Simón Díaz: Nuestro amor enguayabao

Por Glenda Morales

@glenda_morales

 

 

 

Yo pasaba mis vacaciones de niña en un pueblito donde la neblina abrazaba a los árboles a la seis de la tarde y no los soltaba hasta la madrugada, dejándolos presos en un efecto visual parecido al de las esquinas cubiertas de telas de araña, en las casas abandonadas.

 

Un lugar donde un pino enano custodiado por una grama también minúscula, era adornado con luces en navidad, y a través de esa niebla lucía como un algodón de azúcar multicolor.

 

Un lugar donde las matas de níspero del Japón hacían fila al borde del camino esperando a que llegara el que fue entonces mi primer amor, quien con sólo 12 años de edad, entrompaba el terreno irregular en una Toyota land cruiser, como domando un potro salvaje.

 

Un pueblo donde comí restos de café recién molido por mí, e hice arepas dentro del hueco de una montaña en una suerte de fogón improvisado; y me besé con mi amado en las ramas de una mata de mango injertado. Yo lo admiraba asustada cuando él ayudaba a castrar a los cerdos en el chiquero, o enternecida cuando ordeñaba a las vacas. Cada aventura, cada paso y cada sueño realizado en aquellos tiempos, era fielmente gestado por unas letras sabias y contundentes, filtradas en mi mente, como si se tratará de un guión imaginario.

 

Oía llorar el monte cuando empezaban las clases y yo tenía que regresar a Caracas; e interpretaba sola escenas falsas donde Pedro me decía “no me traigas más guarapo, ni me digas que regresas, eso tu no lo has pensaó”. Fue tan poderosa esa época, que incluso treinta años después, le pedí a una amiga que me trajera un poco de mastranto desde Barinas, para conocer la forma y el olor que inspiró tantas veces al ser que me inspiró a mí el sentimiento más grandioso de la infancia: Mi amor enguayabao.

 

Cada instante de mi vida en ese pueblo fue una copia fiel y vívida de cualquier tonada de Simón y hasta ahora, cada vez que escucho sus canciones por mucha nostalgia que contengan, soy feliz. Al enterarme de su muerte sentí un impacto fuerte que me aisló un rato de mi entorno y me convirtió en una esquina de esas casas abandonadas y mis ojos miraron la pantalla del televisor como a través de telarañas.

 

Simón era Venezuela. Y se nos murió Simón.

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