Recuerdos por chaparrones
Por Carlota Martínez B.
@venecialeona
…El caudillo hecho un aguarote miraba hacia las nubes…
Hay gente que cuando llega a vieja tiene la fortuna de tener muchos recuerdos. A pesar de lo impertinentes y despiadadas que pueden ser muchas de estas fugas hacia el pasado muchos de nuestros recuerdos afloran sin estarlos buscando. El material de que están hechos se me antoja aéreo, pero también un tanto acuoso. Gran parte de mi vida y mis recuerdos están ligados a los chaparrones, chubascos, lluviecitas moja pendejos, lloviznas, aguaceros y hasta garuas de la ciudad de Caracas y sus alrededores. Y es que esta “Sucursal del cielo” es, como diría un chamo de ahora, full lluviosa.
Siendo muy niña aún, cuando llovía fuerte y por una buena cantidad de tiempo, recuerdo se rebosaban las canales que rodeaban los techos aledaños a los patios de mi casa. Yo armaba fiesta junto a los loros y las matas, pues era el momento de iniciar el ritual de la marcha de los barquitos de papel. Mamá rápidamente los elaboraba y acto seguido nos asomábamos a la puerta para depositarlos en el río de agua que nacía, seguramente en la Puerta de Caracas y se desplazaba calle abajo antes de deshacerse en las alcantarillas más próximas. Aquello para mí era una verdadera delicia. Confieso que hice largos y divertidos viajes en esas frágiles barquichuelas y por aquellos mares embravecidos. Otros recuerdos de aquellos años fueron menos afortunados. Es el caso que mamá traumatizada por las vivencias de lluvias torrenciales en su Mérida natal, donde pasó buena parte de su infancia y juventud temprana, le tenía terror a las tormentas, muy abundantes en esta región. Lo cual ocasionó que, un día del mes de octubre en que San Francisco movió el cordón al que tanto temen los pescadores y los marineros, se desatara en Caracas una tormenta de padre y señor mío, por lo que a la pobre, quien había ido con papá a comer una langosta a los “Hermanos Álvarez” – tradicional restaurant, ya desaparecido, ubicado en una agradable casona colonial cerca de la esquina de Veroes – del miedo, se le paralizó la digestión lo cual la puso casi al borde la muerte.
Ya en la adolescencia, las lluvias torrenciales de la ciudad se convirtieron para mí en una ingenua e higiénica oportunidad de desafiar la autoridad familiar, pues aprovechaba la mojazón para transitar a “calzón quitao” bajo la lluvia hasta que el agua me calara hasta los huesos. Sin embargo, los recuerdos de las lluvias desatadas en Caracas durante los primeros años de la universidad, son menos gratos y si más aleccionadores, pues en oportunidad de uno de esos chubascos implacables, en plan de pichones de sociólogos y periodistas mi novio de entonces y yo nos trasladamos a ver los estragos ocasionados por el agua en uno de los tantos barrios de la capital y nos dimos cuenta que aquello era dantesco. Allí no había barquitos de papel a lo largo de las corrientes embravecidas sino que cerro abajo viajaban sueños, enseres y hasta personas. ¿Pero, cómo olvidar aquellos chaparrones que para mi estuvieron vinculados, a mi vida bohemia de joven profesional?
Recién entrada la década del ochenta, una lluvia fuerte, pero muy fuerte, se desató en Caracas a eso de las 4 de la tarde. Aquello tornaba la ciudad en un verdadero Pandemónium, por lo que decidí esperar, literalmente, a que bajaran las aguas. Paradójicamente, yo trabajaba en el Ministerio del Ambiente por lo que chapaleando el agua que había invadido los pisos bajos de las torres del Silencio, decidí arrimarme hasta el conocido Restaurante El Caballo que, para aquel entonces por las noches era un agradable sitio de encuentro en el centro de la ciudad. Juro que una cosa era El Caballo al medio día y otra en la caída de la tarde en adelante. El papel dorado y rojo un tanto rococó de las paredes, la música cadenciosa de los ritmos caribeños y unas luces más bien cálidas y sin estridencias invitaban al solaz. Y como no teníamos tanto miedo los unos de los otros, aun para una mujer sola, el lugar no representaba ningún peligro. Allí conocí esa noche a unos simpáticos, y amables ingenieros con los que fui a conocer entre los vericuetos de las torres un lugar de ficheras, en el que estuvimos hasta que escurrieron los últimos goterones.
Confieso que me encanta la lluvia. En el mejor de los casos, puede ser tan benéfica: limpia, fertiliza la tierra, te relaja, desata algunos nudos, te hace correr, reír, llorar y hasta dormir. Sin embargo, en oportunidades las lluvias de Caracas son implacables: Convocan los demonios como a un festín de nunca acabar y vienen en son de guerra. Así fue la del deslave de diciembre del año 1999. Nunca la podré olvidar. Pero también viene a mi me memoria por sus especiales connotaciones la de octubre del 2012, de la que el presidente Chávez fue víctima, ya presa de los quebrantos que lo llevarían irremisiblemente al fin de sus días. Aquello me produjo, lo confieso, batidas como en una licuadora un cúmulo de emociones encontradas. El caudillo hecho un aguarote miraba hacia las nubes, mientras sin decaer y con el ánimo dispuesto se escurría por aquí y por allá, al tiempo que transformaba con su talante militar de otras batallas lo que para muchos fue una derrota en un regalo de la providencia. Según el hombre de Sabaneta: San Francisco había decido brindarle a él y a sus seguidores los dones purificadores de aquel chaparrón atardecido en la avenida Bolívar. Pero, la última de ellas, un poco más acá en el tiempo y que sin duda pasará a mi cofre de recuerdos, es la del domingo en que se realizaba en el Estadio de Maracaná la última jornada de la Copa Confederaciones, donde se decidiría cual sería el campeón durante el enfrentamiento futbolístico entre el equipo Brasilero y el de la Madre Patria ¡Ay, ilusiones de tísica! al empezar a oír las primeras apreciaciones de los comentaristas acerca del partido que ya se anunciaba, un viento huracanado fue la antesala de los que vendría después: Se cayó la señal, hubo rayos y centellas, y por último un apagón que entre las imprecaciones de los fanáticos contra la estatal de la electricidad y mi tristeza, no tuvo reparos en instalarse hasta las dos de la mañana del día siguiente y así terminó por llevarse mis sueños de fanática aquella tarde caraqueña.
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