Tenía que estar allí

Por Jorge Olavarría

@voxclama 

 

 

 

Hoy. Venezuela no es vista como un país con locaciones fantásticas sino un sitio donde un actor descabellado y bipolar puede contactar y reunirse sosegadamente con el hijo del Mega Capo narcotraficante más buscado del mundo. Se pautan producciones. Nada nuevo. También se contactan y pautan reuniones con jerarcas de organizaciones terroristas. Total, por bastante tiempo Venezuela fue la presidencia del Club de Dictadores Mundiales. Mugabe. Lukashenko. Castro Bros. Gadafi. Morales. Al Asad… La lista es larga. La espada también. En las películas y series actuales, Venezuelah o Venezuola es un país que le da refugio a todo nivel de criminal. Libre de extradiciones. Narcopuentes. Negocios libre de conciencias. No questions asked.  IranAirlines.. Cloacas. Uranio. Oro. Pura ficción.

 

Pero el vergonzoso desprestigio de nuestro país y gentilicio, no viene de la nada. Dime con quién andas. Huela a azufre. Tardó mucho tiempo y esfuerzo volvernos una cloaca tercermundista razonada por funcionarios como Roy Chaderton—presuntuosos y vulgares, corruptos y belicosos. Comenzó cuando le dimos las riendas del estado a un megalómano dispuesto a lo que sea por el poder. Poder absoluto. Constituyente. Colocó a la cima del estado  las ambiciones locales más perversas, algunos con el coeficiente intelectual de un zapato y la moralidad de un alacrán. Cargos hediondos de impunidad. No importaba. Asistidos por psicópatas como Cabello y Rodríguez, se conformó una cofradía de mafias, narcos, militares corruptos, guerrilleros urbanos, políticos reaccionarios y funcionarios administrativos ladrones, arropados todos de impunidad. Complicidad perfecta. Mientras cada personaje de la oposición ha sido reiteradamente acusado, vilipendiada, perseguida, encarcelada  y acusada por crímenes fantasmagóricos desde para-cachitos, magnicidio, especulación hasta traición a la patria, ni un solo funcionario conectado al gobierno/estado ha sido responsabilizado o acusado por un centavo de los miles de millones de dólares que se han evaporado, de alguna de las viviendas que han colapsado, de los millones de kilos de comida que se han podrido, de las masacres carcelarias, de nada.

Y no solo eso, distraídos por tanta vanidad, mezquindad y abuso, nos negamos a ver lo innegable. Lo que teníamos frente a la cara. Y se nos advirtió pero no quisimos escuchar a nuestros profetas. Ni temprano, cuando todavía existían medios de comunicación libres y dignos, ni hoy cuando si acaso queda internet (y RCR) de donde a diario tratamos de pescar alguna información factual y opiniones decentes de ese arroz con mango cibernético. Escogimos. El demonio corrompe primero. Quema después. Muerto el perro, la rabia se volvió endémica.

 

Así, y antes de que el tremendo revolcón de la opinión pública en las elecciones del 6D nos estimule un ataque de Alzheimer nacional, quiero recordar un momento en particular. Un momento anómalo en el que destelló el coraje cívico. Un momento inaudito, casi único, en el que alguien se atrevió a hacer y decirle a la cara del demonio lo que muchos solo se atrevían a distancia. Los protagonistas son evidentes. Cualquier parecido con personajes de la vida real es pura recordación. Quiero recordar esto como un momento en el que hizo erupción la integridad en medio de tanta indignidad. Un minuto de decencia, coraje y honestidad en medio de tanta complicidad, cobardía, perfidia y mentira. Un momento que el déspota manejó magistralmente, haciendo sentir pequeño, frontalmente acusados y subliminalmente amenazados a quienquiera se atrevía a nivelarlo, dudar, preguntar algo pertinaz, opinar con integridad. Su actitud íntegra contrastaba la rastrera y pedigüeña oposición que esa misma noche extendían sus manos mendigantes. Vox clamantis in deserto. Un momento que si lo leemos bien, nos anunció que la oscuridad será vencida. Tarde o temprano, será vencida. Es esto:  

 


Todos aplaudían. Algunos aullaban. El amo sin sus esclavos no tendría identidad propia. Ella también aplaudía de pie pero su aplauso era insustancial, cortés. Se repetía a sí misma la frase que había preparado, y que quizá sería útil si alguien preguntara— ¿por qué estaba allí?

 

 

…hay que mostrarles a los demás que es con valor y determinación que se vence… Buscaba expresiones en su memoria cuando le vino a la mente la frase de que “Sí..  el Señor Presidente quiere a los pobres…¡los quiere pobres!” Si esta reflexión era cierta y la relación con el poder había pasado a ser una relación amo-esclavos, el evento de esa noche lo reflejaba. A ellos, a los parlamentarios de oposición, el Presidente los quería sojuzgados. Misma cosa. Porque esa noche en particular los asambleístas de oposición, quienes sacando más votos, eran y se suponía que siempre serían “miyoría”.  Eran un trofeo importante para alguien de alma guerrera, de esencia despótica.

 

El Presidente ingresó sonriente. Su rostro reflejaba la expresión de un abusador que acaba de regalarle un carro nuevo al padre de su víctima. Este era un hombre que había consolidado una dictadura legalizada y vitalicia. Entraba y era recibido en un Parlamento que siguiendo el mandato explicito de Bolívar, en toda la historia republicana siempre fue bicameral, Senado y Congreso, y ahora era una Asamblea unicameral aduladora, servil, palimpsesto del parlamento cubano. Portentosa voluntad. Además, ni en dogma ni en práctica ni en apariencias siquiera se comportaba como un organismo autónomo, un poder del Estado democráticamente electo. La Casa del pueblo. Era un cuerpo cierto, una prostituta que con avidez le había cedido su intimidad, sus funciones legislativas, anulando la concepción de la separación e independencia de los poderes dispuesta a otorgarle “habilitantes” al supremo comandante sin necesitar dos pedidos. Una sumisión indigna, oscurantismo que ignora siglos de costosa evolución. Aristóteles, Cicerón, Locke, Montesquieu hasta Bolívar. Esta sumisión se entendía venida de diputados oportunistas, desprovistos de ideas y principios propios, enteramente dispuestos a no crear conflictos, ni investigaciones que molestaran al poder supremo. Por otra parte, la oposición había cedido, paciente, agachado la cabeza, chillado a menudo pero nunca logrado algo en defensa de la democracia, las libertades individuales, el derecho de propiedad, los derechos naturales y los humanos. En todo, ni siquiera habían promovido alguna investigación parlamentaria de tantos casos de patentes corruptelas, onerosas torpezas, mala praxis, masacres carcelarias, represión, torturas, expropiaciones injustificables, y toda índole de abusos de poder. En breve, pocos parlamentarios de oposición podían alegar siquiera haber sido parte de alguna batalla encarnizada contra la dictadura, las fuerzas del mal. Ninguno podía decir haber perdido habiendo peleado con todo, en buena lid.  Ningún orador, en la casa de la oratoria, podía presumir de algún discurso iluminado contra el despotismo. Los únicos momentos de algún nivel de justicia y decoro ocurrieron fortuitamente, por algún ataque caníbal entre jerarcas en el poder. Entre ellos mismos.

 

El Comandante ingresaba y la multitud en las gradas lo recibía con efusión de turba revolucionaria. Sonriente avanzaba mientras saludaba a muchos como si se tratara de viejos amigos, mientras se aproximaba al centro donde estaban los parlamentarios de oposición, con absoluto derecho de estar allí pero con cara de trágame tierra. Y en efecto, sus “contrarios” lo saludaron con brevedad y el respeto debido, quizá demasiado, hasta que se detuvo frente a una dama. Con ella intercambió más palabras de lo que requiere un saludo cortés, pero la multitud no permitió que se les escuchara el intercambio. Sus gestos corporales eran de “hablemos de eso…llámame…seguro que si…”  y su sonrisa de jeque llegando a su harén contrastaba con la cara de piedra caliza de la dama. Su sonrisa de supremacía por encima de todo, incluso de Dios, porque él encarnaba la voluntad suprema que, con ímpetu y fraude, había sido capaz de cambiarlo todo, hasta el nombre del país. Miren sus relojes. Miren.

 

Llegó la hora adelantada media hora. El solemne evento le violaría el derecho y la libertad de escogencia a todos los hogares, a quienquiera tuviera un radio o una TV encendida. Por incontables horas. Solo él estaba. De pie. “Abajo cadenas…” entonaba con la mano sobre el pecho.  Y todos coreaban sin razonar la letra. El despotismo había levantado la voz y se había desbaratado la República democrática, plural y autónoma. Y para lograr ese colapso, acaso nunca se habían utilizado tantos argumentos de igualdad, justicia social, patriotismo y soberanía. Bajo el nombre del Libertador se volvían esclavos a todos los ciudadanos. Un pueblo ignorante cómplice de su propia destrucción. Cortesía de un barril oneroso, el chantaje surcaba los mares. Si bien es cierto que todo pueblo optaría por el peor despotismo ante la anarquía, aquí se enlazaban  los argumentos. Por un lado, este gobierno había cometido innumerables atropellos a la libertad y la propiedad que, contrastados con los índices de violencia criminal, solo podían señalar—incapacidad, indecisión, o alguna confabulación estadística en la que la inacción ante los secuestros y asesinatos se pudiera concluir como ventajosa al estado revolucionario en algún nivel sádico e impenetrable. Sea lo que fuere, según Spinoza –gran defensor de la supremacía del Estado, ningún ciudadano tiene deber alguno hacía un gobierno que se demuestre incapaz de proteger su vida.

 

Incongruente pero esperadamente, ese día la manada del lado opuesto “escuálida” se estaba comportando a la altura. Esta no era una noche de riñas ni siquiera de miradas belicosas. El Supremo cumpliría con un mandato de la Constitución Bolivariana®, la prêt-à-porter, y de todas las anteriores. Rendiría cuentas, y les explicaría a los Representantes electos de la Casa del Pueblo lo que él y su pudiente gobierno habían hecho de sus dineros, su tiempo y sus vidas. Este era un momento en el que el Dictador Pérez Jiménez podía hablar con más propiedad de paz y con mayores evidencias de prosperidad general y progreso de lo que pudieron sumar los presidentes electos democráticamente luego de su caída. Pero, demostradamente, las dictaduras ególatras focalizadas en el progreso o la modernidad, por su naturaleza tienden a ser más expeditas y por ende eficientes que las democracias ahogadas en controles, reglas, compromisos, alianzas, burocracia y componendas.

 

Pero este largo período, en efecto, no era ni lo uno ni lo otro sino todo lo contrario. Para los más letrados entre los personeros de la oposición, escuchar al Comandante supremo tenía otra dimensión. Con tanto tiempo transcurrido, el agotamiento natural y los clásicos elementos de descomposición del socialismo estaban pululando. Y no le sería tan fácil justificarse ante tanto desperdicio, incapacidad, corrupción y abuso. Nuevamente calcularon mal. Durante las primeras seis o siete horas el demagogo demostraba que cualquier plataforma, hasta la de un barco hundiéndose, era una espléndida oportunidad para poner en acción un don que se tiene o no se tiene. No se aprende. Y este hombre estaba sobresaturado de ese don. Carisma pura. Atracción animal, auténtica, complementada con una elocuencia maquiavélica.

 

Para el comandante supremo, este no era un momento de sinceridad y conciliación. La memoria, al final es selectiva y la cuenta es como se cuente. Este era un momento para flexionar sus capacidades en oratoria política. Demagogia  necesaria produciendo esperanzas, ilusiones, promesas y gozo de la nada, a pesar de estadísticas, predicciones y especulaciones. Al frente tenía la prueba irrefutable de su supremacía. Solo eso le bastaba.

 

Otra batalla por la conciencia y la verdad casi invalidada. Pero, cualquier cosa es posible. Esperemos. Esto no ha terminado. Quizá éste incesante martilleo de irracionalidad cambiaría de rumbo en algún momento. Y seguía… El triunfo del pueblo y de la revolución, supremo como era, era en realidad su triunfo. Y todo triunfo es dominación. Y nada es más satisfactorio para un ególatra militar que reconocer su propia supremacía reflejada en los ojos sumisos de sus contrincantes. En el estrado, los diputados electos y los invitados, quedaban bajo sus narices, expectantes.

 

Una mujer levantaba una mirada y esos ojos inteligentes, profundos ¿irradiaban ira o compasión? Pudiera ser compasión similar a la que se siente por un enfermo, en este caso de poder. O lástima por un mitómano patético que logrando persuadir a todos, ahora se cree sus propias mentiras. Por un alma perdida en un laberinto sin salida. Quizá era la mirada de una madre consciente del daño de esta insana megalomanía y su pestilencial sobre la nación. Ira por la barricada a la libertad y el saboteo del progreso para los venezolanos y sus hijos. Cuando se tiene un hijo…

 

Sea como sea, ella tenía que estar allí. Era indignante, pero obligado. Esa noche tendría que soportar otra humillación más. Y más nada. Pero, ya va, atentos, no se debía descartar “ese factor” impredecible de su carismática y errática personalidad. Siempre podían producir cambios inesperados, titulares de—“por ahora”, freír cabezas, sacar al pueblo a la calle si el fallo del TSJ no le era favorable, llamar la Constitución vigente moribunda en su propia juramentación como Presidente constitucional, despidos masivos con pitos, tiburón uno, águila no caza moscas y toda esa larga lista evidenciaban que “ese factor” estaba allí, aún debajo de su costoso traje Armani. Así fuere solo con la ropa interior, la esencia de este personaje era verde. Verde oliva. No lo podía evitar. Era y siempre sería un soldado. La marcha continuaba.

 

Pasadas las seis horas, casi siete, ya los embajadores habían justificado sus salarios y viáticos escuchando con vejigas fantásticas a la reencarnación tropical de este Napoleón balbuceante. Y el olor a azufre que manaba de esas palabras solo era perceptible a quienes habían perdido hijos, amigos, herencia, futuros o les importaba la democracia, la libertad o la decencia. Horas de mentiras, verdades selectivas, distorsiones, re- direccionamiento de culpas, silogismos falsos. Si acaso, cuando el último dictador militar golpista se subía a ese podio teniendo un legislativo igual de rastrero que lo aclamaba como “Presidente Constitucional” y le hablaba al país de progreso, estabilidad, paz y seguridad era porque las había. El precio era alto pero, las había. Fortuitamente, lo inesperado siempre esperado acababa de ocurrir. Alguien rompía el tedioso protocolo. Un diputado opositor le había hecho una pregunta, o dicho algo inteligible. Pero, como tantas veces, lo que pudo volverse un momento Rumano, tomó otro curso. En efecto, este no era un Caucescu viejo y gastado por tantos privilegios comunistas. Este era un hombre sagaz y vanidoso, de un mando y una voluntad maratónica.

 

Y así el tedioso evento se volvía otra cosa. Menos tedioso. Veamos—si el error exige respuestas, si la retórica y la acción equivocada exigen rectificaciones, si el duelo exige culpables, nadie le exigió o exigía nada. Saldría airoso, sin siquiera disculparse por tanta muerte, destrucción, error y corrupción. Y, sorpresa, el bando opositor lejos de aprovechar la hendedura protocolar, en minutos estaban pidiendo, asintiendo, explicando necedades. Dándole la satisfacción de ser lo que eran. La oposición ideal para que instaurara la dictadura perfecta. Ya va… ¿qué era esto…recato, autocensura, miedo, –estoicismo extraviado?  Y así, los diputados complacientes acordaban encajarse en sus designios, trabajar juntos por el imponderable bien común. Esa era la manera. En paz y concordia. No todo estaba perdido. Además, la guillotina revolucionaria estaba dando señales de agotamiento. Ganar-ganar. Este grupo opositor fracasado, desprovistos de propuestas, falto de seguidores, capaces solo de chillar y quejarse estaban mostrándole al mundo que igual que tantos empresarios, dueños de algún medio de producción, distribución, acopio, servicio o comercialización—sea heredado, o sufrido, sudado y sangrado, que con el régimen se podía dialogar. Negociar con el diablo. Siempre se puede. Entenderse. El arcoíris era hermoso. Como dijo el otro, “la política es el arte del compromiso”. Si nos dan, nos callamos. Colaboren. Sr. Presidente, aquí le extendemos las manos. Denos y damos. Verde, mundo verde.

 

Y ya que todos estaban entusiastas y acomodados con las manos extendidas, que le den a la dama también, se señaló. Y así, ella también extendió la mano. Tomó el micrófono. Todos pudieron escucharla. No pidió, exigió. Respeto. Y así fue la mujer quien recuperó alguna porción de la dignidad perdida. Habló claro, sin temblor en la voz. No le vaticinó que sus políticas traerían hambre y anarquía, tarde o temprano, pero le resaltó su hipocresía. “No puede hablar de que respeta el sector privado del país, cuando lo que se ha dedicado es a expropiar… y expropiar es robar.”

 

La escena se tornó jacobina. Algunas mujeres gritaban y se rasgaban las vestiduras rojas mientras exigían se encendiera la pira por la apostasía. El servilismo y estoicismo, casi integral, servilmente tolerante de la retórica de este hombre y su revolución en un estado de indefensión, había cambiado. La dama aumentaba el nivel dialectico, si acaso redirigiéndolo hacia el escepticismo; poniendo en duda sus preceptos y sus logros fantasiosos. Llevaba ya ocho horas describiendo un país que no existía, le dijo. Y alguien se lo tenía que decir. Finalmente. Mencionó a una Venezuela ignorada, la llamó “decente.” Habló en su nombre. Desnudó la duplicidad socialista con la que había herido de muerte al sector privado productivo anunciando las carencias, desabastecimientos, inflación y mengua a la vuelta de la esquina.

 

La mirada del Presidente vitalicio reflejaba una inconsolable herida vieja. Miró a la dama como miraba a las maldicientes del pueblo, esas bichas malas, sádicas, chismosas que con enorme placer herían y le recordaban al niño descalzo que ellas sabían quién era su verdadero padre. Pero no dejó que el amor propio lo venciera en esta solemne ocasión. “Dígale la verdad a Venezuela.”—cada palabra de esta mujer se sentía como si le jalaran el pelo. “Aquí hay una Venezuela que quiere una transformación profunda.”  Su rostro luchaba contra la metamorfosis de la ira. “Señor Presidente, se les acabó. Es el momento de una nueva Venezuela.”—culminó vaticinando lo que nadie se atrevía a prever entonces. Venezuela podía regresar a la decencia, luego de esta orgía de insensateces y esta epidemia de corrupción. 

 

Con la herida latiendo, el hombre en el podio respondió. Habló como lo hace un viejo sabio. Habló como un guerrero sufrido que sabe escoger sus batallas. La multitud estaba furiosa. Sacrilegio. Una horda de esperpentos pedía escarmiento por la herejía. Pero la orden del líder supremo fue de desmontar la guillotina, apagar la pira. Mostrar magnanimidad le saldría más provechoso. La victoria de este líder no se evalúa en cabezas cercenadas sino en rodillas dobladas. No habría ejecución. Como en otros tiempos turbulentos, mostró, demostró, pausa y paciencia. La filosofía de integridad supremacista, de “águila no caza moscas” ya le había resultado útil en 1999, luego del discurso profético de Jorge Olavarría.   

 

“Es lamentable que usted tome la palabra para llamar al Presidente de la República ladrón.”—contestó el peor de los ladrones. Otro militar en el poder pero uno quien le robó al país una época de bonanza y de madurez social que con una pizca de mesura y sensatez nos hubiera catapultado hacia una era de prosperidad, progreso, libertad y de verdadera igualdad ante la ley. De todo lo que “robó”, lo más grave fue eso, el tiempo. Algo que no se recupera.

 

Siguiente.


Solo me queda (traducir y) anexar este poema—un farol de otro tiempo, cultura y lugar, dedicado a quienes hallaron o acompañan los valores de esta dama, que traté de recordar y celebrar hoy—

Esto fue escrito en 1895 por RUDYARD KIPLING…

 

Si puedes conservar la mente

cuando todos a tu alrededor
pierden la suya y te culpan por ello;

Si puedes confiar en ti mismo

cuando todos dudan de ti,
pero también admites sus dudas;

Si puedes esperar sin cansarte por la espera,
o, siendo mentido, no retribuyes con mentiras,
o, siendo odiado, no le das lugar al odio,
y sin embargo no pareces demasiado clemente,

ni hablas demasiado sabiamente;

 

Si puedes soñar –y no hacer de los sueños tu amo;
Si puedes pensar –y no hacer de los pensamientos tu meta;
Si puedes toparte con el triunfo y el fracaso
y tratar a esos dos impostores exactamente igual,

Si puedes soportar oír la verdad que has dicho
retorcida por perversos para hacer una trampa para tontos,
O ver quebradas las cosas que has logrado en tu vida,
e inclinarte y reconstruirlas con herramientas corroídas;

 

Si puedes hacer un cúmulo de todas tus ganancias
y arriesgarlo todo en un golpe de azar,
y perder, y empezar de nuevo desde el comienzo
y no decir nunca una palabra sobre tu pérdida;

Si puedes forzar tu corazón y tus nervios y fibra
para tomar tu turno mucho tiempo después de que se hayan gastado
y así mantenerte cuando no queda nada dentro de ti
excepto la voluntad que les dice: “¡Resistan!”

 

Si puedes hablar con multitudes y mantener la probidad
o discurrir con reyes y no perder el toque común;
Si ni los enemigos ni los amigos queridos pueden herirte;
Si todos cuentan contigo, pero ninguno incondicionalmente;
Si puedes llenar el imperdonable  minuto
con un recorrido valioso de sesenta segundos.
Tuya es la tierra y todo lo que contiene,
y —lo que es más— ¡serás un hombre, hijo mío!

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