Limitado Universo
Por Jorge Olavarría H.
@voxclama
No hay azúcar. No hay. Y eso es una tragedia, pensó Andriana. No para cosas como el café, también escaso, sino para la estabilidad, la salud de Luis Alejandro quien no paraba de temblar. Sin azúcar se le derrumbaría su nueva rutina. Se le cerraría esta nueva y maravillosa ventana al mundo.
El mensaje de texto leía: CC3 El Hatillo azúcar.
A qué hora llegó??
hc 15 m. Corre!!!!!!
No llego. Igual gracias x dato amiga.
Besos. Suerte.
Pensó en responder con esa frase tan de por aquí que es un palíndromo existencial, un oxímoron que se anula a sí mismo, como—“Inteligencia Militar” o lo que se había implantado en el país, una desorganización organizada, una revolución pacífica pero armada. Se dijo—sí, pero no. Miró en reloj. En minutos llegarían las multitudes y se formarían colas infinitas de gente que en un silencio ensordecedor aceptaba lo inaceptable. Era hora de cosechar la siembra de mentiras. Todo se paga. Anulada la iniciativa privada en nombre de una igualdad desigual, de una inicua justicia, de exitosos fracasos, de locuras reflexivas, el objetivo era un absolutismo democrático participativo y protagónico. Una, dos, tres horas, o hasta que quede mercancía. Dos kilos por persona. Con suerte, cuatro. A Luis Alejandro cuatro kilos le durarían meses.
“Cúcar, cúcar..”—le había mostrado esa mañana el pote, su pote de azúcar con casi dos dedos sentados en el fondo, “..olibí, olibí.”—añadió apuntando a la ventana.
“Si mi vida. Pero tienes suficiente para hoy. Mañana te consigo más”
Mañana te consigo más era una oferta engañosa que la hizo reflexionar en el nivel de extraordinario progreso que significaba lo que acababa de suceder. Luis Alejandro había hecho un cálculo mental cuantitativo, había tomado una decisión sin ser estimulado por alguien y había salido a buscar una solución con su madre, explicándole—problema, carencia y los riesgos liados.
Eso era algo extraordinario considerando que su primera palabra fue pronunciada a los dieciséis años de edad. Hasta entonces, Luis Alejandro hacía ruidos acompañados por gestos toscos. Sus palabras no eran palabras, eran gruñidos, rumores, siseos, quejas, información asémica. Su nivel de comunicación ni siquiera era eficiente con palabras monosilábicas como SI y NO que para él eran TI o MÍ y NÁ o MO. Su primera auténtica palabra, identificando fonéticamente a un verbo o a un sujeto, no fue siquiera “mamá” o “papá”. Fue “olibí”. Su primera carcajada autónoma, es decir—una reacción de deleite individual, personal, espontáneo, privado, ante el mundo sin que se le estimulara expresa y persuasivamente, fue mirando hacia la ventana de la sala luego de presenciar una breve reyerta entre dos parajitos.
Y fue Ricardo quien lo notó. El universo cambió entonces y allí. Y este portento se había iniciado por accidente, por una gracia de Ricardo, quien había colgado un comedero o bebedero para colibrí en las rejas de la ventana. Luis Alejandro se fascinó con el aparato desde que se instaló aunque presumamos que seguramente no entendía para qué servía.
“Muy lindo pero por aquí me temo que ya no quedan colibrís.”—comentó Adriana sin saber la explosión de agradecimiento que estaba por experimentar.
“Seguro que sí. El colibrí tiene sus preferencias pero de que hay, hay.”
Y Luis Alejandro, sin saber lo que se esperaba, esperó. Si no estaba comiendo, durmiendo o jugando (siempre su muñeco de peluche con una mayor capacidad de contorsión que una mentira), miraba hacia la ventana. Y al tercer día sucedió. Solo Luis Alejandro fue testigo de la iniciación del portento pero se tenía que asegurar que el mundo entero lo supiera.
Lo que sucedió a continuación no puede describiese sino como un aluvión de milagros presenciados por Adriana, su madre, y su novio Ricardo. Lo primero fue que Luis Alejandro gestualmente los convocó a los dos hasta la sala. Urgentemente. Les pidió que se sentaran y apuntando hacia la ventana anunció –“olibí tomó ajhua.” Los dos se miraron pasmados.
“Olibí.. ¿colibrí?..co-li-brí.”—le informó Ricardo y el muchacho intentó repetir, co..coli…coli, pero no pudo con el brí y regresó a—olibí.
“Viste un colibrí en la ventana ¿y tomó agua?”
Afirmativo.
“Y ahora, seguro que va a querer regresar.”
“¿É-gre-zar?”
“¡Claro! Ahora sabe que hay gente aquí que le tiene cariño.”
“É-gre-zaaar.”—dijo Luis Alejandro y volteó hacia la ventana.
Adriana se percató que a su hijo por primera vez en su vida no le temblaba alguna parte del cuerpo. Ni el cuello ni las manos. Ricardo sonrió y empezó a explicarle cosas que ciertamente estaban fuera de su alcance intelectual. Le dijo que había más de 300 especies de colibrí y que solamente existían en el continente americano. Que el colibrí batía sus alas cincuenta veces por segundo, Adriana, con la mirada, le pedía a Ricardo una pausa. Y que los había en diversos tamaños y colores, y que en Venezuela estaba el segundo más pequeño del mundo. Taima, tregua. Y que se le llamaba también tucusito o picaflor. La mirada de la madre era de Rasputín, entre condenándolo e implorándole misericordia. Todo eso era demasiada información para su nivel y ya habían cosechado mil veces más de que habían esperado. Pero Ricardo protestó.
“No es lo mismo ayudar a la gente a pensar, que pensar por la gente. Es a lo que nos ha acostumbrado este gobierno fascista, que nos ha quitado todo, creen poder hacer todo, hasta pensar por la gente como si la gente no supiera o pudiera hacer y pensar por sí mismas.”—dijo, y antes de que la amargura de la política amargara el momento, le regresó la mirada al muchacho, “Luis Alejandro ¿sabías que un colibrí puede volar 15 metros por segundo que es lo mismo que a 50 kilómetros por hora?” Luis Alejandro no lo miraba a los ojos pero casi. “Y eso en su bebedero no es solo agua. Es agua con azúcar.”—Luis Alejandro aún sin temblar se notaba, ¿pudiera ser.. intrigado? Ricardo le explicó, como si se tratase de cualquier muchacho de su edad, que siendo el animal con el más alto metabolismo en el reino animal, que necesitaban el azúcar en el agua para tener la energía y poder cazar otros insectos, desde zancudos hasta arañas pequeñas. Mientras Ricardo le hablaba y pasaba relatos a datos como que tienen el latido de corazón más rápido del mundo, Adriana impetuosamente aceptó y asumió el ambiente de rebeldía y tomó el Ipad. Ya con esos aparatos modernos habían intentado de todo; juegos, Apps, música, incontables fotos desde con Mickey Mouse hasta perritos y nunca se había interesado por nada proveniente de esa, o de ninguna pantalla. De hecho, Luis Alejandro detestaba las pantallas. Adriana buscó fotos de colibríes y en segundos tenía algo que mostrarle.
“¿Mañana, cuando se acabe su néctar, ¿quieres aprender a prepararle su agua con azúcar?”
“Si quiero.”—contestó el muchacho sin titubeos.
El momento levitaba como un colibrí inmovilizado en el tiempo. Ricardo sonrió mientras las lágrimas resbalaban lentamente por las mejillas de Adriana. Luis Alejandro bajó la mirada. Por primera vez su hijo enfocaba, miraba la pantalla del aparato fijamente sin temblar, con curiosidad, sin parecerse a un volcán a punto de erupción, susurrando con cada foto, Olibí, olibí.
“Luis Alejandro,”—los interrumpió Ricardo, susurrando, “voltea suavecito hacia la ventana”. El muchacho levantó la vista de la pantalla y dirigió suavemente la mirada hacia la izquierda. El pajarito batía sus alas de azul astral mientras insertaba su largo pico por el huequito de la flor plástica amarilla. Luego de unos segundos, retiró el pico y levitando en el aire parecía haber echado un vistazo hacia la sala, una fracción de segundo, como dando las gracias, y luego se retiró a la velocidad del zumbido. Luis Alejandro volteó hacia su madre y capturando una de las lágrimas que bajaba por su mejilla dijo, “Olibí egresó.”
“Sí, mi amor, olibí regresó.”
(Para Adriana, Luis Alejando y Ricardo ..y a todos los padres de niños que saben que el autismo nunca es una tragedia y el oscurantismo siempre lo es. … Y si saben donde conseguir azúcar, avisen.)
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