Los treinta metros más largos del pueblo

Por Beatriz Müller

 

 

 

Yo la veo a usted, señorita, sentada en el porche de su casa con ese galán al lado rozándole la rodilla derecha y la imagino ansiosa, queriendo levantarse de la silla y salir a dar una vuelta, a caminar, a sentarse en el tercer banquito de la plaza.

 

Quien la viera tan bien portada y serena, porque su mamá está contenta con este joven de ojos bellos que aún no le propone matrimonio pero que pronto lo hará. Entonces la imagino angustiada pensando en un placer mayor que el de comprometerse para toda la vida con ese que la respeta. El que ya quiere hijos.

 

Yo paso por el frente de su casa y la saludo con una sonrisa que él no ve porque está absorto en sus ojos; en esos ojos suyos que son oscuros como mi cuarto cuando la besé la primera vez, y su mirada de novia me esquiva porque los conozco, porque sé todo lo que nadie imagina de usted; la joven que viste elegante y usa perlitas en los eventos familiares.

 

Media hora más tarde la veo asomarse por la esquina de su cuadra, torturándome con su paso lento como si no hubiese esperado lo suficiente para estar a su lado. Pero sé que su andar es así porque no quiere lucir ansiosa, porque a su parecer está haciendo algo tan indebido que cree que todo el mundo la está mirando; lo que no sabe es que su andar exageradamente lento, que sus manos, su cabello, su gesto al saludar al vecino, sus zarcillos dorados, hasta sus pestañas, todo en usted, la delata.

 

Y yo la espero en ese banco de plaza, viéndola recorrer los treinta metros más largos del pueblo. Y al rato la tengo a mi lado, hablándome con su boca de cosas casuales, contándome con sus manos las ganas que tiene de escaparse conmigo, diciéndome con su cabello que me quiere a su lado, susurrándome con sus ojos que no sabe qué hacer con su novio, gritándome con sus piernas cruzadas que me desea, de nuevo, entre ellas. 

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