El tiempo entre mercados

Por Carlota Martínez B.

@venecialeona

 

 

 

La felicidad del ser humano en gran medida gira en torno a la mesa.   La gastronomía de un país es la expresión de su cultura. Y desde el trueque a esta parte, los mercados han existido siempre como parte de esta actividad capital fuente de placer y divertimento.  Sin embargo, ellos van cambiando su fisonomía según sea la sociedad o la cultura a la que pertenezcan.

 

En caracas, cuando conocí las  pulperías ya iban de salida. Entrada ya la  década de los cincuenta,  a poco tiempo de mudarnos a La Pastora,  había una en la esquina de la casa con sus características puertas: dos hacia el frente y una hacia los lados.  Pertenecían éstas  a una Caracas provinciana, que con la reciente urbanización iba dejando atrás viejos modos vinculados a una economía rural. 

 

A poco, la pulpería pues,  dio paso  a los  Abastos  La Providencia.  Que hasta febrero de 1989 en que despareció víctima de los actos vandálicos desatados por esos días en el llamado Caracazo, había  pertenecido  a unos isleños llamados los hermanos Alonso que con esfuerzo y dedicación,  establecieron este negocio  en  la esquina del mismo nombre. A medio camino aun entre la antigua pulpería y las necesidades de una ciudad que se modernizaba,  allí  se encontraba de todo: Desde aceite de oliva hasta  la manteca Los tres cochinitos, verduras y frutas,  pasando por granos de todo tipo y eso sí, enlatados de variadas marcas;  junto a las arepas de a locha, los cambures titiaros que nos daban a los niños de ñapa, el lápiz en la oreja con el que José Antonio o  Virgilio  hacían los listados de las ventas que enviaban  a las amas de casa con el repartidor,  se vendía el queso rallado y el papelón  envueltos de a poquito en papel de estraza, con moñitos y todo.

 

El crecimiento urbano y poblacional de la ciudad capital  trajo aparejado el surgimiento de los Auto mercados,  así como en el Norte.  A mamá le encantaban, a diferencia de papá  más romántico y bohemio en estos menesteres  quién prefería los llamados mercados libres muy populares en las distintas parroquias de la capital con sus bolsas de fique, sus ventas de jugos de frutas recién hechos  y de empanadas para desayunar, los  expendios  de  quesos frescos  dados a probar, de pescado fresco y hasta  de huevas de lisa, entre tantas otras delicias más.  Quinta Crespo y Guaicaipuro solo por mencionar lo poco eran lugares plenos  de colorido y amable familiaridad entre compradores y vendedores.  

 

En cambio, ubicados en general en centros comerciales, los auto mercados fueron hechos pensando en las necesidades de una mujer del siglo XX, y para una clase media en constante crecimiento en Venezuela, que podía satisfacer sus necesidades esenciales de forma rápida y efectiva, con musiquita, aire acondicionado, carritos para la compra y sin los esfuerzos por memorizar nada pues toda una amplia variedad de productos estaban a la mano perfectamente organizados en las estanterías. Más tarde hacia comienzos de este siglo aparecerían nuevas modalidades: los mercados plus y los híper mercados cada vez más grandes y con ofertas más variadas para el comprador.

 

En la actualidad en Venezuela  a causa de la crisis económica que se ha llevado por los cachos hasta el placer del famoso Pabellón,  ha habido un cambio sustancial en la fisonomía de los mercados.   Estos  se han convertido en territorio de desastre. Una especie de tierra de nadie donde impera la incertidumbre y la ley del más fuerte. Especies de laberintos donde  el azar juega un papel importante y donde hay que rehacer los  mapas para no naufragar en ellos. Entre el bululú permanente de los miles de usuarios que cédula en mano se acercan en tropel como ovejas al matadero hacia las puertas en búsqueda desesperada de productos,  en igualdad de condiciones, se encuentran viejecillas, mujeres preñadas, cojos, jovencitas y hombres que avanzan por los pasillos con cara de tribulación. O en el mejor de los casos con la actitud meditativa del que trata de resolver un enigma paseandito y ligeros de carga.

 

A estos espacios donde priva el despelote y la sensación de desorientación arriban “democráticamente”  personas de todas partes de la ciudad y aun de lugares remotos  con la esperanza de encontrar el producto deseado o más bien desaparecido. En las colas interminables que se hacen para pagar ante un personal mal encarado y poco eficiente, que por razones en que aun no se entiende claramente nos invita a poner el dedo en un capta huellas,   se sacrifica  en aras del sagrado derecho de hallar alguito para comer y tomando en cuenta que vivir no es para siempre,  el tiempo que de otra manera se podría dedicar al trabajo, al amor, a los hijos, o al ocio creativo. 

 

De tal manera,  que ante tanto esfuerzo y la frustración de los estantes vacíos, en  medio de un rosario de improperios y exclamaciones no muy agraciadas por cierto contra las autoridades del gobierno,  para evitar las úlceras y toda la suerte de dolencias que genera el stress prolongado,  proliferan en estas colas  el intercambio de recetas rendidoras, el radio bemba y el gesto cercano.  Ay qué lejos quedó  la Venezuela Saudita del 4, 30. Mucho más allá,  en una especie de  túnel del tiempo hemos terminado por transitar  hasta una especie de sociedad al borde de la conflagración, y  a una época cuando las mujeres, las menos favorecidas en todo esto, éramos esclavas de las labores del hogar y aun Simone de Beauvoir no había escrito El segundo sexo.

 

Por eso mientras pasa el chubasco, intentamos  encontrar otras alternativas: desde la compra en camiones que vienen del Vigía un poco menos agresivos para el presupuesto familiar,  hasta algunos  mercaditos callejeros,  que con sus ventas de arepas peladas, café de Boconó, cachapas de jojoto y jabones artesanales, humildemente y en versión minimalista  nos remontan a antiguos mercados  más acogedores, familiares y coloridos. 

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