Porqué el socialismo es malo para los trabajadores
Por John Manuel Silva
@johnmanuelsilva
«Conmigo se les acabó el pan de piquito, caballeritos de la burguesía. Esta es una guerra social, económica, política y sobretodo moral», dijo Hugo Chávez en Junio de 2008, cuando Diana, la productora de alimentos, principalmente aceite vegetal, manteca y margarina, fue expropiada por su gobierno. Los trabajadores celebraron, no solo la bravuconada típica del lenguaje populachero del Comandante, sino que ahora serían ellos los encargados de administrar la empresa. Se cumplía así el viejo sueño de los movimientos obreros en el mundo, desde que Marx declarara su “¡Trabajadores del mundo: uníos!”: el control de los trabajadores sobre los medios de producción.
La historia de Diana parecía encarnar el feliz sueño comunista. A los dos años, un Chávez orondo recorría las instalaciones de la planta principal, saludando a los obreros y felicitándolos por haber tomado el control de la empresa que, por aquellos días, había aumentado su producción. Además, el producto final estaba ahora a la venta a un precio “justo”. E incluso algunas actividades comunitarias se desarrollaban ahora con parte de las ganancias de la empresa. De esta manera se lograba avanzar en la fórmula de lo que se llamó soberanía alimentaria, a saber: Producción masiva de productos alimenticios, hechos en Venezuela, en empresas manejadas por los obreros y vendidos a bajo costo en el mercado local.
Pero al poco tiempo la ilusión terminó. Las protestas de los movimientos obreristas comenzaron a hacerse sentir más allá del cerco oficial, que no suele hacerse eco de ninguna protesta social. Los sindicatos comenzaron a denunciar la burocratización de la empresa y el fin del control obrero. El gobierno designó a una nueva directiva que fue rechazada por los trabajadores, quienes luego de semanas de protestas, fueron satisfechos con la designación del general Dester Bryan Rodríguez como nuevo gerente de la empresa. Otro militar pasaba a ocupar un cargo de dirección y el supuesto control obrero sobre la empresa cesó. También finalizó el supuesto éxito de la empresa, y Diana comenzó a decaer en su producción y distribución a nivel nacional. Hoy, el producto no existe en los anaqueles, y entre las solicitudes más constantes de los miles de venezolanos que hacen kilométricas colas para adquirir productos de primera necesidad, el aceite aparece como uno de los rubros más solicitados, debido a su carestía en todo el país.
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Si esto fuera una obra literaria, podríamos tomar esa anécdota y contarla utilizando la misma narrativa y los mismos puntos de inflexión para narrar la historia de todas las empresas expropiadas, aquí y en cualquier otra parte del mundo, en este socialismo del siglo XXI, o en cualquiera de sus muchos fracasados ejemplos durante el siglo XX.
¿Por qué se repite la historia? Pues básicamente porque el control obrero a través del Estado es un mito, tal vez el mito más poderoso de la épica socialista. Una leyenda que no se ha podido combatir ya que existe en el mundo la idea de que el capitalismo explota a los trabajadores y que la única solución a esto es que los obreros tomen el control de la industrias y las administren, no para obtener beneficios propios, sino para generar beneficios colectivos.
El proceso de expropiaciones funciona de una manera similar a la del ciclo de consumo de un adicto a las drogas: Al principio todo es jolgorio y éxtasis, pero pronto viene el síndrome de abstinencia.
Demagógicamente los socialistas proponen expropiar las empresas y dárselas a sus trabajadores, expulsando así al cerdo capitalista y explotador que las controla; los trabajadores celebran. Del mismo modo, los socialistas proponen aumentar la producción y venderla a precios absurdamente bajos; los consumidores celebran, después de todo ahora habrá más cosas y más baratas, ¿cómo oponerse a eso?
El mecanismo funciona al principio: se crean comités de trabajadores con un aparente poder de decisión. El precio de los productos se coloca muy por debajo del que tenía cuando estaba en manos privadas. Se aduce que la anterior estructura de costo era un atropello, que el producto se vendía muy por encima de lo que en verdad costaba producirlo, que los empresarios usuraban a los consumidores y se aprovechaban de los trabajadores. Se eliminan porcentajes en la recuperación del capital invertido, así como posibilidades de reinversión y mantenimiento, que usualmente los socialistas consideran gastos innecesarios. El Estado, interesado en mantener la ilusión, comienza a subsidiar a la empresa, pagando los costos de mantenimiento, cubriendo parte del aumento de los beneficios laborales que usualmente se implementan para ganar el favor de los obreros y ponerlos del lado de los nuevos directivos, y aportando la inversión adicional que implica aumentar la producción (lo que también puede involucrar contrataciones de nuevos trabajadores). De esta forma no parece que la empresa esté produciendo y vendiendo a pérdida. Por el contrario, parece que aumenta la producción, aumenta el empleo, los productos son más baratos, etc.
Con el tiempo el Estado pierde la capacidad de asumir costos, disminuyen los subsidios, la empresa empieza a acusar fallas por falta de mantenimiento y por no poder cubrir gastos operativos fundamentales para funcionar eficientemente, la producción disminuye, los beneficios ofrecidos a los trabajadores empiezan a no poder honrarse del todo, los productos comienzan a escasear, el Estado designa a una directiva “más competente”, saltándose la supuesta instancia de control obrerista, eventualmente la empresa quiebra y cientos quedan sin trabajo, así como miles quedan sin productos… Es un ciclo sin fin.
Los trabajadores protestan, pero curiosamente no lo hacen contra el mal que provocó sus penurias: la expropiación, el socialismo. No. De hecho, protestan a partes iguales a favor de un socialismo más duro y contra el sabotaje capitalista, que casi siempre es la excusa que el Estado da cuando los obreros reclaman. Es algo paradójico, como que una mujer golpeada por su esposo reclame que éste no le pega lo suficiente. Pero claro, hay un elemento que subyace en todo: los trabajadores, aún jodidos por las políticas socialistas, creen que el socialismo es la respuesta a sus problemas. ¿Cómo podrían creer lo contrario si llevan toda la vida escuchando que las empresas privadas los explotan? ¿Cómo podrían estar en contra del socialismo si se supone que el mismo, cuando es verdadero, es poco menos que el paraíso en la tierra para los trabajadores?
Nadie dice. Bueno, perdón, nadie con influencia sobre los movimientos obreros dice que el principal enemigo de los trabajadores es el socialismo. Que el “socialismo verdadero” es ése, el que existió en la Unión Soviética, el que existió en la Alemania Oriental, el que existe en Cuba, el que está en marcha en Venezuela, el que los pone a sufrir. Que el otro socialismo, el de los libritos que ofrecen igualdad absoluta no existe, y no existirá nunca porque es inviable.
La razón principal es que en la épica socialista el empresario es un malvado, un explotador, un criminal. La plusvalía, ese concepto según el cual el valor de un producto está determinado por el trabajo que se invierte en él y no por el valor que el mercado dicta a través de la oferta y la demanda, es una de las mentiras más arraigadas en el corazón de la gente. La influencia de Marx es tal, que aún ante el colapso socialista, la gente prefiere culpar a quienes nunca tuvieron más culpa que la de invertir su dinero y esfuerzo en forjar una empresa que les fue arrebatada. El modelo de las empresas expropiadas está condenado a fracasar. Porque el valor de un producto no se puede fijar por debajo de la capacidad de recuperación y reinversión del capital, porque crear beneficios ficticios para los trabajadores no es sostenible en el tiempo, porque el Estado eventualmente se quedará sin posibilidad de subsidiar las pérdidas de la empresa, y ésta colapsará.
En el caso venezolano hay un elemento singular: Nuestro Petro-Estado tiene una chequera mucho más grande que la de otros estados. Eso le permitió al chavismo sostener la ilusión de un socialismo que funcionaba, por más tiempo. Se subsidiaron divisas, empresas estatales quebradas, misiones y planes de ayuda social, lo que permitió sostener algunas mentiras, como esa que permitía viajar mucho aún con control de cambios, o esa que impidió una escasez generalizada a mediados de la década pasada, a pesar de que la productividad en el país no ha hecho sino disminuir en tiempos del chavismo. De allí viene la ilusión (insólitamente mantenida por algunos opositores) de que en tiempos de Chávez estábamos mejor.
La situación de los trabajadores empeorará mientras el chavismo siga en el poder
Finalmente pasó: El revolcón económico anunciado por el gobierno se llevó a cabo el pasado viernes 1 de mayo, día de los trabajadores, y su anuncio principal (único en realidad) fue un aumento del salario mínimo de 30%. Un 20% vigente desde ya y un 10%, que entrará en vigencia en julio. También pasó que algunas voces opositoras salieron a reclamar que el aumento era insuficiente, que no alcanzaría para nada, y algunos, los más estrambóticos, salieron a exigir un aumento del 100%.
Digámoslo diáfanamente, aunque sea impopular: Exigir aumentos salariales cuando la productividad disminuye es demagogia y populismo. Y del peor, eh. Los aumentos de sueldo en estas circunstancias solo sirven para aumentar el dinero circulante, lo que agrava la inflación y profundiza la escasez. Es un mecanismo perverso en el que las personas tienen más dinero en el bolsillo, pero esta plata sirve para comprar menos cosas. Al escasear los productos, la gente saca una conclusión errada: el socialismo nos hizo más ricos, porque tenemos más dinero; pero los malvados empresarios nos esconden las cosas para que no podamos comprarlas. Esa es la explicación que el socialismo le da a la escasez y las colas, por eso el sentimiento antiempresarial aumenta y las personas no culpan al socialismo de sus problemas, sino que culpan a quienes fueras las primeras víctimas: los empresarios.
Digo que en orden cronológico las primeras víctimas son los empresarios, pero no en orden de gravedad. Los empresarios, al menos los más grandes, pueden proteger sus inversiones sacándolas del país. Los que tengan más poder negocian con el gobierno sus expropiaciones, y al menos algunos logran obtener un pago que, o no les genera pérdidas, o les genera una pérdida menor. Otros: aceptan las regulaciones del Estado y tratan de sobrevivir creyendo que al no incomodar al gobierno podrán co-existir con el socialismo, como hizo Farmatodo en tiempos recientes. Pero al final el socialismo irá por ellos, porque necesita acabar con todo el sector privado.
Finalmente queda el grupo más vulnerable: los trabajadores, que son más numerosos y que en un principio apoyaron las reformas socialistas creyendo ver en ellas la respuesta a su legítimo deseo de una vida mejor. Cuando el socialismo colapsa, son los trabajadores quienes sufren las peores consecuencias. Pierden sus trabajos, pierden su sustento, sufren de primera mano la carestía, y si protestan suelen sufrir la más feroz represión; amén de que los acusan de “traidores” o de “alienados”, esa palabrita que tanto gusta a los intelectuales de izquierda. Los trabajadores han sido las peores víctimas del socialismo, no solo porque éste pretende acabar con el individualismo de cada uno de ellos, fusionándolos en una masa amorfa que sirve al principio para la agitación social, pero a la que luego es muy fácil arrasar precisamente por haber perdido su autonomía individual y hacerse dependientes del Estado, amén de no poder salir del país con facilidad y mucho menos tener la posibilidad de empezar de cero en otra parte. Este, por cierto, fue el verdadero sentido de las polémicas palabras de Lorenzo Mendoza cuando dijo a sus trabajadores: «Hay mucha gente que no puede irse para ningún lado. Yo estoy con ellos», y no ese dramón sobre la emigración que hicieron muchos en redes sociales.
Serán los trabajadores, como ya lo están experimentando muchos, los grandes afectados cuando el socialismo bolivariano termine de colapsar. Y en ese proceso no valdrán miles de aumentos salariales o cualquier otra dádiva populista con la que se pretenda calmarlos.
Un poco de esperanza
Este artículo me ha salido un poco largo y aparentemente lúgubre, por lo que quiero cerrar con un poco de luz.
No creo que esto sea en sí mismo algo irreversible. Por el contrario, creo que es posible revertirlo y cambiarlo, hacerle ver a los trabajadores que el sistema que los sacará de la pobreza y les permitirá surgir y progresar es el capitalismo. Los capitalistas liberales han fallado a la hora de comunicarse con los trabajadores. En parte por un problema de comunicación y propaganda, en parte, también, porque así como existen comunistas trasnochados, también existen empresaurios que aún no superan viejos prejuicios feudales y creen que los trabajadores son poco menos que sus súbditos. Es verdad que el socialismo manipula ideológicamente a los obreros y les hace creer que las empresas y toda forma de modernidad son algo que atenta contra ellos; pero también es cierto que sigue existiendo un prejuicio social contra el trabajador y contra todo el trabajo en sí, que incluso lleva a algunos a creer que se puede maltratar a alguien que trabaja, por considerarlo inferior. Ser trabajador no siempre es bien visto, en especial en países como el nuestro donde ser “humanista” y “letrado” son para muchos sinónimos de superioridad social, algo así como una elevación sobre la “indignidad” que supondría trabajar.
Los liberales debemos esparcir el mensaje correcto: lo único indigno es no trabajar, ser corrupto, vivir de los demás, pretender que el Estado nos mantenga. En los trabajadores está la dignidad de quien quiere valerse por sí mismo y construirse una vida sobre la base de su esfuerzo. Ninguna empresa moderna puede descalificarlos, humillarles o allanar sus derechos. La dignidad del trabajo es la base del progreso económico y como tal debe ser reconocida. La productividad es un beneficio para los empresarios, sí; pero principalmente para los trabajadores, que ven aumentar su capacidad adquisitiva y de ahorro, sus posibilidades de adquirir propiedades. La riqueza, en definitiva, no es el dinero sino la calidad de vida, y la misma solo aumenta cuando el dinero que tenemos en el bolsillo sirve no solo para cubrir nuestras necesidades básicas, también para acumularlo. Por eso el sistema se llama capitalismo: porque permite posponer el consumo y acumular el capital.
Superar el prejuicio que lleva a muchos trabajadores a simpatizar con el socialismo, es decir, a estar de acuerdo con el sistema que los hará más pobres, es una tarea pendiente de los liberales. Es esa la verdadera “plusvalía ideológica” que hay que combatir, y no aquella que predicaba Ludovico Silva (1), y que tanto, y tan mal, influyó a nuestra clase política, que sigue sin aprender la lección y cree que abogar por aumentos de sueldo de dinero inorgánico y señalar la “incompetencia” de las empresas públicas, les garantizará el favor de “el pueblo”, esa entelequia a la que presumen estúpida.
1 http://saber.ucab.edu.ve/handle/123456789/33028
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