atacar Margarita y Cumaná sin éxito, viéndose forzado a regresar a Londres, con un libro, pero ni un polvillo de oro.  

Jimeno Hernández
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