Metro de Caracas: experiencia extrema

Por Silvia Mendoza

@dark_swan

 

 

 

Viajar en el Metro se ha convertido en una expedición donde la persona ejercita la paciencia de manera total y suprema y donde también obtiene una experiencia de vida o muerte, quiérala o no. Es una situación extrema a la que se expone a diversos factores que escapan de su control y que pueden llegar a ser desesperantes para algunos; chévere para otros. Detestable, para la mayoría. Y todo simplemente al trasladarse de un lugar a otro en la ciudad.

 

Entrar a una estación del Metro de Caracas es entrar a una dimensión subterránea y paralela de la realidad que se deja arriba, en la superficie. Si se quiere saber qué se siente tener un “adrenaline rush”, como dicen los atletas de deportes extremos, sólo móntese en el Metro. Ni siquiera tiene que subir al Ávila, o a la montaña tal, o lanzarse en parapente o paracaídas porque todo está ahí, a sólo unas cuadritas de tu casa. Al entrar a la estación ya se empieza a sudar (porque no hay aire acondicionado), el servicio es terriblemente malo (los operarios son groseros, mal encarados, no saben tratar al público ni en qué sitio de la ciudad están, algunos torniquetes no sirven, ni máquinas expendedoras de tickets, o los lectores de tarjetas, etc,.), la inseguridad ha llegado a niveles desbordantes y para más señas, cosas que ayer estaban prohibidas (como animales, pedigüeños, bultos o bolsas grandes, mendigos e ingerir alimentos en las estaciones) son ahora el orden del día.

 

Pero el Metro de Caracas no siempre fue así, hasta no hace mucho tiempo era la perfección de las perfecciones: se llegaba a todas partes en minutos, era raro esperar más de 3 minutos por un tren en cualquier estación, las estaciones tenían esos mosaicos lindos que alegraban la vista y estaban limpias, las escaleras servían o estaban indispuestas por poco tiempo (las reparaban rápido, la mayoría de las veces), el personal era cortés, bien educado y amable (y sabía en qué parte de la ciudad estaba); no habían animales ni ladrones ni pedigüeños ni madres con niños enfermos de alguna peste infectocontagiosa ni payasos ambulantes que cantasen amplificador mediante, ni recoge latas, apestosos como ellos solos, montados en los vagones (que entonces, pues, tenían aire acondicionado). Ir por algún lugar de Caracas y llegar a la estación del Metro era la salvación. Ahora, es mejor evitarlas y, como dicen ahí mismo, “favor usar transporte superficial”.

 

Es triste ver  el estado de abandono de las estaciones del sistema Metro de Caracas. Los trenes se caen a pedazos porque hace años que no los reparan, y los nuevos sufren casi siempre desperfectos (porque, corrupción mediante, robaron el dinero del presupuesto). Los raíles están casi destruídos por el uso  sin cuidado ni mantenimiento; los aires acondicionados de las estaciones no funcionan, hay colisiones de trenes o estos pasan más de 15 minutos varados en una estación, o entre túneles. Incluyo los antaño amigables llamados que hacen los operadores ya no lo son tanto, casi a diario se oyen mensajes como este: “señores usuarios: se ha notado la presencia de ladrones y carteristas dentro de la estación. Se les agradece estar pendientes de sus pertenencias tanto dentro como fuera de los trenes ya que la empresa no se hace responsable de las mismas”. Palabras más, palabras menos, y con un tono chillón, exasperante e insultante, este es el ‘grato’ saludo que el usuario recibe cuando entra a la estación, cualquiera que sea. Pareciese el infierno; en cierta forma lo es. Y si alguna vez quiso experimentar qué se sentía montarse en el Metro de Tokio, ‘ahora tienes el chance’, como decía Yordano en aquella canción, y sin salir de la ciudad. El de Caracas está completamente lleno a toda hora, es decir, TODAS LAS HORAS son horas pico. El usuario se levanta temprano, se baña y sale al trabajo. Toma el metro, se encuentra con mil personas dentro y llega al trabajo oliendo a buhonero de Sabana Grande tras correr perseguido por la antigua PM. Lo mismo aplica cuando va de regreso; dado que no hay aire acondicionado en la gran mayoría de los vagones, y todos van unos sobre otros (porque como dice algún funcionario gobiernero, es culpa del ciudadano por venirse a vivir a Caracas, y por eso está sobre poblada la ciudad) absorbe el olor de todos aquellos que como él, o más que él, han sudado tres océanos tras un día entero de trabajo. Llegar a casa es la salvación, y el umbral de las oraciones y sesiones de relajación para poder enfrentar la tortura de repetir la hazaña el día siguiente.

 

Mención aparte merece el desastre que se forma en cuanto el tren llega a las estaciones luego de haber tardado mucho, o cuando llega el tren vacío. No importa que haya esperado pacientemente en su puesto su turno para entrar, la gente baja hasta del cielo y entra primero. Entrar al vagón con todas tus pertenencias es una hazaña, lo mismo salir de él; luego de una larga espera, ya sea por el tren mismo, o porque el tren, que ya llegó, abra las puertas, la gente entra toda al mismo tiempo, no sé cómo, pero lo hace. En el ínterin caen carteras, teléfonos, llaves, zapatos, personas, y todos pasan por encima. Generalmente en horas pico hay largas, larguísimas colas de usuarios que llenan el andén y las escaleras y no se ve el suelo; en muchísimas ocasiones, incluso, no se puede bajar porque está copada la estación. Es la Darwiniana supervivencia del más apto, versión venezolana: quien entra al vagón primero, vence. Se va a casa.  

 

Tristemente, gracias al signo de los tiempos, la gente está muy descortés y arisca, y a la defensiva. Un tímido o sereno saludo tuyo no recibe respuesta la mayor parte del tiempo; la cortesía está moribunda en el metro, lo cual es otro gran cambio negativo con respecto a años anteriores. Ahora, si hay algo que no cambia es la maravillosa oportunidad de ver en un mismo lugar los diferentes especímenes de la fauna social venezolana (no solo caraqueña; en Caracas es difícil encontrar gente que sea verdaderamente de ahí… como en todas las metrópolis), así que se ve realmente un poco de todo: hay madres con chamitos o chamitas vestidos de toleteros, con tutús de ballet, o falditas flamencas, o con uniforme escolar; ocupadísimos ejecutivos que viven con una mano en el “smartphone” de turno y otra en el tubo o agarradera cuando van parados (si no, se caen) manejando negocios desde el metro; gente que viene del mercado y obstruye el paso con toda clase de paquetes y bolsas cuyo contenido no quieres ni adivinar; bailarines y cantantes que bailan y cantan DENTRO de los vagones, amigas que chismean de los infortunios de otras amigas ausentes; parejas que pelean a viva voz; hombres (maduros, generalmente) que expresan sus opiniones (políticas, generalmente) a voz en cuello sin importar lo que digan los otros; grupos de amigos extremadamente ruidosos (a veces uniformados, otras veces universitarios) que entran al vagón en tropel y te atropellan cual alud alpino; jóvenes y no tan jóvenes con bolso del diseñador de turno, mascando chicle y murmurando una conversación ininteligible con otras personas o consigo mismos (eso piensas, hasta que ves el dispositivo manos libres pegado de su oreja), o totalmente abstraídos en su iPod respectivo; gente joven y no tan joven que escucha música desde su celular (sí, sin audífonos, sí), misma que suele ser el reaggeton más barato posible, hasta salsa erótica, rock pesado, vallenato, salsa, bachata, etc., etc., etc. Esta experiencia extrema puede verse aderezada por la súbita parada del vagón en medio de alguna de las vías (por un tiempo indeterminado), un apagón general que colapse las líneas y detenga el servicio, un retraso en los trenes, o algún otro factor X (que no es necesariamente el del show británico ese), y por supuesto, por la airada y a veces violenta reacción de los usuarios ante tales atropellos.

 

En fin, viajar en el Metro de Caracas es toda una experiencia social y extrema, escenario de muchas escenas de la vida diaria de esta ciudad capital, digna del mejor estudio sociológico posible. Para aquellos que la viven todos los días con sus eternos sinsabores, y para quienes lo usamos algunas veces no es algo chévere, y sí muy extremo. Un extremo mal necesario para transitar Caracas.

 

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